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Hilvanando una historia de una familia peruano-chilena (1)

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Fecha: 25 enero 2014
Cabe destacar que, al margen de las complejas circunstancias históricas que han vivido Chile y Perú, generadas a partir de la Guerra del Salitre (1879), existen muchas familias peruanos-chilenas que han mantenido relaciones asociadas con la emotividad y la identidad entroncada que prevalecen hasta nuestros días en su memoria, creando de esta manera vínculos transnacionales que compensan las frágiles historias diplomáticas entre ambos Estados nacionales.

Quienes hemos nacido en este “puerto grande” tenemos la particularidad de haber sido moldeados por una mixtura de manos inmigrantes que, a lo largo de la historia, han llegado a esta tierra para fraguar el sueño de una vida mejor y más digna. Esto explica el significativo sentido de tolerancia y universalidad que siempre aquí ha existido; predisposición interna de sus pobladores que ha facilitado la comunicación con el resto del mundo y que ha constituido el soporte para levantar una urbe preñada de actos trágicos, heroicos y solidarios.

Pues bien, cuando hablamos de la historia una familia peruana-chilena, en este caso de la familia Vera-Pinto,  necesariamente nos remitimos a la memoria. Ella es el elemento integrante de nuestra identidad. Precisamente, al hacer memoria, nos debemos remitir al siglo XIX en Perú, época que encontramos los antecedentes más antiguos de esta familia, con la presencia de Marcelino Vera-Pinto; miliciano que participó en la Guerra Civil (1856-1858) de este país, como consecuencia de la promulgación de una nueva Constitución (1856), creada bajo el gobierno de Ramón Castilla.

El 5 de marzo de 1858 la ciudad de Arequipa fue sitiada por las fuerzas regulares del Mariscal Castilla, iniciándose el asalto final. Las bajas fueron enormes en ambos bandos, Castilla calculó sus bajas en 2.000 hombres fuera de combate entre muertos y heridos. En cambio, en el bando revolucionario las bajas fueron aún mayores, solamente los muertos llegaron a 3.000; se dice que no había una sola familia en la ciudad que no hubiera perdido un familiar o amigo en la batalla.

Dentro de los vecinos alzados en armas contra el gobierno central, estaba Marcelino, quien ostentaba el grado de capitán dentro de los montoneros. Los relatos históricos indican que en las postrimerías de la batalla, se produjeron disparos desde el Panteón de Miraflores hacia las torres de Santa Rosa y Santa Marta. Desde Alto San Pedro resistía un grupo de valientes comandados por Marcelino Vera-Pinto, quien fue gravemente herido. En ese trance fatal, Marcelino meditó sobre su eminente muerte. Tenía dos opciones: Ser capturado y torturado, dejando a su único hijo, Julián, huérfano y desamparado o sacrificar a su hijo y suicidarse. Sin embargo, providencialmente, un matrimonio de apellido Ballón, perteneciente a una familia acomodada le prometió en su lecho de muerte hacerse cargo del niño. Marcelino Vera-Pinto muere en la final embestida de las tropas del gobierno central, el 6 de marzo de 1858.

Su primogénito, Julián, creció bajo los cuidados de la familia Ballón y  con el tiempo aprendió el oficio de sastre. Aproximadamente a los 18 años de edad se casó con una mujer arequipeña de apellido Moscoso y tuvo tres hijos: Manuel, Víctor y Guillermo.

Al poco tiempo, la familia creció rápidamente en el número de miembros. Fue así que Manuel Vera-Pinto Moscoso, criado en Arequipa, tuvo cinco hijos con Juana Benavente: Manuel (1913-2010), Víctor (1913), Rosa (1917), Fidel (1920) y Lupo (1936). A su vez, su hijo Manuel Verapinto Benavente, en su primer matrimonio, engendró tres hijos: Luz, Manuel  y Mario Verapinto Rosado. Luego, en segundas nupcias, tuvo dos hijos: Mary, Haydee y Percy Verapinto Rossini. Posteriormente, contrajo matrimonio con Rosa Zevallos (1917) y procreó seis hijos: Marcos (1951), Gloria (1952), Rosario (1953), Mario (1956) Eliana (1959) y Enrique (1960).

Por otro lado, Víctor Verapinto Benavente disfrutó de siete hijos: Benigno, Leonor, Víctor, Percy, Dora, Larry y Raúl Verapinto Salas. Su hermana Rosa concibió una hija Beatriz Ramos Verapinto. Mientras Fidel falleció a los treinta años, sin tener descendencia. Por último, el menor de los hermanos, Lupo, gozó de ocho hijos: Rossana, Emperatriz, Ulises, David, Nancy, Ciro, Lucero Vera-Pinto Fuentes.

Volvamos ahora a los otros dos hijos de Julián: Víctor y Guillermo.  Digamos que Víctor Vera-Pinto Moscoso, siendo muy joven se desplazó a Argentina, formando otro tronco familiar en esa nación. Al fin, Guillermo Vera-Pinto Moscoso, cuya actividad laboral fue la sastrería, heredado de su padre, emigró a Iquique, después de la Guerra del Pacífico (1879), puntualmente en 1889, dando origen a la familia Vera-Pinto en este país.

A esta altura del relato, es necesario precisar que después de la Guerra del Salitre, las localidades donde los chilenos antes eran extranjeros fueron anexadas y constituyeron parte del territorio nacional. A pesar de que muchos bolivianos y peruanos debieron emigrar de estas zonas, el carácter multinacional de las oficinas salitreras, de los puertos y de los pueblos continuaría en los años venideros. Agreguemos que particularmente en el norte chileno los desplazamientos humanos han sido una constante en la historia de Chile, Perú y Bolivia. Estos movimientos se encuentran asociados con el anhelo intrínseco de todo ser humano por mejorar sus condiciones de vida. Esta variable es inalterable hasta nuestros días donde los principales flujos de personas, como ocurre en otras experiencias históricas, se dirigen a polos de atracción donde hay empleos mejor remunerados y mejores estándares de vida en comparación al lugar de origen.

Al margen de nuestra voluntad, la nostalgia suele apresarnos súbitamente – más aún cuando forzadamente estamos lejos de nuestra Patria-, introduciéndonos en las profundidades del inconsciente, transformando mágicamente lo distante en presente. De esta manera la añoranza nos hace transitar, en tiempo real o imaginario, hacia el espacio originario, casi siempre recreado e idealizado por nuestra fecunda imaginación.

Probablemente ese sentimiento embargó  a Guillermo Vera-Pinto, cuando ya casado con María Téllez, decidió avecindarse en Iquique. Al llegar a esta ciudad, virtualmente sintió en su cuerpo la brisa marina que recorría las dunas, las casas de madera y los pétreos acantilados que protegían a este pueblo. Al corto tiempo, en esta geografía agreste y de serena paciencia, su esposa dio a luz a tres hijos: Francisco (1900), Luzmira (1901) y Víctor (1902).

Por esos años Iquique era una ciudad abierta al mundo, porque así lo demandaba la economía y este perfil se expresaba en la construcción de diferentes espacios públicos, negocios y sociedades de colonias residentes. Era una verdadera área libre para colonizar y, Guillermo, sin vacilar,  quiso materializarla a través de su trabajo artesanal. Por ello, al poco andar, se instaló con un taller de sastrería, actividad comercial que por esos días era muy solicitada, ya que era costumbre de la gente de todas las clases sociales vestir con trajes a la medida, tanto para sus actividades laborales como sociales. Era la temporada en que todas las tenidas se hallaban confeccionadas por modistas y sastres.

Junto a Guillermo, como un importante apoyo en su familia y trabajo, estaba su esposa y fiel compañera. María era una mujer dedicada a las labores de casa, en una época donde las posibilidades de trabajo y de ascenso social eran muy limitadas para el género femenino, especialmente para las familias más pobres.  Hay que distinguir que Guillermo vivió en este puerto en una época de tolerancia y solidaridad social entre chilenos y peruanos, pero también de muchos conflictos sociales en el norte chileno (Ligas patrióticas).

Guillermo Vera-Pinto, al igual que muchos inmigrantes llegados a Iquique, era un artesano pobre, quien, tal vez, se sentía socialmente rechazado por su propia Patria, debido a la miseria errante que portaba perennemente en su equipaje. El, al igual que muchos otros expatriados, observó que la única salida que puede encontrar a ese dolor era la unidad de los trabajadores, transformándose así en “patriotas del mundo”, sin odios y sin fronteras.

En un complejo y tenso entorno social, Guillermo Vera-Pinto subsistió humildemente de su trabajo artesanal y pudo criar a sus pequeños hijos chilenos por nacimiento, aunque sus inscripciones en el Registro Civil se hicieron posteriormente a su fallecimiento. Así por lo menos consta en el certificado de nacimiento de Francisco, quien aparece recién inscrito el año 1923, aunque él había nacido el 3 de diciembre de 1900.

Empero, promediado el año 1904, Guillermo se enfermó gravemente y ante este aprieto decidió regresar a su terruño, donde falleció el 6 de agosto de 1905. Sus restos fueron sepultados con su madre en el cementerio general de Arequipa.  En consecuencia, María Téllez, quedó viuda, a cargo de sus tres hijos, aún de cortas edades. Aún así, en 1906, volvió a contraer lazos sentimentales con otro ciudadano peruano de nombre Manuel Moreno. De esta última unión, parió a Manuel Moreno Téllez. Posteriormente, María falleció en 1918 en el Hospital de Beneficencia de Iquique y fue sepultada en el Cementerio No 3 de esta localidad.

Una vez muerta María Téllez, sus cuatro hijos (Francisco, Víctor, Luzmira y Manuel), quedaron bajo el resguardo de Manuel Moreno, quien era un pescador artesanal que vivía en el populoso barrio La Puntilla. Este humilde hombre, obligado por sus faenas de mar, en forma reiterada se vio obligado a dejar a los adolescentes al cuidado del hermano mayor, Francisco, quien oficiaba de padre y madre, a la vez.

Pasado el tiempo y debido a la carencia económica familiar, Francisco, después de cumplir con su servicio militar obligatorio (1919), decidió enrumbar sus pasos hacia el Oriente, a Bolivia y, posteriormente, a mediados de 1920, a la ciudad de Arequipa para reencontrarse con sus ancestros. En esa misma etapa, sus hermanos  Víctor y Luzmira, ayudados por el tío Víctor Vera-Pinto Moscoso, quien ya radicaba en Argentina, emigran hacia esas tierras. Ambos se asientan primariamente en Tucumán.

Por esos días, Francisco, en su estadía en Arequipa, se vio expresamente impulsado por la curiosidad y la motivación de su progenitor a internarse en el oficio de la sastrería, actividad que le permitió posteriormente valerse económicamente. Igualmente, en esa permanencia estableció relaciones cercanas con otros sastres peruanos, con quienes mantuvo una amistad de por vida.

Francisco, al retornar a Iquique, conoció a Berta Bustillos Frise (1910-1968), con quien unió lazos sentimentales el año 1924 y dio origen a cuatro hijos: Iris (1925-1993), Harold (1927-2006), Norma (1930) y Mabel (1932). Justo el año del nacimiento de su primer hijo (Harold), Francisco, inauguró la sastrería London (1925), en la calle Manuel Baquedano 688 de este puerto, la que mantuvo abierta al público hasta el 13 de junio de 1959, fecha de su fallecimiento.

La sastrería London fue una tienda comercial que gozó de mucha popularidad entre las familias pudientes de la ciudad. Su clientela preferentemente la conformaba funcionarios del poder judicial, profesionales, militares, empresarios  y miembros de la clase alta del puerto. Con todo, de manera paralela, amplió su oferta para localidades aledañas y para las oficinas salitreras.

Debemos recordar que por esos tiempos Chile vivía la crisis de la industria del salitre, debido a la baja internacional que sufrió el precio de este mineral, provocado por la intervención de los consorcios internacionales y por la aparición del salitre sintético. En esta inflexión histórica el joven Francisco recibió el influjo de una nueva ideología liberadora, la del socialismo, que se propagó velozmente entre la clase desposeída y los sectores medios de la población de aquel entonces. De esta manera, resolvió espontáneamente convertirse en militante del Partido Comunista.

Durante esa etapa mantuvo relaciones sólidas con los familiares de Arequipa, a los cuales visitaba periódicamente; del mismo modo, recibió a sus parientes en su hogar. Uno de los familiares con quien mantuvo más cercanía fue precisamente con Manuel Verapinto; primo-hermano, quien también fue instruido en el arte de la sastrería por Guillermo Vera-Pinto, padre de Francisco. Por el año 1935 Manuel Verapinto permaneció por un período importante trabajando en la sastrería London,  junto a Francisco.

Es preciso señalar que  Francisco en su trabajo cotidiano gozó la posibilidad de compartir con numerosos personajes públicos que por esos años radicaban en este puerto, entre ellos distinguimos al Capitán Augusto Pinochet Ugarte, quien por esos días fue destinado al Regimiento No 5 Carampangue de esta ciudad.

Posteriormente, cuando Francisco fue trasladado en calidad de preso político al campo de concentración de Pisagua, el año 1948, curiosamente fue este mismo oficial, con quien mantuvo vínculos cordiales, su custodio en el cautiverio que sufrió durante la aplicación de la llamada Ley de la Democracia o “Ley Maldita”; disposición que promulgó el gobierno de González Videla, el año 1947, contra del Partido Comunista de Chile. Puntualmente, Pinochet, fue destinado en enero de 1948, como Jefe de las Fuerzas Militares en Pisagua y permaneció hasta el 14 de febrero de ese mismo año.

A la postre, Francisco, por el año 1953, conoció a Victoria Soto Méndez (1923-1997), cuyo estado civil era separada y madre de una hija adolescente, Nelda Gaete Soto. Victoria era oriunda de Iquique; hija de Segundo Soto, un humilde trabajador ferroviario y de Ignacia Méndez, dueña de casa, de descendencia peruana, por línea paterna. Con ella estableció una relación sentimental; como resultado de esta unión nació un hijo a quien reconoció como Iván Francisco Vera-Pinto Soto (1956), quien, en su estancia estudiantil en Perú, se casó con una peruana y tuvo dos hijas, una de ellas (Fabiola) nacida en Ayacucho. El año 1959, Francisco Vera-Pinto, falleció a consecuencia de un paro cardíaco y fue sepultado en el cementerio No 1 de Iquique.

Mientras tanto, en Arequipa, Manuel Vera-Pinto Benavente, ingresó a la Guardia Civil y jubiló el año 1968; acto seguido, instaló en su tierra natal una sastrería que llevó por nombre el apellido paterno. Este negocio permaneció abierto al público hasta últimos años de su vida.  Manuel se caracterizó por ser un hombre muy asertivo, valiente y confrontacional en su vida policial en contra de las autoridades peruanas. Este espíritu aguerrido lo heredaron dos de sus hijos: Marcos y Enrique, quienes también pasaron por situaciones de persecución política en el gobierno del General Velasco Alvarado.

Una primera reflexión que surge de este fragmento familiar es cómo un conjunto de hombres y mujeres, venidos de países limítrofes (Perú), originaron una topofilia, tradición y memoria al habitar y compartir lazos consanguíneos y culturales en un territorio común, creando en definitiva la identidad tarapaqueña. Esta presencia intima, como la de muchos emigrantes de otras latitudes, ha dejado huellas sentimentales, emocionales y cognitivas en las generaciones familiares posteriores y en la memoria colectiva.

Por otra parte, a veces no lo hemos explicitado, pero al interior de las familias antiguas tarapaqueñas, evocamos historias íntimas que se nos han transmitido de generación en generación. Son indudablemente historias complejas, ya que algunas de nuestras familias eran ya desde tiempos muy antiguos familias mixtas, es decir matrimonios entre peruanos y chilenos. Es por ello que, inclusive en la actualidad,  ante cualquier situación de peligro en las relaciones diplomáticas entre ambas naciones, nos provoca una enorme tensión en la vida familiar.

Otro tema que brota de esta microhistoria es la dinámica que ha tenido los flujos migratorios en la Región de Tarapacá. Ello se explica principalmente por la incorporación de nuevos territorios en el norte de Chile, luego de la Guerra del Salitre, y por la proximidad geográfica que facilitó la mayor participación de peruanos y bolivianos en la explotación de las salitreras, presencia que posteriormente disminuyó tras la decadencia del salitre a principios del siglo XX. Objetivamente, esta dinámica sobrepasó los límites fronterizos establecidos por los mismos Estados. En muchos casos, emigrantes de uno y otro lado mantuvieron una doble residencia y vínculos familiares en ambas fronteras. Por lo mismo, los vínculos y las afinidades se proyectaron a los demás integrantes familiares, independiente de sus nacionalidades y de los prejuicios sociales existentes.

En concordancia con este relato familiar, estimo que sería conveniente que ese espíritu de tolerancia cultural y solidaridad que estuvo latente originalmente en este núcleo social, lo trasladáramos a nuestra cotidianidad. Al mismo tiempo, es importante que estas sencillas y personales historias los Estados de ambos países las tomaran como modelos para así conseguir configurar políticas que, definitivamente, permitan superar las adversidades, el etnocentrismo y nos allanen el camino para alcanzar el desarrollo y la plenitud que deseamos a nivel familiar y de país, en aras de la anhelada integración entre ambas naciones.

El autor, Iván Vera-Pinto Soto, es Antropólogo Social, Magíster en Educación y Dramaturgo

 

[1] Extracto del Artículo publicado por el autor en el texto “Las historias que nos unen”, Compilados por Sergio González y Daniel Parodi, Rileditores, enero, 2014.

*Fuente: http://www.edicioncero.cl/?p=44189

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3 Comentarios

  1. Jesús Riveros A. -Perú-

    Comentaré tomando el contenido del último párrafo de esta bonita historia.

    No va a ser en concordancia con dicho relato familiar, NI con ese espíritu de tolerancia cultural y solidaridad, el que vayamos a lograr la ANHELADA INTEGRACIÓN entre las poblaciones de los diferentes países.

    HAY UN SOLO FACTOR HUMANO que siempre nos unirán a determinadas y mayoritarias poblaciones de todos los países, EL TRABAJO.

    LOS TRABAJADORES, encontrémonos en donde nos encontremos, seamos o no migrantes, NOS IDENTIFICAMOS entre nosotros y NOS SOLIDARIZAMOS como tales en las tantas luchas en la vida contra las irracionalidades de los patrones, en lucha por reivindicaciones y derechos, que en todas partes del mundo son los mismos.

    No es la tolerancia cultural el que nos une, es el TRABAJO, que conociendo esas diferencias culturales tan naturales por cierto, el que nos junta y nos hermana.

    Y cuanto MAYOR sea nuestra hermandad como trabajadores, mayor será nuestra capacidad para entender que LA INTEGRACIÓN HUMANA en todos los rincones del mundo para ser uno solo y para incluso borrar fronteras territoriales, ES POSIBLE y hasta NECESARIA.

    Solo los que viven del trabajo ajeno, serán los incapacitados para entender esta sencilla verdad; solo estos pocos estarán siempre condenados a su propio aislamiento y a su obligada separación, porque sus intereses económicos particulares jamás podrán juntarlos, sino mas bien siempre los mantendrán separados entre ellos mismos y del resto del mundo trabajador.

    1. jose garcia peña

      Es cierto lo que describes en tu comentario. Yo lo he vivido personalmente en Alemania.
      Siempre hemos mantenido armonía cordial entre españoles y alemanes que tenemos como referencia nuestra condición de obreros y la necesidad de la existencia de sindicatos.
      Nuestros enemigos fueron siempre los patrioteros franquistas por parte española y los neo-nazis alemanes, sin que entre ellos hubiese armonía alguna. Cada uno a lo suyo, con su ignorancia y bastante analfabetismo.

      1. Jesús Riveros Aquino -Perú-

        Gracias José García Peña por tan fraterna respuesta a mi comentario.
        Ojalá siempre destaquemos la importancia de ser trabajadores, de tener la dignidad de sobrevivir por nuestro propio esfuerzo mediante ese bien común para todos los seres humanos: EL TRABAJO (Aunque respetando concepto, podría decir: FUERZA DE TRABAJO)

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