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Una vaca bien sagrada. ¿Por qué el gasto militar es intocable?

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04/02/11
En los círculos de la defensa, «recortar» el presupuesto del Pentágono ha vuelto a ser un tema de conversación. El país no debe confundir esa cháchara con la realidad. Cualquier recorte que se haga, a lo más, reduciría la tasa de crecimiento del gasto. Los hechos esenciales son: los gastos militares de EE.UU. hoy en día son iguales a los de todas las otras naciones del mundo juntas, una situación sin precedentes en la historia moderna.

El Pentágono gasta actualmente más en dólares constantes de lo que en ningún momento durante la Guerra Fría – esto a pesar de la ausencia de cualquier cosa que se aproxime remotamente a lo que los expertos de seguridad nacional llaman «competidor par». ¿El Imperio del Mal? Existe sólo existe en la imaginación febril de aquellos que tiemblan ante la perspectiva de que China sume un oxidado portaaviones ruso a su flota o los que toman en serio los delirios de los islamistas radicales que prometen, desde el fondo de sus cuevas, unir a la Umma en un nuevo califato.

¿Que qué están comprando los estadounidenses? Lamentablemente, no mucho. A pesar de los exorbitantes gastos (por no hablar de los esfuerzos y sacrificios de las tropas estadounidenses), el retorno sobre su inversión es, por decirlo suavemente, poco impresionante. La lección principal que surge de los campos de batalla de la era post-11S es la siguiente: el Pentágono simplemente no llega a traducir su «supremacía militar» en una victoria que valga la pena mencionar.

Washington sabe cómo se inician las guerras y la manera de prolongarlas, pero no tiene ni la menor idea de cómo acabarlas. Irak, la última adición a la lista de las guerras olvidadas de Estados Unidos, se presenta como la Prueba A. Cada bomba que explota en Bagdad o en alguna ciudad iraquí, salpicando sangre por toda la calle, pone de manifiesto lo absurdo que es juzgar «la oleada» como la hazaña épica que celebra el lobby Petraeus.

Los problemas son de carácter estratégico y operacional. Las expectativas de la Guerra Fría, de proyectar el poder de los EE.UU. para aumentar la influencia y la posición estadounidenses, ya no es aplicable, sobre todo en el mundo islámico. Allí, las actividades militares estadounidenses están, por el contrario, fomentando la inestabilidad y el anti-americanismo. Como Prueba B, basta ver la ciénaga profunda en que se ha convertido lo que Washington denomina AfPak – el teatro de operaciones militares afgano-pakistaní.

Sume a eso la montaña de pruebas que demuestran que Pentágono, Inc. es una empresa pésimamente gestionada: absolutamente obstinada, hinchada, lenta y propensa al despilfarro en una escala prodigiosa – especialmente en temas de adquisición de armas y tercerización a «contratistas» de funciones anteriormente militares. En lo que respecta a la seguridad nacional, como principal criterio de decisión, la eficacia (lo que funciona) siempre debe prevalecer sobre la eficiencia (pero, ¿a qué precio?). Sin embargo, más allá de cierto nivel, la ineficiencia socava la eficacia, y el Pentágono es notable en exceder ese nivel. En comparación, las muy vilipendiadas Tres Grandes de Detroit (Ford, General Motors y Chrysler) son prototipos de empresas bien administradas.

Defensas inexpugnables

Todo esto ocurre en un contexto de crecientes problemas domésticos: el alto desempleo, un billón de dólares de déficit federal, la gigantesca deuda, que sigue creciendo, y déficits en educación, infraestructura y empleo, todos claman atención.

Sin embargo, el presupuesto de defensa – nombre inapropiado, ya que para el Pentágono, Inc. la defensa, per se, es irrelevante – el presupuesto sigue siendo una vaca sagrada. ¿Por qué?

La respuesta reside en entender las defensas alrededor de esa vaca, que se aseguran de que permanezca intacta e intocable. Ejemplificando lo que a los militares les gusta llamar «defensa en profundidad», ese escudo consiste en cuatro barreras distintas, pero que se protegen mutuamente.

Egoísmo institucional: La victoria en la Segunda Guerra Mundial no produjo paz, pero una atmósfera de crisis de seguridad nacional permanente. Como nunca antes en la historia de los EE.UU., las amenazas a la existencia de la nación parecían omnipresentes, una actitud que emergió a finales de la década de 1940 y que aún persiste. En Washington, el miedo – en parte real, en parte artificial – desencadenó una poderosa respuesta.

Una de las consecuencias fue el surgimiento del estado de la seguridad nacional, una serie de instituciones que dependen de (y por lo tanto se esforzaron para perpetuar) esta atmósfera de crisis y, así, justificar su existencia, su estatus, sus prerrogativas y sus presupuestos. Además, surgió una industria armamentística permanente, que pronto se convirtió en una importante fuente de empleo y de ganancias corporativas. Los políticos de ambos partidos se apresuraron a identificar las ventajas de la adaptación a este «complejo militar-industrial», tal como lo describió el Presidente Eisenhower.

Aliado a este vasto aparato -que transforma dólares en créditos fiscales, beneficios empresariales, contribuciones de campaña y votos (y alimentándose de él)- había un eje de seudo intelectuales – los ‘laboratorios’, apoyados por el gobierno, los institutos universitarios de investigación, las publicaciones, los grupos de reflexión, y los lobbys de la industria (muchos de ellos integrados por altos ex-funcionarios de gobierno) – dedicado a la identificación (o a la creación) de ostensibles amenazas a la seguridad nacional, siempre supuestamente graves y siempre empeorando, para luego elaborar respuestas a las mismas.

El resultado: en Washington, las voces de peso en todos los ‘debates’ sobre la seguridad nacional comparten una predisposición para el sostenimiento de elevadísimos niveles de gasto militar, por razones que tienen cada vez menos que ver con el bienestar del país.

Inercia estratégica: En un documento de 1948 del Departamento de Estado, el diplomático George F. Kennan hacía la siguiente observación: «Tenemos alrededor de 50 por ciento de la riqueza del mundo, pero sólo el 6,3 por ciento de su población.» El desafío que enfrentan los políticos estadounidenses, continuaba, es «diseñar un modelo de relaciones que nos permita mantener esta disparidad». Aquí tenemos una descripción de los propósitos de los Estados Unidos que es mucho más sincera que toda la retórica sobre la promoción de la libertad y la democracia, la búsqueda de la paz mundial, o el ejercicio de un liderazgo global.

El fin de la Segunda Guerra Mundial encontró a los Estados Unidos en una posición de privilegio espectacular. No en vano, los estadounidenses recuerdan la época inmediata de posguerra como una Edad de Oro de prosperidad para la clase media. Los políticos, desde la época de Kennan, han tratado de conservar esa posición privilegiada. Sin embargo, sus esfuerzos han sido, en gran parte, inútiles.

Luego, en 1950, los políticos (con Kennan, para entonces, convertido en un notable disidente) llegaron a la conclusión de que la posesión y el despliegue del poder militar era la clave para preservar el estado de exaltación de los Estados Unidos. La presencia de las fuerzas de los EE.UU. en el extranjero y su demostrada voluntad de intervenir, ya sea abierta o encubiertamente, en cualquier lugar del planeta promoverían la estabilidad, garantizarían el acceso de los EE.UU. a los mercados y los recursos, y, en general, servirían para aumentar la influencia del país ante amigos y enemigos – esa era la idea, en todo caso.

En la Europa y el Japón de posguerra, esta fórmula logró considerables éxitos. En otras lugares – especialmente en Corea, Vietnam, América Latina, y (sobre todo después de 1980) en el llamado Gran Oriente Medio – o bien produjo resultados mixtos o fracasó catastróficamente. Ciertamente que los acontecimientos de la era post-11S brindan pocas razones para creer que ese paradigma de presencia/proyección de poder sirve de antídoto ante la amenaza que representa el yihadismo violento anti-occidente. En todo caso, la obstinación con dicho paradigma está exacerbando el problema al crear aún más animosidad anti-estadounidense.

Uno podría pensar que las manifiestas deficiencias del enfoque de presencia/proyección de poder – los miles de millones gastados en Irak, y ¿para qué? – podrían llevar a Washington a cuestionarse sobre su estrategia de seguridad nacional. Podría parecer que un poco de introspección vendría bien. Por ejemplo, ¿no sería beneficioso cambiar de enfoque para mantener lo que queda del estatus de privilegio de los Estados Unidos?

Sin embargo, hay pocos indicios de que nuestros líderes políticos, los cuerpos de oficiales superiores, o quienes forman la opinión pública desde fuera del gobierno, sean capaces de entretener tales debates. Ya sea por ignorancia, arrogancia, o falta de imaginación, el paradigma estratégico preexistente persiste tercamente, de modo que, también, como si por defecto, persisten los altos niveles de gasto militar que implica la estrategia.

Disonancia cultural: Debemos olvidarnos de la idea de que el surgimiento del movimiento Tea Party haya curado las divisiones producidas por las «guerras culturales». La agitación cultural desatada en la década de 1960, y centrada en Vietnam, sigue siendo un asunto pendiente en este país.

Entre otras cosas, los años sesenta destruyeron el consenso estadounidense, forjado durante la Segunda Guerra Mundial, sobre el significado de patriotismo. Durante la llamada Guerra Buena, el amor a la patria implicaba, incluso requería, el respeto al estado, evidenciado más claramente en la voluntad de la gente a aceptar la autoridad del gobierno de imponer el servicio militar obligatorio. Los soldados estadounidenses en esa época, la mayoría de ellos reclutados, eran la encarnación del patriotismo, arriesgando su vida para defender al país.

El soldado estadounidense de la Segunda Guerra Mundial era el estadounidense común y, tanto representaban como reflejaban, los valores de la nación de la que procedían (una percepción confirmada por el hecho irónico de que los militares se adhirieron a las normas vigentes de segregación racial). Era «nuestro ejército» debido a que el ejército éramos «nosotros».

Con Vietnam, las cosas se volvieron más complicadas. Los partidarios de la guerra sostenían que la tradición de la 2da Guerra Mundial era, todavía, aplicable: el patriotismo exigía respeto a las órdenes del Estado. Los opositores, en cambio, especialmente aquellos que se enfrentaban a la perspectiva del servicio militar obligatorio, insistían en lo contrario. Ellos revivieron la distinción, formulada una generación antes por el periodista radical Randolph Bourne, que separa al país y el estado. Los verdaderos patriotas, los que verdaderamente aman a su país, eran quienes se oponían a las políticas estatales que consideraban equivocadas, ilegales o inmorales.

En muchos aspectos, los soldados que lucharon en la guerra de Vietnam se encontraron incómodamente atrapados en el centro de esta controversia. ¿Era el soldado muerto en Vietnam en un mártir, una figura trágica, o un tonto útil? ¿Quién merece mayor admiración: el soldado que luchó con valentía y sin quejarse o el que sirvió y luego se volvió un opositor de la guerra? ¿O era el verdadero héroe el que se resistió a la guerra – el que nunca sirvió?

El fin de la guerra dejó sin resolver estas desconcertantes cuestiones y la decisión del presidente Richard Nixon en 1971 de acabar con el servicio militar obligatorio a favor de una Fuerza de Voluntarios, basada en la idea de que el país podría ser mejor servido con un ejército que no fuera «nosotros», sólo complicó aún más las cosas. Así, también, lo hicieron las tendencias en la política estadounidense, donde auténticos héroes de guerra (George H.W. Bush, Bob Dole, John Kerry y John McCain) perdían elecciones ante opositores con credenciales militares inexistentes o excesivamente leves (Bill Clinton, George W. Bush, y Barack Obama), pero que, una vez en el cargo, demostraron una notable propensión a derramar la sangre de otros estadounidenses (¡por supuesto que nunca la de miembros de sus propias familias!) en lugares como Somalia, Irak y Afganistán. Todo era más que un poco indecoroso.

El patriotismo, un concepto simple en otra época, se había convertido en algo confuso y polémico. ¿Qué obligaciones, si alguna, impone el patriotismo? Y si la respuesta es ninguna – opción que cada vez más estadounidenses consideran correcta – entonces, ¿sigue siendo el patriotismo, en sí, una propuesta viable?

Queriendo responder a esa pregunta de manera afirmativa – para distraer nuestra atención del hecho de que el patriotismo se había convertido en poco más que una excusa para lanzar fuegos artificiales y tomar un ocasional día de descanso – la gente y los políticos encontraron una manera de hacerlo exaltando a los estadounidenses que elegían servir en uniforme. La idea fue la siguiente: los soldados ofrecen prueba viviente de que los Estados Unidos son, todavía, un lugar por el que vale la pena morir, que el patriotismo (al menos en algunos sectores) se mantiene vivo y saludable; por consiguiente, los soldados son lo ‘mejor’ de la nación, comprometidos con «algo más grande que sí mismos» en una tierra que, de otra manera, estaba cada vez más absorta en la búsqueda de una definición materialista y narcisistas de auto-realización.

En efecto, los soldados ofrecían una garantía harto necesaria de que aún sobrevivirían los valores de la ‘vieja guardia’, aunque limitados a un segmento pequeño y poco representativo de la sociedad estadounidense. En lugar de ser Juan del Pueblo, el guerrero de hoy es un icono, y es considerado moralmente superior al resto de la nación para la cual lucha, depositario de las virtudes que sostienen la pretensión, cada vez más dudosa, de la singularidad de la nación.

Políticamente, por lo tanto, «apoyar a las tropas» se ha convertido en un imperativo categórico de todo el espectro político. En teoría, dicho apoyo podría traducirse en la determinación de proteger a las tropas contra abusos, o en desconfianza antes de comprometer a los soldados a guerras innecesarias o innecesariamente costosas. En la práctica, sin embargo, «apoyar a las tropas» ha encontrado su expresión en una insistencia en darle al Pentágono carta blanca para disponer de los recursos del tesoro de la nación, creando enormes barreras para cualquier propuesta de reducción que afecte, más que simbólicamente, el gasto militar.

Historia mal recordada: El duopolio de la política estadounidense ya no permite una posición anti-intervencionista con principios. Ambos partidos son partidos pro-guerra. Se diferencian, principalmente, en las razones que esbozan para defender el intervencionismo. Los republicanos promocionan la libertad, los demócratas hacen hincapié en los derechos humanos. Los resultados tienden a ser los mismos: una inclinación por un activismo que sostiene una incesante demanda de altos niveles de gastos militares.

Históricamente, la política estadounidense alimentaba una viva tradición anti-intervencionista. Sus principales proponentes incluyen figuras como George Washington y John Quincy Adams. Esa tradición encuentra su fundamento no en principios pacifistas, una posición que nunca ha atraído un amplio apoyo en este país, pero en el realismo pragmático. ¿Qué pasó con esa tradición realista? En pocas palabras, la Segunda Guerra Mundial la mató – o por lo menos la desacreditó. Los anti-intervencionistas perdieron el intenso debate que se produjo entre 1939 y 1941, y su causa quedó, a partir de entonces, marcada con la etiqueta de «aislacionismo».

El paso del tiempo ha transformado la Segunda Guerra Mundial de una masiva tragedia en un cuento moralista, que tilda de canallas a los opositores de la intervención. Ya sea explícita o implícitamente, el debate sobre cómo deben los Estados Unidos responder a alguna amenaza ostensible – Irak en 2003, Irán, hoy – es sólo una repetición del debate que terminó, finalmente, con los acontecimientos del 7 de diciembre de 1941. Expresar, hoy, escepticismo sobre la necesidad y la prudencia de usar la fuerza militar es invitar a la acusación de ser un pacificador o un aislacionista. Pocos políticos o personas que aspiran al poder se arriesgarán a las consecuencias de ser así etiquetados.

En este sentido, la política estadounidense sigue estando atrapada en la década de 1930 – siempre se descubre un nuevo Hitler, siempre privilegiando la retórica de Churchill – a pesar de que las circunstancias en que vivimos hoy en día tienen poca semejanza a aquella época. Sólo hubo un Hitler, y está muerto desde hace tiempo. En cuanto a Churchill, sus logros y su legado son mucho más mixtos de lo que sus batallones de defensores están dispuestos a reconocer. Y, si alguien merece un crédito especial por la demolición del Reich de Hitler y por la victoria aliada de la Segunda Guerra Mundial, es Josef Stalin, un dictador tan vil y criminal como el propio Hitler.

Mientras los estadounidenses no acepten estos hechos, hasta que no acepten una visión más matizada de la Segunda Guerra Mundial, una que tome plenamente en cuenta las implicaciones políticas y morales de la alianza de los Estados Unidos con la Unión Soviética y de la campaña de bombardeos de destrucción dirigida contra Alemania y Japón, la versión mítica de la «Guerra Buena» seguirá proporcionando justificaciones simplistas para seguir esquivando la pregunta de siempre: ¿cuánto es suficiente?

Al igual que las barreras de seguridad concéntricas dispuestas alrededor del Pentágono, estos cuatro factores – egoísmo institucional, la inercia estratégica, la disonancia cultural y la historia mal recordada – protegen el presupuesto militar de un análisis serio. Para los defensores de un enfoque militarizado de la política, éstas barreras son fuente de recursos muy valiosos, que están dispuestos a defender a toda costa.

– El autor, Andrew J. Bacevich, es profesor de historia y relaciones internacionales en la Universidad de Boston. Su libro más reciente es el Reglamento de Washington: Camino de Estados Unidos de Guerra Permanente.

Traducción para www.sinpermiso.info: Antonio Zighelboim

*Fuente: Sin Permiso

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