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La calle tunecina

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En Túnez, sigue el pulso entre el Gobierno y la población sublevada. El cambio ocurrido el 27 de enero es una victoria de la calle; el mantenimiento del primer ministro Ghanuchi, símbolo de la colaboración obediente a Ben Ali, es en cambio una garantía dada a los partidarios de una cierta continuidad. Nada está pues decidido y todo parece más incierto a medida que pasan los días. Es inevitable dado el carácter absolutamente original e inesperado de la revuelta contra el régimen. El movimiento ha surgido de las bases profundas de la sociedad, de las clases populares más desheredadas; arrancó en la periferia del país, de las ciudades y pueblos más pobres, para desplegarse en oleadas hasta las ciudades señoriales y alcanzar por último Túnez, la capital.

Estamos ante un movimiento espontáneo, estimulado solo por la cólera, el repudio a padecer los símbolos, los hombres y las mujeres del poder indigno. Pero desde antes de la explosión, los sindicatos regionales y la dirección nacional de la UGTT habían sostenido reivindicaciones sociales concretas (empleo, rechazo de la precariedad, aumento del poder adquisitivo, etcétera) para paliar los efectos de las grandes desigualdades creadas estos últimos años.

Lejos de apaciguar estas reivindicaciones, la huida de Ben Ali las ha incrementado: asistimos a un cara a cara entre las aspiraciones populares y las resistencias del sistema instaurado por el expresidente. La revuelta popular reviste dos aspectos: por un lado, exige la disolución de las estructuras políticas del antiguo régimen y la desaparición de los hombres y mujeres que lo representaban; por el otro, demanda una reforma profunda de las relaciones entre grupos sociales que favorezca los intereses de los más desamparados. Todo ello en un contexto de desorganización flagrante y de ausencia de dirección política reconocida y legítima. La figura de esta confrontación es la que opone al Gobierno, sin legitimidad real, y la calle, sin legitimidad formal. Es en este crisol donde se resolverá la revolución democrática tunecina.

Lo que ha dado fuerza a esta revolución ha sido la alianza de todas las clases y grupos de la sociedad para deshacerse de la dictadura de Ben Ali; mientras dure esta alianza, las fuerzas que podrían tirar de un lado u otro al país no pueden hacer gran cosa. Pero basta que aparezcan fisuras entre estas fuerzas sociales para que la batalla cambie de contenido. Por ello a los partidarios del antiguo régimen les interesa romper este frente de clase para captar las fuerzas que querían la desaparición de la dictadura pero no del sistema social que les aseguraba una situación cómoda.

Las clases medias son los principales objetivos. En los últimos 10 años se han diferenciado. Se han constituido unas clases medias altas en el ámbito de los negocios, las profesiones liberales, el comercio y los servicios, pero la mayoría se ha desclasado socialmente y ha quedado relegada o bien a un funcionariado mal pagado, o directamente a la pobreza. Estas últimas son las clases sociales que, junto a las populares precarizadas y marginadas, han sido la punta de lanza de la revuelta. La indecisión de las orientaciones políticas y sociales del poder actual, añadida a la inseguridad contrarrestada de momento por el toque de queda, podría provocar una situación caótica propicia para la ruptura de la solidaridad entre las clases. El tiempo juega a favor de los partidarios de la autoridad, que esperan la ampliación de esas fisuras para presentarse como un mal menor frente al caos. Los grupos sociales privilegiados denuncian la huelga que persiste, el cierre de los colegios, la inactividad de los servicios públicos, etcétera. El rechazo al «desorden» hace pues su aparición y puede convertirse en el punto de unión de todas las fuerzas que por razones a menudo distintas no quieren correr el riesgo de la aventura.

Ghanuchi intenta reunir a su alrededor un amplio abanico de representantes de la sociedad. Pero, a falta de refundición de las instituciones y de reformas, tendrá dificultades en convencer. La policía se esconde y el Ejército se mantiene en una posición arbitral. El general Rachid Ammar, jefe del Estado Mayor, ha recordado durante una manifestación que «el Ejército nacional es garante de la revolución». Frase que puede tener varias interpretaciones. Las manifestaciones en El Cairo van a ayudar seguramente a los tunecinos en su determinación. Pero la represión que empieza en Egipto dará también ideas a los enemigos de la democracia en el mundo árabe.

Traducción de M. Sampons.

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