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El trágico sino del presidente Frei Montalva

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Tras años de investigación, el lunes 7 del presente dictó, el juez Alejandro Madrid, orden de detención en contra de seis personas a quienes acusó de ser autores y cómplices del asesinato del ex presidente de Chile don Eduardo Frei Montalva, que se desempeñara en dicho cargo entre los años 1964 y 1970. Tal circunstancia obliga a referirnos, aunque sea brevemente, a la vida y obra de este hombre de estado. Previo es, sin embargo, establecer las premisas de la exposición.

LA ERA DE FREI MONTALVA

Un modo de producción no es solamente una forma de producir; es, además, una forma de vida. Por lo mismo, los individuos que viven dentro de determinado modo de producción viven y actúan de la manera como producen; sus reglas se establecen de acuerdo a esas prácticas y sus valores no son sino aquellos que se originan en esas formas de producir. Por eso, si somos rigurosos y aplicamos con sabiduría tales parámetros, no podemos sino afirmar que Eduardo Frei Montalva ha sido y será uno de los más extraordinarios personajes a quienes ha correspondido desempeñar el alto cargo de presidente de la nación chilena. Excelente orador, individuo sagaz, visionario, supo codearse con los grandes líderes mundiales y elevar a Chile a un sitial de prestigio internacional nunca antes alcanzado. Bajo su gobierno, y a pesar de los factores desfavorables que se presentaron en su período, el país sudamericano experimentó un desarrollo sin precedentes. No fueron pocas las innovaciones realizadas bajo su conducción: reformas introducidas a la estructura institucional de la nación a fin de aumentar la participación ciudadana en la toma de decisiones, ejecución de numerosas obras públicas de gran envergadura, ampliación de las relaciones diplomáticas con naciones aisladas por los países occidentales, en fin. No vale la pena enumerarlas.

Frei no llegó por simple casualidad al máximo escalón de la jerarquía nacional; fue elevado hasta allí por la acción de un partido ─la Falange Nacional─ a cuya formación y desarrollo contribuyera de manera casi decisiva. Dicha organización política se originó al escindirse y adquirir vida propia un sector del Partido Conservador, deslumbrado por aplicar con rigurosidad la nueva doctrina social de la Iglesia y transformarse en ‘la’ alternativa católica a los partidos Socialista y Comunista. La Falange devino en Partido Demócrata Cristiano en 1958 captando a un vasto sector social que vio en el slogan de la ‘Revolución en Libertad’ la solución a los grandes problemas nacionales. Frei representó a un gobierno realizador, pero profundamente antimarxista; tan antimarxista como solamente podría serlo un cristiano fundamentalista. Baste decir aquí que su campaña para ser electo presidente se realizó, precisamente, bajo ese signo, utilizando un juego de palabras dentro del cual su apellido había de jugar un rol trascendental: puesto que ‘frei’ significa ‘libertad’, en el idioma alemán, su figura misma pasaba a encarnar esa ‘libertad’, contrapuesta por entero a la alternativa marxista (Allende) calificada como ‘opresión soviética’. Esta referencia al ‘sovietismo’ se aprovechó, además, con referencia al partido de fútbol realizado, en 1962, entre los equipos de Rusia y Chile, cuando este último venció a aquella 2 por 1; el slogan de la campaña presidencial de Frei fue ‘Rusia 1, Chile 2’, aludiéndose al número uno que correspondió en el sorteo de lugar dentro de la papeleta electoral al candidato del Frente Popular Salvador Allende y al número dos que era el del propio abanderado demócrata cristiano.

Es justo reconocer que las bases sociales de la Democracia Cristiana no fueron estrictamente reaccionarias como lo era (y lo es, actualmente) su homóloga europea. Por el contrario: en la Democracia Cristiana chilena reconocía filas un amplio sector del campesinado nacional, otro de la clase obrera, gran cantidad de las llamadas capas medias (empleados públicos y privados) y una masa indeterminada de universitarios. Pero su directiva continuaba siendo conservadora y tremendamente arribista.

Por ello, los problemas no tardaron en hacerse presentes en el gobierno de Frei. Dos grandes huelgas terminaron en masacres ─El Salvador y Puerto Montt─ y los sectores más comprometidos con los cambios dentro del partido comenzaron a distanciarse de la dirección hasta culminar con la separación de toda su juventud y la constitución de un nuevo destacamento político que, junto a los otros partidos populares, se abocó a la constitución de una alianza denominada ‘Unidad Popular’. La era de Frei no sólo terminó con graves enfrentamientos entre la policía y sectores populares, sino con el convencimiento generalizado acerca de la necesidad de introducir profundos cambios a la estructura de la nación. El programa del candidato demócrata cristiano Radomiro Tomic recogía todos esos anhelos; pero el elegido para llevarlos a cabo sería el presidente Salvador Allende.

EL TRIUNFO DE LA UNIDAD POPULAR Y EL GOLPE MILITAR

Frei tiñó su gobierno no sólo con sangre obrera. Prejuicioso, convencido que la maldad anidaba en los partidos que se declaraban marxistas, vació su anticomunismo visceral contra la persona del triunfante candidato popular, Salvador Allende. La elección de Allende lo descontroló. Y fue tal su indignación que, al momento de terciar Tomás Pablo, presidente del Senado de ese entonces, la banda presidencial sobre el torso del candidato electo, su rostro se descompuso quedando así, retratado, para la posteridad, en las fotografías que hoy pueblan las páginas de Internet. A diferencia de Jorge Alessandri y Radomiro Tomic, que no sólo reconocieron su derrota sino fueron a saludar al presidente electo, Frei jamás aceptó ese triunfo. Por el contrario: condicionó el reconocimiento que, tradicionalmente, se daba a quienes obtenían la mayoría relativa para acceder al cargo de presidente, a la firma de un estatuto de garantías constitucionales, hecho insólito en la república sudamericana, inédito, humillante, atrevido, afrentoso, denigrante, en contra de los integrantes de una coalición por quienes sentía una visceral desconfianza.

En 1973, Frei y sus camaradas del PDC (PatricioAylwin, Rafael Moreno, Renán Fuentealba, entre otros), derrotados en las urnas en las elecciones parlamentarias de marzo de ese año, aterrados ante un gobierno cuya conducción les parecía el preludio de un ‘despeñadero’, convencidos que Chile era arrastrado inconteniblemente hacia la órbita soviética, corrieron a golpear las puertas de los institutos armados. El golpe militar se desencadenó no solamente porque los naturales representantes del capital lo quisieran así, sino porque fueron apoyados por la base social que aún conservaba la Democracia Cristiana, profundamente antimarxista, tremendamente conservadora.

Fue aquel un tremendo error. Cuando Frei, luego del golpe, y en su calidad de presidente del Senado, fue a saludar a la Junta de Gobierno, instalada en el edificio ‘Gabriela Mistral’, donde dos años antes se había realizado la reunión de la UNCTAD, las nuevas autoridades le requisaron el vehículo en que viajaba. Así y todo, la Democracia Cristiana apoyó eficazmente a la dictadura en sus primeros años, que fueron de prisión, tortura y exterminio de opositores. Fueron demócrata cristianos quienes se instalaron en los organismos e instituciones del estado a fin de perseguir a los ex militantes de la Unidad Popular. Juan Hamilton Depassier, Juan de Dios Carmona, Patricio Rojas, William Thayer Ojeda, Jorge Cauas, Andrés Zaldívar, Claudio Orrego, Enrique Krauss, Modesto Collados, José Piñera, Máximo Pacheco, Salustio Montalva Concha, Arturo Barriga Cavada, Sergio Molina, entre muchos otros, se pusieron bajo las órdenes de la Junta Militar. Algunos de ellos tomaron el control de las empresas estatales; otros se incorporaron a organismos de gobierno. No puede acusárseles de haber entregado a los militares las listas de las personas a quienes había de despedirse, encarcelarse o ejecutarse por razones políticas, pero tampoco puede defendérseles como personas ajenas o inocentes a la comisión de tales deleznables hechos.

EL RETORNO DE FREI MONTALVA

Los años, no obstante, pasan. La verdad vuelve a tener su hora. El momento de quienes, antes, conspiraron para hacerse acreedores a lo que tienen, llega por fin. Los sectores populares, golpeados en forma inclemente, se ven obligados a posponer sus anhelos y a convivir con los verdugos y delatores. Entonces, el que antes era enemigo se convierte en su líder y un teatro, el ‘Caupolicán’ puede abrir su inmenso vientre para recibir a quienes piensan en la posibilidad de construir un Chile mejor. Una ‘izquierda’ abatida, derrotada estratégicamente, está dispuesta a aceptar todo lo que sea. Incluso a una Democracia Cristiana que, sin hacer un mínimo acto de contrición, aparece liderando junto a connotados radicales que otrora fueran oposición al Gobierno Popular las instituciones oficiales de defensa de los derechos humanos.

No puede suponerse que Frei cambiase su posición en 1980, y la luz de los acontecimientos ─como las lenguas de fuego de Pentecostés (se cuenta) lo hicieran sobre las cabezas de los apóstoles─ haya caído sobre la suya para darle conocer esa verdad que nos hace libres (‘veritas libera nos’); pero tampoco puede decirse que ello no haya sucedido.

La muerte violenta de quien fuera su edecán militar, el general Oscar Bonilla Bradanovic, el 3 de marzo de 1975, pudo haberlo hecho reflexionar al respecto; o tal vez, la muerte, también ‘accidental’ de los expertos franceses que llegaron a investigar ese ‘accidente’. Incluso, la violenta ejecución de su sobrino Eugenio Ruiz-Tagle Orrego, en Antofagasta, a manos de los militares liderados por otro conocido suyo, el general Sergio Arellano Stark. Lo cierto es que el líder demócrata cristiano, el ‘Tata’Frei, de pie en el escenario, con los brazos elevados al cielo, en medio de los aplausos de los presentes, se transformó, de súbito, en el portavoz de todos ellos al demandar para Chile una Constitución libre, democrática, redactada por la ciudadanía en una Asamblea Constituyente soberana. Frei volvía a conmover con su discurso: era el mismo orador de la ‘Marcha de la Patria Joven’, inspirado, expresivo, de fácil locución, hablando a las masas reunidas de esa juventud que brota por todos los rincones de la tierra para converger en ese sueño suyo de antaño, transformada en ‘la Patria’ emergida de las tinieblas.

Como muchas personas que ignoran la fuerza que emana de sus actos o ademanes, no sabía Frei, sin embargo, lo que podía desencadenar su sola palabra y presencia. En 1973, había sido su intervención uno de los factores decisivos en el desencadenamiento del más feroz y sangriento golpe de estado del que se tenga memoria en toda la historia de la república; en 1980, fueron sus propias palabras las que lo llevaron a su inmolación. Transformado en el líder carismático por excelencia de los sectores antidictatoriales, en el líder indiscutido de la oposición, en sujeto indeseable, en ser tremendamente molesto, Frei debía morir a manos de la dictadura, porque las estructuras jerárquicas o piramidales, conocedoras que así se derrumba la organización construida sobre una figura, eliminan al sujeto colocado en la cúspide opositora para lograr sus propósitos. Así, el líder demócrata cristiano no sería diferente a aquellas excrecencias que, a decir de Santo Tomás, han de ser extirpadas del cuerpo para guardar su salud. Y, porque, tal vez, y luego de él, podría volver ese temido ‘cáncer marxista’ al que tenía horror el jefe de la FACH Jorge Gustavo Leigh Guzmán.

‘La ocasión hace al ladrón’, dice un refrán popular; también la ocasión hace al asesino, al cómplice y al encubridor. Y esa ocasión se presentó en diciembre de 1981 cuando el líder demócrata cristiano debió someterse a una operación para eliminar una hernia al hiato de la que padecía. Nada mejor que aprovechar esa circunstancia. Incluso con la participación de médicos demócrata cristianos, profundamente antimarxistas, convencidos que la Junta Militar había iniciado una cruzada contra los infieles a la manera que Torquemada lo hiciera con los judíos en la España del Medioevo. El ejército había estado experimentando, en esos años, con una serie de ‘expertos’, algunos de los pormenores de la llamada ‘guerra bacteriológica’; Eugenio Berríos era uno de aquellos. Para eliminar a Frei bastaba solamente debilitar sus defensas, dejar al cuerpo inerme; porque los microorganismos harían el resto. Tal fue el macabro plan. Así, el 22 de enero de 1982, el ‘Tata’ que había creado tantas expectativas dentro de los sectores más golpeados por la dictadura, dejó de existir en medio de la consternación general. El peligro de una explosión popular había sido conjurado. 

LA ERA DE LA CONCERTACIÓN DE PARTIDOS POR LA DEMOCRACIA

Al iniciarse el período de la ‘democracia post dictatorial’ asumió, en el carácter de presidente de Chile, Patricio Aylwin Azócar, personaje ambicioso, deseoso de pasar a la historia en esa calidad, también involucrado en la gestión y consumación del golpe militar. Como era de esperarse, socialistas y comunistas le dieron sus votos; solamente estaban interesados en sacar a Pinochet de la cabeza de la nación. Convencidos que Aylwin sería controlado por un conjunto de partidos (Socialista, Por la Democracia y Radical) que daba vida y continuidad a la alianza llamada ‘Concertación de Partidos por la Democracia’ iniciaron a partir de ese momento una estrecha colaboración con las demás organizaciones. Por lo demás, confiaban en la dirección de los dos primeros partidos donde aparecían muchos elementos ‘revolucionarios’ (Max Marambio, Oscar Guillermo Garretón, Gonzalo Martner, Enrique Correa, Alexis Guardia, Roberto Pizarro, Jaime Gazmuri, Camilo Escalona, Ricardo Núñez, en fin) que iban a llevar por buen camino a la alianza. Tremendo error. O ingenuidad. Nada de ello ocurrió. Los ‘revolucionarios’ se mostraron en su más desoladora desnudez a poco de iniciar su marcha el gobierno: la dictadura militar comenzó a perpetuarse en la democracia recién instalada; sus conductores fueron los encargados de hacer valer el legado de Pinochet.

En 1993 la Democracia Cristiana impuso a la Concertación de Partidos Por la Democracia el nombre de Eduardo Alfredo Juan Bernardo Frei Ruiz-Tagle como candidato a la presidencia por la Concertación, cuarto hijo del desaparecido político, quien había de asumir al año siguiente 1994 para extender su período hasta el año 2000. Existían ya, a esa fecha, graves sospechas en torno al extraño deceso de Frei Montalva que se agravaron al conocerse el asesinato del químico de la DINA, Eugenio Berríos, durante el mes de noviembre de 1992, en la república de Uruguay, país al cual había recurrido en demanda de refugio. Sin embargo, Frei Ruíz-Tagle no concedió mayor importancia al hecho. Ni siquiera a las demás graves violaciones a los derechos humanos cometidas en los años de la dictadura Y es que el anticomunismo de su padre se le había transmitido como parte de su acervo cultural. Eduardo Alfredo Juan Bernardo estaba tan convencido de la necesidad de un golpe militar para terminar con el gobierno de la Unidad Popular que, a poco de consumarse éste, como muchos otros chilenos convencidos de tan divina misión, también acudió hasta la Junta Militar, en compañía de su mujer, a efectuar donaciones para la llamada ‘Reconstrucción Nacional’, agradecido de los servicios prestados por las fuerzas armadas.

Fue más tarde cuando comenzó recién a poner en duda lo que había sido su vida hasta entonces. Según lo expresara en una corta biografía escrita de su puño y letra, publicada en ‘El Mercurio de 13 del presente:

“En los años ochenta solía visitar al cardenal Raúl Silva Henríquez, quien me privilegió con su amistad, su sabiduría y sus consejos. Un día me tomó la mano y me dijo: "Eduardo, tú no puedes permanecer tranquilo mientras en Chile haya personas viviendo en la pobreza". Esa breve frase fue el estímulo necesario para ingresar a la política. En 1987 el país ya empezaba a pensar en el plebiscito del año siguiente.”

Durante su gobierno, no obstante, favoreció al empresariado e intentó, por todos los medios, de mantener buenas relaciones con las fuerzas armadas. No hubo preocupación alguna suya por los pobres, por los trabajadores, por los exonerados ni por los jubilados. No investigó ni mostró mayor interés en averiguar acerca de la muerte de su padre, el ex presidente Frei; mucho menos, a indagar en materia de derechos humanos acerca de personas que ni siquiera conocía. Su indolencia, al respecto, era tal que, en una entrevista que le hiciera el diario digital El Mostrador, expresa Carmen Soria, viuda del asesinado diplomático español Carmelo Soria, con desconsuelo, las siguientes palabras al respecto:

“El que Eduardo Frei Montalva haya sido asesinado o muerto por la intervención de terceras personas era un secreto a voces para todo el país. Quiero ser muy respetuosa con la familia. Es terrible cuando te das cuenta las maneras brutales que tenían de asesinar. Pero lo de Frei (Ruiz-Tagle) me parece de un oportunismo político feroz. Cuando fue Presidente de la República nunca recibió a las agrupaciones de familiares. Yo le pedí audiencia y nunca me recibió. Es muy duro decir que ellos van a utilizar esto para la campaña, pero lo que yo le cuestiono, es que siendo Presidente de la República no trató ni siquiera de indagar lo que había pasado con su padre y tampoco acompañó a su hermana cuando presentó la querella ¿Por qué le va a importar ahora?”

No puede culpabilizarse a Eduardo Frei Ruiz-Tagle de su propia carencia de empatía. No sólo estaba inscrita en su propio acervo hereditario cultural, sino formaba parte del ideario de la Concertación que buscaba gobernar ‘con tranquilidad’ y sin remover el pasado. Porque era deseo de la Concertación que nuevos sujetos, nuevos actores se encargaran de escribir la historia. Y de conformar nuevas alianzas. El verdugo podría abrazar a su víctima sin temer una reacción desmedida. Y las víctimas habían de acostumbrarse a vivir con el verdugo de los suyos. Porque no hay que olvidar una premisa esencial: la ‘reconciliación’ consiste, precisamente, en añadir a la tragedia de quien experimenta  sufrimiento el acervo de su propia humillación; en suma, que conviva necesariamente con su agresor. De esa manera, el pasado quedaría atrás, por decirlo así. Atrás quedarían, también, los sueños de justicia o de compensación. Para que esas ideas se realizaran de manera exitosa, quienes se hacían cargo de la administración del estado debían alegar que el dinero en arcas fiscales jamás había de alcanzar para indemnizar a las víctimas y que siempre deberían otorgarse mezquinas sumas a quienes eran víctimas del estado de emergencia que había vivido el país. La paz de la nación exigía acallar las voces que demandaban castigos para los culpables. Ergo, solamente las personas ‘renovadas’, cuya calidad se encontrase suficientemente acreditada por los gestores del ‘consenso nacional’, podrían acceder a los cargos de gobierno.  Entonces, nuevas figuras, nuevos rostros comenzaron a construir esa ‘patria nueva’, ‘renovada’, ‘aséptica’, inmaculada, donde sólo existiría lugar para la telenovela, la farándula y el espectáculo. 

RASGOS DE LA EJECUCIÓN DE UN JEFE DE ESTADO

El asesinato de Eduardo Frei Montalva marca un hito histórico, sin lugar a dudas. Pero no debe sorprender. En Chile, el asesinato de un jefe de estado presenta dos grandes caracteres:

   1. En primer lugar, no es algo nuevo en su historia republicana;
   2. En segundo lugar, es ejecutado directamente por militares, o por orden de alguno o algunos de quienes comandan los institutos armados.

Nos explicamos. Correspondió al coronel Don Manuel Rodríguez Erdoyza, que se desempeñara por unos meses en el cargo de Director Supremo de la República, tener la triste suerte de convertirse en el primer jefe de estado cuya muerte fue decretada por el poder militar. El magnicidio se llevó a efecto en la localidad de Til-Til y su ejecución fue encomendada al oficial español Manuel Antonio Navarro, a las órdenes del general Bernardo O’Higgins y por encargo de éste. El segundo en sufrir idéntico sino fue el general don José Miguel Carrera Verdugo, fusilado en Mendoza por orden del gobernador de esa ciudad coronel Antonio de Pueyrredón, según instrucciones acordadas entre los generales José de San Martín y Bernardo O’Higgins. El tercer jefe de estado, si es que puede llamársele de esa manera ─aunque el máximo representante del país era en aquel entonces el general José Joaquín Prieto─, fue el ministro Diego Portales Palazuelos, ejecutado en el cerro Placeres, de Valparaíso, por un grupo de soldados a las órdenes del teniente Luis Florín.

No se sabe a ciencia cierta si el Presidente Salvador Allende fue muerto por el grupo invasor que comandaba el general Javier Palacios, tras el bombardeo de La Moneda, o si aquel fue un simple suicidio como parece entenderlo la mayoría de los autores contemporáneos. Las declaraciones de Danilo Bartulín quien, en un principio, aceptara la tesis del suicidio y, posteriormente, pusiera en duda sus propias convicciones, y las enigmáticas palabras que pronunciara el general Jorge Gustavo Leigh cuando se le interrogara al respecto, no dan pie a que se suponga aquello:

“Eso, dejémoslo para la Historia”.

El asesinato de los gobernantes constituyó una forma corriente para efectuar el traspaso de poder en el Egipto antiguo; no fue de modo diferente en la vieja Grecia ni en Roma, herederas ambas de la cultura egipcia. Porque las sociedades se reproducen. Lo hacen sobre sí mismas, en sus miembros y sobre sus propios valores. Y reproducen todo aquello que les ha permitido continuar siendo lo que han sido. Por eso, los imperios que se organizaron, con posterioridad, en las naciones europeas, practicaron el asesinato de gobernantes como parte de su política habitual en la disputa por el poder. En Inglaterra, dan cuenta de ello las obras de William Shakespeare y la propia historia de la realeza británica. No parece necesario recordar, en la era contemporánea los asesinatos de los presidentes norteamericanos, en especial el de John Fitzgerald Kennedy, y de quienes seguían su política, su hermano Robert, Martin Luther King, el líder afroamericano Malcom X, el líder obrero James Riddle Jimmy Hoffa, en fin. Que el poder militar haya realizado en Chile el asesinato de un jefe de estado como lo fue Eduardo Frei Montalva, no debe extrañar; las disputas por el poder incluyen esa forma de resolver los conflictos de poder dentro de las clases dominantes así como la realización de los golpes de estado; no por algo los tratadistas (en su mayoría, ‘intelectuales patentados’) los explican en su carácter de regímenes de excepción dentro del funcionamiento del modo de producción vigente, concediendo a su normatividad la fuerza de la legitimidad. 

EL TRÁGICO SINO DE FREI MONTALVA

No deja de ser trágico el sino de Eduardo Frei Montalva, como hombre de estado. Aterrado ante lo que suponía una pesadilla comunista de la que le parecía imposible de despertar, volvió sus ojos a las fuerzas armadas intentando resolver, vía ‘manu militari’, los conflictos de clase del estado chileno. Torpe y poco reflexiva decisión: los incendios no se apagan con bencina. Las grandes decisiones siempre han de adoptarse con el auxilio de la teoría.

Así es. Porque si bien es cierto funciona el modo de producción capitalista, normalmente, dentro de una forma democrática de gobierno, no es menos cierto que también puede hacerlo en forma de régimen de excepción. La primera se denomina ‘democracia’; la segunda, ‘dictadura’. Adviene una dictadura, entonces, cuando las transformaciones que se pretenden introducir al sistema vigente van más allá de los límites tolerados por el mismo. En tal caso, el poder militar entra a resolver la contradicción para evitar que el sistema se desvirtúe. Entonces, las organizaciones políticas que representan naturalmente los intereses de las clases dominantes se reconocen representadas por esa dictadura y, voluntariamente, se disuelven. No ocurre de esa manera con las organizaciones populares que son obligatoriamente disueltas. Corren idéntica suerte las organizaciones políticas que no siendo representantes naturales del capital participan del juego político dentro de los márgenes del sistema, como la Democracia Cristiana chilena. Y cuando una de estas organizaciones recurre a la intervención militar, implícitamente confiesa su incapacidad de resolver de manera democrática los conflictos sociales. Por eso, una apelación en ese sentido es, al mismo tiempo, una invitación al poder militar a entronizarse en la dirección de la nación. Lo cual, a la vez, convierte a esa organización política en opositora a la perpetuación del nuevo poder. Por eso, al dar su consentimiento al ejercicio irrestricto del poder militar, como hombre libre que era firmó Eduardo Frei, al mismo tiempo, su sentencia de muerte. Porque, al abogar por el establecimiento de una dictadura, simultáneamente ponía fin a su derecho a disentir, a su derecho a expresar libremente las opiniones que tenía; renunciaba, en suma, a su derecho a ser persona. Y al protestar en contra de ello, al transformarse en líder del descontento, se convertía no sólo en opositor sino en ‘el principal’ opositor. Buscando terminar con los fantasmas de su niñez, había abierto las compuertas al ingreso incontenible de las fuerzas que los engendros de la vida adulta hacen posible y ponen fin a la existencia de quienes sueñan con la libertad. Frei actuó, por consiguiente, como artífice y constructor de su propio destino; fue constructor de su propia inmolación. Había legado a su cuarto hijo ese antimarxismo enfermizo que le había acompañado durante toda su vida; no podía sino recibir el fruto de lo que había sembrado: Frei hijo no iría a colaborar con la investigación de su muerte sino hasta pasado un largo tiempo. Por eso, convertido en presidente, fue incapaz y poco ocurrente en emplear el mandato que tenía para resolver aquel enigma. Necesitaría mucho tiempo para madurar en la práctica del ejercicio del poder para entender, finalmente, lo que había sucedido no sólo con su padre sino con muchos otros chilenos. 
Santiago, diciembre de 2009

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