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La muerte de un pibe en zapatillas

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Se quisiera tocar todas las puertas,
y preguntar por no sé quién; y luego
ver a los pobres, y, llorando quedos,
dar pedacitos de pan fresco a todos.
Y saquear a los ricos sus viñedos
con las dos manos santas
que a un golpe de luz
volaron desclavadas de la Cruz!

César Vallejo

(APe).- En Córdoba, a la salida de un boliche una barra de muchachos se lanzó a la caza de un grupo de adolescentes que parecían distintos. Atraparon a uno, lo tiraron al piso y lo golpearon hasta desmayarlo. Un rato después el chico moría en el hospital de Villa Dolores. Los diarios titularon el hecho como “La muerte de un flogger”.

En el Cementerio Alemán de Chacarita algunos skinheads, entre ellos varios menores, homenajearon al capitán del Graf Spee a 69 años del hundimiento del acorazado en el Río de la Plata. Lo hicieron con banderas rojas decoradas con esvásticas y, como no podía ser de otra manera, al grito de consignas antisemitas.

La aparición de las tribus urbanas viene provocando desde hace tiempo el asombro indignado de la sociedad adulta que se confiesa incapaz de entender a los jóvenes que ella misma ha formado y los mira con aprensión, como si fuesen una colonia de hongos venenosos crecidos de la noche a la mañana en las veredas de la calle Corrientes.

Sin embargo, cada una de las ramas en las que se organiza el universo adolescente, no deja de ser, observada en detalle, una exacerbación o deformación de nuestras propias fobias, obsesiones y manías. Los jóvenes construyen sus identidades con restos de las nuestras. Peinados para el costado o para atrás, vestidos de rojo, de negro o de amarillo, ellos son nosotros aunque nos cueste reconocernos.

Los chicos que cazaron y mataron a otro adolescente como si fuera un antílope raro en estas latitudes, no lo hicieron en nombre de nuevas ideas, siempre consideradas peligrosas, sino que obedecieron a un mandato adulto, mucho más viejo que ellos y aún que sus propios padres. Ellos mismos reconocen que salieron a cazar al diferente, al que usa otras ropas, se peina distinto y habla un dialecto que los irrita. De igual manera, nuestros jóvenes nazis, aunque suenen patéticos y descentrados, como barras bravas escupiendo insultos en medio del silencio de una partida de ajedrez, agitan sin saberlo la bandera del mismo odio legendario.

Tanto skinheads como cazadores de floggers se consideran propietarios de una normalidad cultural y hasta genética, que en algún momento de sus vidas alguno de nosotros les vendió, con escritura y todo, como si fuese un terrenito en Pilar, donde de ninguna manera ellos van a permitir que proliferen pastos dudosos ni yuyos extraños.

El chico de Córdoba se llamaba Guillermo, tenía 16 años, tenía padre y amigos. Los titulares siguen hablando de “La muerte de un flogger”, así como Arthur Miller hace muchos años llamó “La muerte de un viajante” a su monumento teatral, para hacernos notar que la muerte con traje gastado y zapatos de viajante de comercio es mucho más dramática y reconocible que un esqueleto pelado y desnudo.

Hoy la palabra “flogger” también le presta su peinado, sus zapatillas de lona y sus pantalones chupines a la muerte, pero en este caso, en vez de acercarla, la aleja y desdibuja. El nombre de la tribu parece estar ahí sólo para tranquilizarnos, para decirnos que esta vez no fue uno de nosotros. Que la víctima era diferente.
23/12/08

* Fuente: Agencia Pelota de Trapo

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