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Bajos fondos de la política

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La política debiera ser una activad noble, pero cuando se trata del poder por el  poder, sin objetivos, sin sueños, se prostituye y se precipita a los bajos fondos. Es cierto que la política no es un asunto de monjes epicurianos – que buscan el placer y evitan el dolor – sino una actividad social que, a veces, exige ensuciarse las manos: no siempre la ética congenia con el poder, pero la relación entre los políticos y los negocios termina enlodando la política. Es un poco de esto lo que ha ocurrido en el Chile transaccional. Los partidos políticos son necesarios para la democracia siempre y cuando canalicen las expectativas de la ciudadanía hacia el Estado: en una democracia sin ciudadanos, como la chilena, sólo puede existir la hegemonía de las plutocracias, las oligarquías y las castas.

Tanto la Concertación, como la Alianza por Chile muestran síntomas de decadencia: en el fondo, la mayoría de los partidos políticos han sido repudiados por los ciudadanos, que se manifiesta, especialmente, en la no inscripción electoral, la abstención y los votos nulos y blancos. Muchas veces escucho a personas, cuyo rechazo a la casta política es notorio, manifestando que votarán en blanco o nulo, incluso en la elección presidencial, donde los candidatos posibles pertenecen a la “tercera edad” y todos ellos han sido partícipes de la llamada democracia de los acuerdos, una especie de bipolio que elimina la competencia y, además, excluye a la soberanía popular. ¿Qué legitimidad tendrá un Presidente elegido por una cuarta parte de los ciudadanos aptos para votar?

El Chile de hoy es manejado por burócratas y tecnócratas, sean estos de la Concertación o de la Alianza. La política es una verdadera jaula de hierro weberiana. En los partidos, las instancias democráticas se han convertido en una burla a los pocos militantes que continúan en ellos; el Congreso demócrata cristiano fue traicionado, en cada uno de sus principios, por la directiva de este conglomerado. Lo que interesa a las fracciones es dominar la comisión política para poder así repartirse el botín parlamentario y de la administración del Estado. En realidad, los partidos son más bien burocracias tecnocráticas, grupos de amigos, asociaciones de operadores políticos y, como en las monarquías, hay príncipes, duques, condes y demás cargos nobiliarios, todos ellos se encargan de manipular el poder a su antojo, repartiéndose las plantillas parlamentarias, de alcaldes y concejales, intendentes y grandes gerentes de empresas del Estado.

En diecisiete años los partidos de la Concertación han sido incapaces de terminar con el legado antidemocrático de Augusto Pinochet: se ha cumplido la idea de Jaime Guzmán, un ideólogo conservador, a quien se le ha construido en su memoria un muy inmerecido monumento, de que el gobierno opositor de ese entonces estará amarrado por corsé institucional, que lo obligará a hacer política dentro de los marcos del autoritarismo. En diecisiete años los partidos políticos han sido incapaces de atraer a los ciudadanos y en todas las encuestas están clasificados en los últimos lugares.

En un artículo anterior había señalado que todos los partidos políticos han perdido votación desde 1960 a 2008, en el caso de los históricos, y desde el comienzo de la transición, respecto a los nuevos. Hay derrumbes catastróficos, como el de la Democracia Cristiana, pero también estancamientos, como es el caso de los socialistas. ¿A qué se debe este deterioro? En primer lugar, los partidos políticos en la transición carecen de ideología, sólo practican el pragmatismo más ramplón; en segundo lugar, adolecen de militancia activa y únicamente están compuestos por funcionarios públicos; en tercer lugar, son burocracias, como las jaulas de hierro weberianas: las directivas actuales tienen como función primordial el reparto del botín. Hay más mercenarios y condotieris que idealistas.

En toda decadencia lo viejo se niega a morir: los líderes y dirigentes, acostumbrados por diecisiete años a manejar de determinada forma, les es muy difícil cambiar los males hábitos adquiridos en tan largo período. Es esto lo que está ocurriendo tanto en la Concertación, como en la Alianza: son consubstancialmente incapaces de cambiar y, así, despertar siquiera alguna esperanza. Es francamente ridículo la idea de imitación de la metodología seguida por Barack Obama, en un Chile agotado por tanto inmovilismo.

La idea de la banalización de la política no es nueva en la filosofía: ya Platón planteó el gobierno de los filósofos; posteriormente, Saint Simon, el profundo de los llamados socialistas utópicos, visualizó la administración de las cosas en reemplazo del Estado; en este pensador, los leguleyos, los curas, los políticos, eran las clases ociosas – los zánganos- contra las abejas laboriosas, cuya mejor expresión eran los banqueros y empresarios, incluso planteó un parlamento newtoniano, que estuviera presidido por estos financistas –  si hubiera sabido que en la reciente crisis estas clases están sindicadas como las culpables del colapso económico y financiero-. El neoliberal Hayek repite un parlamento no muy distinto al del noble francés, ahora compuesto por los vencedores del mercado.

En una política banalizada quienes dominan son loas tecnócratas, acompañados de operadores políticos, cuya única capacidad se reduce a manipular el poder de la administración pública. ¿Qué ocurre con los partidos políticos en esta jaula de hierro? La lucha se reduce al canibalismo: se trata de aniquilar al rival para conservar el poder; cada dirigente actúa más en razón de intereses personales y de grupo, que el bien común del partido.

El PPD, por ejemplo, carece de una ideología que le dé sustento: está integrado por diversos retazos de antiguos partidos: ex Mapu, IC, comunistas y radicales. Sus pensamientos pueden ir desde los tecnócratas de Expansiva hasta el ecologismo de Guido Girardi. El PPD, de partido instrumental, cuyo santo patrono, Ricardo Lagos, se ha convertido en una agrupación tipo Art Nouveau, pues en él pueden convivir, sin problema, personajes de los más diversos orígenes y creencias, que hacen muy difícil, para el lego, captar qué los une que no sea la administración del Estado.

El PPD es un poco el patito feo, tanto para los demócrata cristianos, como para los socialistas; da la impresión de que les disputa una cierta parte del electorado menos ideologizado; su presidente actual, Pepe Auth, es una especie de hippie, aparentemente anacrónico en pleno, siglo XXI; no tiene nada que ver con los pokemones, pelolais, ni ondulais, tampoco se enmarca dentro de la cultura guachaca. En menos de un mes ha proclamado a cuanto candidato pasa por su mente, especialmente a Eduardo Frei, un genial estadista con lenguaje un poco rural y, ahora, provocando la lipiria del comisario del pueblo, Camilo Escalona, designa al dueño del partido, Ricardo Lagos Escobar.

El  PPD no ha dejado de ser adolescente, en fondo sigue siendo un partido instrumental, con intenciones de convertirse en el más nuevo y renovado de los partidos de la Concertación. Con el escándalo del Chideportes, el PPD perdió a algunos de sus dirigentes, entre ellos Jorge Schaulsohn, Fernando Flores y Esteban Valenzuela, que pasaron a formar el Chile Primero; hoy están divididos entre los que apoyan a Piñera y otros que quieren mantener la independencia.

Auth y Escalona, como los payasos del circo, se han lanzado todo tipo de improperios para, posteriormente, ponerse en la buena.  Escalona acusa a Auth de provocar divisiones en el partido socialista apoyando a los críticos de su autoritaria dirección.

El Partido Socialista no es ni la sombra de la agrupación revolucionaria soñada por sus fundadores; hoy sólo se trata de humanizar el neo liberalismo y, sobretodo, de convertirse en un partido gobernante que se distribuye los cargos; el concepto de disciplina, propiciado por la directiva de Escalona, no difiere mucho de los métodos de la ex RDA. La nueva izquierda se ha apropiado del partido, logrando el apoyo de los apitutados militantes para elegir a Camilo Escalona como su presidente. Ya nada queda de la libertad de debate que caracterizó a este partido. Si bien hay algunos que mantienen los postulados de izquierda, estos son rápidamente opacados por el poder burocrático y autoritario de la directiva.

El programa de gobierno debe ser seguido al pie de la letra, tan como la Vulgata de la Contrarreforma: quien se atreve a pensar o legislar distinto a tan sagrado texto, es condenado como díscolo.

En  a Democracia Cristiana, el partido más golpeado por la decadencia, no se visualiza ninguna autocrítica, salvo la pretensión de los llamados “príncipes”, Orrego, Undurraga e Ignacio Walter, que muy ridículamente quieren convertirse en Obamas chilenos, y sólo les alcanza para líderes de Comuna. El drama de la Democracia Cristiana no está en los dirigentes, sino en la obsolescencia ideológica, la falta de militantes y el burocratismo y sus fracciones.

Poco se puede esperar de una política tan estrecha como la actual. Estamos muy lejos, lamentablemente, de una redignificación de la política; mucho me temo que nos pueda ocurrir algo similar a Venezuela o a Italia. Se dice que nos salvamos por la inexistencia de un líder populista, pero en situaciones de crisis aguda puede aparecer.
20/ 11/08

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