Lo primero que aparece a mi vista es una cola de cien personas en un paradero del Transantiago. Y lo último que veo, casi todos los días en un taco que tengo que pasar a las 7 de la tarde, es una de esas micros repleta como lata de sardinas, llena de gente cansada que apenas puede respirar, de pie, y que miran con miradas vacías y resignadas porque saben que todavía tienen una o dos horas de viaje en esas condiciones.