Peña finge no saber que el poder real no se encuentra en las instituciones políticas del Estado sino en los grandes grupos económicos que, amparados en los «derechos» que les reconoce el sistema político, tienen la facultad de adoptar las decisiones claves para el futuro de una sociedad –las referidas al modo de utilizar el excedente socialmente producido–, restringiendo la «reflexión racional» sobre los problemas sociales al rígido marco que ellas imponen y distorsionándola además con las numerosas presiones y dádivas que efectivamente ejercen esos poderes fácticos sobre los «representantes».