21 de abril de 2020
Quién hubiera podido predecir que una catástrofe de esta magnitud sucedería cuando en el país más poderoso del mundo, supuestamente destinado a encabezar los esfuerzos colectivos, gobierna un individuo zafio que se jacta de su xenofobia y su misoginia, que tiene a Oriente Medio convertido en una bomba de tiempo, que desató una sangrienta guerra comercial con China y otra guerra a cuchillazos nada menos que contra Naciones Unidas, que aceleró la calamidad ecológica planetaria porque no cree en la ciencia, que tiene a miles de sus compatriotas contagiados ahogándose en pasillos de hospitales colapsados o en estacionamientos, pero él sigue como si nada, impertérrito, como esos matones del Oeste que avanzaban por el medio de la calle disparando a diestra y siniestra.
Y ahora, en el fragor de una peste de tintes bíblicos, cuando habría que estar aunando fuerzas, cotejando estrategias, compartiendo conocimientos o intercambiando insumos médicos, el tipo se va en picada nada menos que contra la Organización Mundial de la Salud, un organismo desgastado y cargado de vicios, pero que en un momento límite como este es la única institución global que puede coordinar y canalizar los esfuerzos mundiales en una pandemia de la cual no se sale solo.
Pero el bueno de Trump sí quiere salvarse solo y ha proseguido la fuga hacia adelante repartiendo patadones de karateca hacia todos lados, tratando de comprar a la mala una vacuna de los alemanes, disputándose con los vecinos, olvidándose de sus aliados, mandando a freír monos las recomendaciones científicas, poniendo gángsters en los aeropuertos para robar allí cualquier mascarilla o respirador vaya donde vaya: si este hubiera sido el hundimiento del Titanic, el rol de Trump hubiera sido el de ese tipo que se disfrazó de anciana para meterse en un bote.
Como si no bastara, le salieron replicantes en varios países (Hungría, Filipinas, Turquía…), y entre ellos nada menos que en el más grande y poderoso de América del Sur, Brasil, presidido por un palurdo evangélico de apellido Bolsonaro, un sujeto que está convencido de que las dictaduras militares son lo mejor, que los pueblos amazónicos deben desaparecer, que las mujeres y los negros son inferiores, y que el coronavirus no es más que “una gripecita”.
Este cóctel sucede en un mundo en crisis donde los políticos y las instituciones están deslegitimados como nunca, como consecuencia de otro virus que lleva treinta años asediando al planeta: la política, la verdadera política, fue secuestrada por el gran capital, todo o casi todo fue quedando en manos de financieros, economistas y empresarios: tipos que básicamente sabían de números y estadísticas, o de ganar plata, comenzaron a tener más poder que la mayoría de los presidentes del mundo, y más dinero que países enteros.
Llenaron el globo de paraísos fiscales (lugares solo para ricos donde se pueden cometer todo tipo de tropelías económicas y latrocinios con una apariencia legal), se compraron o cooptaron casi todos los medios de comunicación y las universidades, sobornaron a gran parte de la centroizquierda, crearon miles de fundaciones “de beneficencia”, propagaron a sangre y fuego sus encíclicas sagradas (como la reiterada falacia de que subir los impuestos a las grandes empresas o a los ricos frena la economía), y un etcétera más o menos infinito.
Llegaron a tener tanto poder que perdieron el pudor y ya nos les bastó con operar desde la sombra, y quisieron apropiarse también de los puestos políticos más visibles. Donald Trump, Silvio Berlusconi y Sebastián Piñera son tres casos calcados: después de amasar fortunas inmensas con dentelladas de tiburones, saltaron directamente desde el ruedo brutal de las mesas especulativas a los más altos cargos de la república. Coinciden los tres por lo menos en un rasgo: desprecian la cultura y con dificultad han leído un par de libros enteros en su vida.
¿No es una locura que el 1% de los ciudadanos sea dueño del 82% de los bienes del mundo?
¿No es una locura que los estados permitan que las empresas les entreguen dinero por debajo de la mesa a políticos y partidos? ¿No es eso estrangular las más elementales reglas democráticas?
¿No es una locura que vivamos sometidos a un sistema financiero donde menos del 5% de sus intercambios se respaldan en cualquier forma de producción real, lo que quiere decir que el 95% es pura especulación? ¿No es una locura que en muchas de las principales universidades haya cursos que enseñan expresamente cómo evadir impuestos?
¿No es una locura que casi todos los países más ricos -incluyendo España- tengan como ingreso principal la venta de armas, unas armas que no pocas veces acaban en manos de grupos que después los atacan a ellos mismos? ¿No es una locura que las armas se compren y se vendan de noche, en hoteles caros y misteriosos, sin control de impuestos, sin el más mínimo seguimiento ni control público?
¿No es una locura que se multipliquen las sequías y la plagas y los cataclismos y todavía no nos demos cuenta de que somos responsables? ¿No es toda una señal que durante la cuarentena estén reapareciendo todo tipo de animales en los lugares más increíbles, y que en tantos lugares los cielos se vean azules por primera vez en mucho tiempo?
Etcétera.
Sin embargo, lo que no pudieron los alegatos de tantos intelectuales influyentes, lo que no pudieron ni siquiera las millones de personas que en decenas de países salieron el último año a la calle e hicieron tambalear a varios gobiernos, lo está pudiendo un virus que mide diez mil veces menos que un milímetro.
Ahora sí, por fin, se está viniendo abajo un castillo de naipes que parecía perfecto: “El gobierno del 1%, por el 1% y para el 1%”, según expresión del Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz. No es el capitalismo el que está herido de muerte: es el tipo de capitalismo –neoliberal- que inauguraron Margaret Thatcher y Ronald Reagan en los años ochenta. ¿Alguien puede imaginar a algún candidato a presidente de la república, en cualquier país del mundo, declarando hoy: “Yo propongo que la salud la dejemos en manos de los privados”?
“Los gobiernos deben ver sus servicios públicos como una inversión y no como un lastre, y buscar modos para que el mercado de trabajo no sea tan inseguro. La distribución de la riqueza debe volver a estar en la agenda: los privilegios de los ricos deben ser cuestionados. El salario mínimo y los impuestos a la riqueza deben estar en el programa”: esto no es parte de ningún manifiesto comunista, esto lo afirmó hace unos días un editorial del Financial Times, un diario que está en el corazón del sistema económico imperante.
El mayor triunfo del neoliberalismo fue convencernos a todos de que la política no nos incumbe, que es un asunto de “técnicos”, o de políticos profesionales más o menos corruptos que no tienen nada que ver con nosotros. Pero la pandemia lo removió todo, y todo se está poniendo en cuestión. El virus es tan concreto y tan brutal que en la calle se ha ido instalando una suerte de sentido común contra la retórica economicista (“la vida humana está antes que la economía”). Previo a todo esto ya el mundo venía soliviantado, habían ido estallando protestas multitudinarias en las más diferentes ciudades del mundo, en movimientos liderados principalmente por jóvenes y por mujeres, muy descontentos con el estado de las cosas. El virus vino a confirmar sus peores sospechas.
El autor, Pablo Andrés Azocar Hidalgo, es escritor y periodista (San Fernando, Chile, 1959). Autor de novela, cuento, poesía y ensayo: “Natalia”, novela 1990, El señor que aparece de espaldas”, novela 1997, “Vivir no es nada nuevo”, cuentos,1998 , “Pinochet. Epitafio para un tirano”, ensayo, 1999 y “ El placer de los demás”, poesía, 2009. Trabajó como editor inter regional de Inter Press Service (IPS) en Portugal, habiendo ocupado funciones periodísticas en esa agencia en Italia, España, Costa Rica, Bélgica y Francia. En la actualidad vive en Santiago y enseña literatura. Artículo de opinión enviado a Other News por el autor, el 19.04.2020
*Fuente: OtherNews
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