Alexander Nevsky
por José Bengoa (Chile)
4 años atrás 7 min lectura
Alexander Nevsky[1]
Hace 48 años Salvador Allende ingresaba a La Moneda después de haber jurado aquí cerca, en una sala del Congreso Nacional. Yo estaba vestido de terno negro y corbata de humita, y cantábamos con el coro y sinfónica de la Universidad de Chile, el triunfo de Alexander Nevsky. Instalados frente a la puerta de la Plaza de la Constitución, al son de las campanas y sonajas de la batalla de los hielos, voceábamos en un remedo de ruso, la maravillosa música de Prokofiev. [2]
“Ningún enemigo
pisará nuestro suelo
vayan y díganle a los extranjeros
que serán bienvenidos
pero si vienen con la espada
con la espada morirán…”
Mis compañeras del coro, cual campesinas de Nóvgorod cantaban estas patrióticas palabras que teníamos traducidas y escritas a mano en la partitura. Salvador Allende se bajó del vehículo e iba a entrar a la casa de los presidentes y se dio vuelta, miró a la orquesta y al coro, alzo la mano y nos saludó con un gesto que hasta hoy recuerdo vivamente. Ingresaba a La Moneda de la que saldría envuelto, ya muerto, en un poncho andino tres años más tarde.
Esa noche se abrieron efectivamente las grandes alamedas. La gran avenida se llenó de gente y en cada esquina había alguna actividad cultural. Caminábamos entre la multitud llenos de esperanzas en un momento en que parecía que la Historia nos pertenecía y el viento soplaba a nuestro favor. En la Plaza Bulnes se había instalado un escenario donde el teatro de la Universidad de Chile, ya tarde en la noche, interpretó “Los que van quedando en el camino” de Isidora Aguirre en la que se relata la matanza de Ranquil y la lucha de los campesinos, los hermanos Sagredo. Creo que ha sido la única vez que he visto esa maravillosa obra y no estoy seguro, pero si lo creo, que era el propio Víctor Jara quien la dirigía en ese entonces. Cientos de personas sentadas en el suelo escuchábamos esas voces que llamaban a la libertad de los esclavos de la tierra, los inquilinos.
Traigo estos recuerdos de lo que era la calle ese día 4 de noviembre de 1970; llena de cultura y premoniciones. Porque no me cabe duda a los casi cincuenta años que han pasado, que en ese guión se encontraba buena parte de las claves de lo que ocurrió posteriormente, y del sentido de Salvador Allende en la historia chilena y quizá en la historia universal. Hoy las Plazas y Alamedas están nuevamente llenas de lo que alguna vez llamamos «pueblo«, con sus cantos, bailes, fogatas, y también enojos. Cada generación tiene el derecho de transitar por esas calles, sintiendo que los demás son hermanos y que son millones quienes quieren un mundo mejor. Quizá es la forma más adecuada de sentirse parte de este país
Allende imprimió a la lucha política un fuerte sentido patriótico. Puede que fuese el sentido de esos tiempos. Pero a él se le ocurrió aquello de “la revolución con empanadas y vino tinto”; y no fue menor. El eje del programa y la política seguida fue la nacionalización del cobre. Será siempre recordada la Unidad Popular por este acto de dignidad e independencia nacional. Y no por casualidad la respuesta fue brutal: la frase de Nixon/Kissinger, los apretaremos «hasta que griten de dolor«, en una traducción suelta, lo dice todo. Pero no todo. Los sicarios nacionales siguen allí hasta el día de hoy, a pesar de que cada cierto tiempo se desclasifican nuevas evidencias, se escriben nuevos libros y se sabe más, con pelos y señales, de quienes fueron los enemigos internos, los que se aliaron al extranjero. Bien escogida estaba la música de Prokofiev esa tarde del 4 noviembre de 1970. Y con los años crece y crece la importancia de la revolución agraria que se produjo en esos años. La ola expropiatoria venia de antes, pero a partir de esa primavera, se transformó en un maremoto. Algo tienen las primaveras en este país de tan fríos inviernos. Días después –solo unos pocos días- explotó la provincia de Cautín, y la prensa lo llamó el Cautinazo. Los mapuche se tomaron los fundos, de Lautaro, Allende viajó a Temuco y se reunió con las organizaciones indígenas, Jacques Chonchol se instaló como Ministro en terreno o en campaña, en el sur insubordinado. Luego fueron las otras provincias y en menos de dos años todos los fundos de más de 80 hectáreas de riego básico habían sido expropiados. Una ola de dignidad recorrió el campo chileno. Los siervos de la gleba se habían levantado como lo habían declarado los Sagredo en boca de Isidora Aguirre.
Las consecuencias son determinantes para la historia que hemos vivido y es bueno recordarlo hoy. Se acabó la servidumbre en Chile en la cara del inquilinaje y una conciencia de libertad se apoderó de nuestro pueblo. Hasta el día de hoy. La reacción de los patrones, de sus aliados serviles, los cochenchos, no se hizo esperar. Como lo había hecho desde siempre, la vieja oligarquía de apellidos vinosos, mandó a los mayordomos y capataces hacer el trabajo sucio. Ni siquiera los van a ver a Punta Peuco. Hoy se repite la historia, mandan a los policías a disparar y miran para el lado. Durante casi 20 años escuchamos tronar las voces cuarteleras con acento chillanejo, mientras los de siempre recuperaban sus poderes amenazados. La cantidad de campesinos muertos, desaparecidos, enterrados como en los hornos de Lonquén, son la expresión de ese rencor por haberse levantado. Haber osado levantarse.
Las viejas trabas feudales se eliminaron, la propiedad privada se expandió hasta el último rincón del territorio, la mano de obra liberada del yugo quedó sujeta a su suerte y al maldito mercado. El pueblo se transformó en “la gente” y el anonimato se apoderó de los hijos de los antiguos inquilinos. Fueron miles ahora quienes fueron quedando en el camino.
Casi exactamente tres años después, me subí a un farol frente a La Moneda en la misma Plaza de la Constitución. Era el 4 de septiembre de 1973 y un nuevo estrado se había construido frente a la puerta de Plaza de la Constitución (sic) en La Moneda. Miles de personas –algunos dicen un millón- pasaban sin cesar frente al Presidente. Estuve más de una hora mirándolo desde mi altura riesgosa de joven apresurado y observador. Triste se le veía. Un poncho de vicuña, café clarito, le cubría la espalda. Saludaba con una sonrisa breve a la multitud que pasaba. La imagen no se me ha borrado nunca. Me imagino lo que pensaba. Miraba con amor y temor a toda esa gente que gritaba que el pueblo unido jamás iba a ser vencido. No me cabe duda que tenía plena conciencia de lo que estaba ocurriendo y lo que le ocurriría a esas personas. Faltaban nueve días para el once de septiembre.
Es por eso que su actitud es la triada que completa ese momento histórico. El pequeño país tuvo la osadía de ponerse de pie frente al Imperio, a lo menos por una vez en su historia. Y las consecuencias fueron terribles. El país y la gente humilde tuvieron la osadía –segunda osadía- de sacudir la esclavitud feudal, el servicio personal pegado a la servidumbre de la tierra, impuesto desde la Conquista por los antiguos encomenderos. Y las consecuencias también fueron horribles. Cuando se escriba con calma la historia del siglo veinte veremos que estas dos ocasiones han sido las determinantes de nuestra historia moderna.
Y la tercera fue la actitud personal del Presidente al morir en La Moneda a la que había ingresado esa tarde al son de Alexander Nevsky. Ese valor heroico – la palabra pareciera ya fuera de moda- hizo que nuestra historia fuera digna, siga siendo moral y ética, y que tuviese sentido que tanta gente fuese quedando en el camino…y que tanta gente, sobre todo joven -que no vivió ese momento pero lo tiene presente- pisen las calles nuevamente.. Dicen que cuando se abren los ojos no se vuelven a cerrar jamás….Quizá en estos días se esté escribiendo otra página de esa Historia Interminable, la de la dignidad, la de sacudirse los viejos yugos feudales que aún quedan de esta sociedad conservadora, autoritaria y jerárquica, …las personas jóvenes, sin saber ni cómo, ni por qué medios, mantienen la memoria, tienen la conciencia, o sub conciencia podría ser, de que es preciso luchar por estos mismos motivos…
Notas:
[1] Texto leído por José Bengoa en el Salón de Honor del antiguo Congreso Nacional, con ocasión de los 44 años del triunfo de la Unidad Popular.
[2] Alexander Nevsky film de Eisentein con música de Prokofief, 1938.
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