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Official Secrets: más que una película, una realidad de los embajadores que fuimos espiados en EE.UU.

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En un invernal viernes de febrero de 2003, una analista de inteligencia inglesa recibió en su computador un memorándum de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, instruyendo a sus colegas británicos espiar al embajador de Chile –el suscrito– y de México, Adolfo Aguilar Zinzer, así como a otros embajadores de Asia y África en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Un tal Frank Koza –el nombre parece sacado de una novela de Eric Ambler–, solicitaba interceptar teléfonos domésticos y oficiales de los embajadores de estos países en Nueva York, además de sus correos electrónicos para presionar a Chile, México y otros miembros a votar favorablemente la guerra contra Irak.

Official Secrets es una película de próximo estreno en Chile, que relata la historia de Katharine Gun, una analista de inteligencia británica de 28 años, que en un invernal viernes de febrero de 2003, recibió en su computador un memorándum de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, instruyendo a sus colegas británicos espiar al embajador de Chile –el suscrito– y de México, Adolfo Aguilar Zinzer, así como a otros embajadores de Asia y Africa en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Un tal Frank Koza –el nombre parece sacado de una novela de Eric Ambler–, solicitaba interceptar teléfonos domésticos y oficiales de los embajadores de estos países en Nueva York, además de sus correos electrónicos para presionar a Chile, México y otros miembros a votar favorablemente la guerra contra Irak.

Katharine se indignó. Estaba informada, tenía convicciones. Había ingresado al servicio para impedir las acciones terroristas no para torcer brazos en las Naciones Unidas. En su pequeña casa londinense, explicó a su compañero -un inmigrante turco– el rechazo que le producía el chantaje contra miembros del Consejo de Seguridad. Era el único órgano que podía declarar ilegal una guerra que ella temía y consideraba inútil.

Dos días más tarde, en una decisión que remecería al gobierno británico, filtró el memorándum al diario The Observer, el que lo publicó, y luego, incapaz de mentir, se declaró responsable y se enfrentó la furia del Estado, de parlamentarios y fiscales, de jueces y periódicos que gritaron: “Traición”. La película relata sobriamente cómo ese acto de valor trastornó su vida, pero cómo cambió al mismo tiempo la visión del conflicto en los británicos y destruyó para siempre el futuro político de quienes –como Tony Blair– impulsaron ciegamente el curso de una guerra ilegal.

Salí del cine en Nueva York recordando que en la Misión en Naciones Unidas sabíamos que nos espiaban desde antes que Katherine tuviera su espléndido gesto de coraje. Por un tiempo era solo una sospecha. Quizás si por haber vivido bajo Pinochet estábamos acostumbrados a pensar que todo teléfono, todo muro o mesa podía estar lleno de micrófonos, o porque desde los ataques a las Torres Gemelas vivíamos en un clima en el que era evidente que la Agencia Nacional de Seguridad había reemplazado la antigua consigna de In God We Trust: el hecho era que nadie en esa embajada olvidaba que un hilo telefónico tenía siempre más de una oreja y que el internet era como una pecera. Si éramos además miembros elegidos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y enfrentábamos una decisión tan trascendental como autorizar otra guerra en el Medio Oriente, ¿cómo no íbamos a pensar que nos espiaban?

Más aún si el propio Kofi Annan lo pensaba.

–Embajador, quiero decirle algo muy breve, ¿tiene tiempo ahora? –me dijo un día de enero tras una reunión del Consejo.

–Sentémonos –le propuse, mostrando la gran mesa ovalada ya vacía.

–No, aquí no –el secretario general rió quedamente–. Esta mesa está llena de micrófonos. Subamos a mi oficina, allí estamos tranquilos.

Era una historia conocida. Se decía que en la Guerra Fría, durante las sesiones del Consejo de Seguridad, rusos y americanos se espiaban mutuamente. Escuchaban en tiempo real las conversaciones de los embajadores con sus consejeros para que abogados y asesores, escondidos en lugares seguros, las analizaran y dictaran argumentos y respuestas por antenas adheridas a inmensos auriculares negros. Pero ese era el pasado, y aunque desde aquel día vi la mesa de Consejo como la cubierta de un mar de cables, cajas de latón y enchufes primitivos, jamás imaginé –tampoco Annan– hasta qué punto el espionaje se desplegaba por todo el edificio de cristal.

Esa tarde, sentados en la oficina de la Secretaría General, estábamos tranquilos, pero no solos. Ninguno de los dos podría haber creído que Tony Blair, el más brillante y moderno de los líderes laboristas, ya había dado la orden de llenar esa pieza y ese escritorio de micrófonos.

Fue en diciembre, en Santiago, cuando Cristián Barros, subsecretario de Relaciones Exteriores, me contó la decisión de la Cancillería. Vamos a mandarte un equipo de Investigaciones a examinar los teléfonos y te instalaremos uno seguro. Si ingresamos al Consejo, más vale estar tranquilos, me dijo. En pocos días se presentaron en mi oficina de Nueva York un par de detectives con el inconfundible aspecto de cumplimiento del deber que tienen tantos de los funcionarios públicos chilenos. Traje oscuro, corbata, bigote, mediana edad, seriedad. Al día siguiente recibí su informe breve y conciso.

–Embajador, todos los teléfonos en su escritorio y en su casa están intervenidos. Pensamos que hay además un micrófono direccional, instalado en un edificio al frente o al lado del nuestro, que está orientado a escuchar las conversaciones en su oficina. Por último, hay micrófonos en la sala de reuniones, probablemente hay otro empotrado dentro de la puerta. Todo lo que usted dice queda registrado. Ahora le vamos a instalar un teléfono cifrado para sus comunicaciones con el Presidente y la Cancillería y necesitamos instruirlo en cómo funciona.

¿Quién es el que graba?, pregunté. No podemos saberlo, dijeron. ¿Podríamos probar que es desde Estados Unidos? Es posible, pero muy difícil, me contestaron. Por lo demás, los servicios como la CIA y la NSA tienen prohibido espiar dentro de los Estados Unidos sin una orden judicial. Si quieren hacerlo sin autorización, deben pedírselo a un país amigo. A los ingleses, por ejemplo.

Fue en febrero, más o menos en la época en que Colin Powell fue inducido por sus colegas a presentar al Consejo un informe falso de la CIA sobre las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein, cuando en nuestra oficina se cayó el internet. Llamamos a un técnico y esa misma tarde Cristián Maquieira, el embajador alterno, asomó la cabeza en mi oficina y con la cara llena de ironía me dijo:

–¿Quieres que te lo cuente yo o quieres darte el gusto de escucharlo tú?

El técnico, joven y con un gorro de lana parecía sorprendido de atraer tanto interés.

–El asunto es bastante simple –me dijo, sentado frente a mí–. Su servicio está perfecto, no tiene ninguna falla, lo que pasa es que a una hora determinada, cada día, todo el caudal de mensajes y documentos de sus computadoras es enviado a la sede de su empresa y por lo tanto el internet es bloqueado por media hora.

–¿Qué sede? –pregunté de inmediato.

–Ah, eso lo sabrá usted –dijo el tipo. Toda sucursal tiene sede. Usted sabrá cuál es la suya.

¿Qué hacer? Pensé en olvidarme de todo y darlo como un hecho inevitable, algo así como una peste de ratones o de las cucarachas que a menudo invaden los departamentos neoyorquinos. Pero cuando una funcionaria de la embajada me dijo que su hermano trabajaba en Boston en una empresa especializada en redes cibernéticas, le dije que se viniera de inmediato. En dos días obtuve su respuesta:

–Efectivamente –me dijo–, toda la correspondencia de esta embajada, los mails, los informes, cada mensaje es capturado y enviado a un lugar que, según he podido determinar, está aproximadamente a una hora de Londres, en Inglaterra.

–¿Qué podemos hacer? –me dijo Cristián cuando le informé. Tenía razón: casi nada.

Mientras Blair dialogaba sobre Irak con el Presidente Lagos, los servicios de espionaje británicos nos espiaban. A veces es una suerte no ser una gran potencia. Cuando una semana más tarde estalló la denuncia de Katharine Gun pensé que al Reino Unido, al final, lo salvan los espíritus libres. En todo británico está el espíritu de George Orwell, solo que algunos no lo usan. Katharine indudablemente lo poseía.

Uno de esos días, mientras caminábamos juntos hacia el Consejo de Seguridad, le comenté la historia a John Negroponte, el embajador norteamericano. Un caso de espionaje, le dije. Gajes del oficio, ¿no? Me di cuenta que sabía bien de lo que hablaba. No hubo humor en su reacción. No estamos autorizados a comentar temas de inteligencia, me contestó. Por un segundo vi una luz de irritación en sus ojos. Pensé: misión cumplida.

Entré a la sala pensando en la inutilidad de la inversión en micrófonos y cables, en horas extras y horarios nocturnos de unos pobres tipos que intervienen teléfonos y computadores a las tres de la mañana. Debíamos discutir una vez más la resolución presentada por los Estados Unidos, el Reino Unido y España autorizando su invasión a Irak. Pocas horas antes, el Presidente Lagos me había instruido comunicar al Consejo que Chile votaría en contra.

*Fuente: El Mostrador

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