Infancia en Dictadura: El crudo testimonio de un niño sobreviviente del hogar de niños de «El Cañaveral»
por Felipe Bastías (Chile)
5 años atrás 6 min lectura
Allá arriba, en el Camino a Farellones. Una profesora descubrió su tragedia. Este niño fue enviado al hospital pues había sido maltratado brutalmente. El autor material de tal brutalidad había sido el tío Polo -Leopoldo Santelices-, quien actuó luego de ello como si nada hubiese pasado.
Pero yo no olvidé. No quise olvidar.
Y mientras crecía, me repetía que algún día tendría que denunciar ésta y otras de las incontables brutalidades e injusticias que perpetró este sujeto en El Cañaveral. Sus víctimas fueron niños indefensos.
El Estado no veló por ellos. Yo viví allí. Fui testigo presencial.
Dificulto que ese niño fracturado por ti te haya borrado de su memoria (discúlpame por tutearte), y dificulto que alguno de esos niños de El Cañaveral haya olvidado tu cara y tu nombre, “tío” Leopoldo Santelices.
Cuántos de ellos, hoy adultos, no guardaron en sus memorias ese grito maldito tuyo por las mañanas: –¡Despierten animales! ¡Despierten bestias!-, consigna con la que nublaste el derecho de esos niños al ver en cada amanecer el anuncio de un mejor porvenir, de un futuro prometedor, de una oportunidad nueva para sonreír y ser felices.
Tengo registros vívidos. Tu entrada al dormitorio y todo era terror. Veo a unos saltando de sus literas a fin de librarse de ese jueguito sádico tuyo de destapar de cuajo sus cuerpos semidesnudos para darles varillazos en los pies. Los pobrecitos se arrojan de los camarotes como saltando al vacío a objeto de huir del personaje más siniestro de ese asilo de infantes. Si uno lo mira en perspectiva, y sin exagerar, El Cañaveral fue reducido por ti, tío Polo, muchísimas, muchísimas veces, a una suerte de campo de concentración, sobre todo pensando en esas víctimas que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en tu camino.
«¡Despierten bestias! ¡Despierten animales!» ¿Recuerdas, tío? ¡Y pobre del niño que se atreviera a darte alguna señal de sueño pendiente o, peor, que se atreviera a ofrecerte alguna forma de resistencia!: en el acto le regalabas una ducha forzosa -qué importaba si era en pleno invierno-, ducha y más duchas que incluían “chinitas” (tipo submarinos), puñetazos, varillazos, manguereos, patadas donde cayeran; duchas que traían consigo castañeteos de dientes, dolores en huesos y cráneos, y fríos que mordían las carnes desnudas de unos niños que eran tratados por ti como parias, como culpables, como animales.
Y esas interminables vueltas olímpicas en la cancha, en invierno y verano, a pata pelá’, con colchones al hombro, a que sometías a unos niños de 7, 8, 10 ó 12 años como castigo por haber cometido el pecado de mearse en sus camas la noche anterior… ¿Recuerdas, tío? ¿Te acuerdas, tío Polo?
Yo sí me acuerdo. De hecho, veo ahora cómo salta sangre de un rostro pequeño y cómo el cuerpo de este niño se azota violentamente contra un suelo de piedra a causa del más brutal golpe de puño que jamás imaginé un adulto pudiera propinarle a un niño indefenso, acciones que uno no encuentra ni en el best seller más terrorífico y fantástico de los que ha escrito Stephen King.
¿O crees que alguno de esos muchachos de El Cañaveral pudo olvidar ese jueguito tuyo de tortura inquisidora con la que te ensañaste por años con nuestro querido compañero. Rogelio Fernández Pérez? ¿Atarlo de los pies y colgarlo con una soga con la cabeza hacia el piso? ¿Dejarlo colgado verticalmente durante horas -todo un día a veces-? ¿Y festinar con la desgracia de este niño? Aún te veo balanceándolo como si se tratara de un péndulo humano y dándole mil vueltas sobre su eje como si el niño fuera un artista circense que divierte al mundo en la cuerda de la muerte, pero aquí tu juego era doblemente perverso, pues Rogelio no era un artista circense sino un niño físicamente vulnerable que, al lado de tu envergadura, parecía un muñequito de trapo con patitas de lana. Y nosotros, que éramos niños, no atinábamos a nada. Éramos tu mudo auditorio. Nuestras risas no eran risas, cabrón; eran muecas que apenas disimulaban el terror que provocaba en nosotros tu sadismo. El vil espectáculo que hacías con la dignidad de Rogelio y esas abominables y macabras risotadas tuyas cuyas resonancias reaparecían como ecos venidos de las tinieblas de las pesadillas de los niños por las noches.
Tarde me enteré que en El Cañaveral había vivido Salvador Allende, y tarde también supe que esta casona había sido acondicionada, luego del golpe militar de 1973, como un hogar “modelo” que albergaría a niños que presentaban necesidades de protección socioafectiva. Ninguno de los niños que allí vivieron llegó a ese albergue por delincuencia ni nada parecido.
No sé, quizás el presidente idealista, Salvador Allende, preparó allí sus palabras de despedida: “Trabajadores de mi Patria… Superarán otros hombres este momento gris y amargo…”.
No sé, pero algo sucede en mi garganta cada vez que leo o escucho estas palabras de despedida de Allende. Sin duda, sus palabras me generan emotividad y me surgen sentimientos de admiración por él, porque creo fue un hombre honesto, pero eso que siento en la garganta, creo, se debe más a que relaciono su mensaje con esos niños que habitaron El Cañaveral en los 70’, niños a los cuales un torturador de menores, cada vez que estuvo de turno, les hizo vivir los momentos más grises y amargos de sus nacientes e inocentes existencias.
El punto es que durante la década de los ’70, en Chile, veinticinco a treinta pequeños estuvieron a merced de un sujeto llamado Leopoldo Santelices, quien transformó un asilo estatal de niños desamparados en su escondite privado para atormentarlos y torturarlos durante años.
¡Más de cuarenta años de impunidad han pasado, pero desde El Cañaveral de esos años emergen las voces de esos niños que lanzan, a través de mi voz, un grito que estalla en el presente clamando al cielo una sanción moral contra este torturador impune de niños!
¡Por todas sus víctimas, por Rogelio Fernández Pérez, por la justicia!, es que hoy suelto esta memoria que debía ser desocultada hace ya tiempo… pero que la suelto hoy porque la semana pasada alguien me dijo que Leopoldo Santelices sigue, en estos mismos instantes, «cuidando» niños en un hogar de menores.
Sólo he citado casos puntuales, pero tú fuiste un torturador de niños durante todo el tiempo que padecimos tu siniestra presencia allá en El Cañaveral.
¡¡Un dos tres por el tío Leopoldo Santelices!!
¡¡Y un dos tres por mí y por todos mis compañeros de El Cañaveral!!
Adaptado por Felipe Henríquez Ordenes.
–El autor de esta nota, Felipe Bastías, es un exniño interno de El Cañaveral y hoy Profesor de Filosofía (Twitter: @noe_bastias)
*Fuente: El Universal
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