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Presentación del libro: «Cazar al cazador»

Presentación del libro: «Cazar al cazador»
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Cazar al cazador: Periodista Pascale Bonnefoy publica exhaustiva investigación sobre policías que capturaron a criminales de lesa humanidad

  • El libro aborda la historia de un grupo de policías encargados de perseguir y capturar a criminales de lesa humanidad a principios de la transición democrática en los noventa.
  • La presentación de Cazar al cazador se realizará el viernes 9 de noviembre a las 19 horas en el marco del Festival de Autores de Santiago FAS en el Centro Cultural Gabriela Mistral y participan, junto a la autora, María Olivia Mönckeberg y Juan Cristóbal Guarello.

Durante el gobierno de Patricio Aylwin, y bajo la frágil estabilidad que marcó el inicio de la transición política, la Policía de Investigaciones creó una discreta unidad, instalada en el Departamento V de Asuntos Internos, que tuvo por objetivo rastrear y perseguir a civiles y militares vinculados a crímenes de lesa humanidad.

A través de una exhaustiva investigación, la periodista Pascale Bonnefoy se introduce en los archivos y en los recuerdos de aquellos policías que fueron protagonistas de esta historia para ofrecer un ángulo inédito con el cual observar el pasado reciente.

Bonnefoy reconstruye el camino que recorrieron los detectives tras la captura, tanto fuera como dentro del país, de violadores a los derechos humanos como Manuel Contreras, Miguel Estay Reyno (el «Fanta»), Eugenio Berríos, Osvaldo Romo y Paul Schäfer, entre otros cómplices de torturas y asesinatos cometidos durante la dictadura militar.

La presentación de Cazar al cazador se realizará el viernes 9 de noviembre a las 19 horas en el marco de la Feria de Autores de Santiago (FAS). Participarán junto a la autora los periodistas María Olivia Mönckeberg y Juan Cristóbal Guarello y tendrá lugar en la Sala de Conferencias 2 del Centro Cultural Gabriela Mistral.

Pascale Bonnefoy es periodista de la Universidad de Santiago de Chile. Bachelor of Arts en Estudios Internacionales de la Universidad George Washington y magíster en estudios internacionales de la Universidad de Chile. Ha colaborado o trabajado como reportera, investigadora o corresponsal para medios chilenos y extranjeros, entre ellos The Washington Post, Global Post, Canal 13, El Mostrador y La Nación Domingo. Actualmente cubre Chile para la oficina regional de The New York Times y es docente en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile.

Ficha técnica

  • Título: Cazar al cazador
  • Autor (es): Pascale Bonnefoy
  • Sello: DEBATE
  • Precio sin IVA: $ 14.286
  • Precio con IVA: $ 17.000
  • Fecha publicación: 11/2018
  • Idioma: Castellano
  • Formato, páginas: RÚSTICA, 516
  • Medidas: 15 X 23 mm
  • ISBN: 9789569491023
  • EAN: 9789569491023
  • Temáticas: Historia
  • Colección: Debate
  • Edad recomendada: Adultos
*Fuente: MeGustaLeer

PREFACIO

El día que decidí escribir sobre los detectives que investigaban causas de derechos humanos fue histórico, aunque no precisamente por eso. Era el 17 de diciembre de 2014 y había quedado de juntarme a almorzar con una pareja de académicos, Anne Pérotin-Dumon y Alexander Wilde, quienes estaban de paso en Chile. Llegué atrasada por culpa de Barack Obama y Raúl Castro. Me había quedado pegada leyendo las noticias urgentes de ese día, cuando los entonces presidentes de Estados Unidos y Cuba, respectivamente, anunciaron el restablecimiento de relaciones diplomáticas.

Esa reunión en un local de Plaza Ñuñoa la tildamos de «almuerzo histórico» porque la mitad se fue en comentar la noticia. Cuando finalmente llegamos al tema que nos convocaba, relacionado con la investigación de violaciones a los derechos humanos en Chile, la conversación giró sobre la brigada especializada en derechos humanos de la Policía de Investigaciones. Me llamaba la atención la juventud de los detectives, les comenté, para quienes estos crímenes eran en realidad cold cases, parte de la historia.

Pensé que era interesante el hecho de que no hubiesen vivido esa época, que tal vez tenían víctimas o victimarios dentro de sus propias familias o quizás solo habían leído algo en un libro, o que todo lo que tenía que ver con la dictadura militar les resultaba algo ajeno. Me pregunté qué pensarían o sentirían cuando entrevistaban a torturadores, a personas que mataron e hicieron desaparecer a otros seres humanos, a los que siguen negando hechos históricos irrefutables y, también, qué sentirían cuando hablaban con quienes seguirían buscando a los suyos y esperando algo de justicia, tantas décadas después. Entonces Anne me planteó:

—¿Por qué no escribes sobre ellos?

Y así fue como esa idea de a poco se convirtió en una obsesión. Por esto, un primer agradecimiento va para Anne Pérotin-Dumon.

Quería entrevistar a los jóvenes hombres y mujeres que hoy forman parte de la Brigada Investigadora de Delitos contra los Derechos Humanos de la PDI. Me veía acompañándolos en sus salidas a terreno, a excavaciones con el Servicio Médico Legal en busca de restos de detenidos desaparecidos; quería desentrañar cómo trabajaban con el pasado, cómo se relacionaban con los inculpados y con los familiares de víctimas, y cómo funcionaba la rueda de la justicia que involucraba a policías, jueces, peritos forenses, abogados y testigos.

Partí por el comienzo, y ahí me quedé, en la tumultuosa transición posdictatorial de los noventa y con los detectives que avanzaron, contra todo pronóstico, hacia el establecimiento de la verdad.

Comencé a comprender el proceso que vivió la policía civil al finalizar la dictadura militar y a conocer a los detectives que de un día para otro tuvieron que investigar un reciente pasado criminal del cual su propia institución había formado parte. La Policía de Investigaciones estuvo severamente comprometida con la represión política, y eso significó que tuvieron que investigarse a sí mismos en una época en que aún había ex agentes de seguridad al interior de la institución y en que todavía se torturaba en algunos cuarteles.

En ese periodo, la Brigada de Homicidios destinó tres equipos para investigar los mal llamados casos «emblemáticos» a los cuales, por la conmoción pública que causaron —entre ellos los de Orlando Letelier, Santiago Nattino, Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Tucapel Jiménez—, se les asignaron ministros en visita de la Corte de Apelaciones.

En paralelo, en abril de 1991 el entonces director de la policía civil, Horacio Toro, creó una reservadísima unidad dentro del Departamento V de Asuntos Internos para investigar las demás causas de derechos humanos, basándose en los nuevos antecedentes aportados a los tribunales de justicia por la Comisión Rettig.

Al principio eran solo dos oficiales. Rápidamente la unidad comenzó a crecer, sumando detectives jóvenes, casi todos de origen modesto y de provincia. La gran mayoría se formó en la Escuela de Investigaciones Policiales durante la dictadura, cuando la institución, dirigida por un general de Ejército, era parte del engranaje represivo.

Ese fue el germen de lo que hoy se conoce como Brigada Investigadora de Delitos contra los Derechos Humanos de la PDI.

En ese contexto, los detectives de la Brigada de Homicidios y del Departamento V enfrentaron enormes muros de silencio, la desconfianza de los familiares de víctimas y sobrevivientes, las amenazas y la vigilancia constante por parte de la inteligencia militar, un gobierno timorato que no obstante les multiplicó los recursos, y un poder judicial que no estaba a la altura de las circunstancias, salvo excepciones.

Descubrí que, a pesar de la decisión de aspirar a una «justicia en la medida de lo posible», según las palabras del presidente Patricio Aylwin, del aparente desinterés del presidente Eduardo Frei, de la tozudez de la mayoría de los jueces que seguían aplicando la Ley de Amnistía sin siquiera averiguar a quiénes debían amnistiar, y de la absolutamente nula colaboración de las Fuerzas Armadas y Carabineros, se hizo mucho.

Pero no se hizo justicia, no de la manera que exigía la magnitud de los crímenes.

Este libro aborda la travesía de los detectives del Departamento V y de la Brigada de Homicidios dedicados a casos de derechos humanos en los noventa. Sé que quedan muchos secretos que no llegué a conocer. También que la realidad no es en blanco y negro; hubo mucho gris en el tránsito desde un régimen militar autoritario a una democracia restringida y presa de amarres, pero democracia al fin y al cabo.

Las fuentes documentales consultadas para este trabajo son varias, pero la principal fue el archivo de la propia Brigada de Derechos Humanos de la PDI, que este año fue declarado monumento histórico por el Consejo de Monumentos Nacionales. Entrevisté a muchas personas, pero más que nada a detectives, casi todos ya en retiro. En el camino llegué a conocer y a estimar a muchos de ellos.

A algunos no los pude entrevistar por distintas razones, ya sea porque estaban en delicado estado de salud, habían fallecido o me fue imposible ubicarlos. Dos declinaron ser entrevistados.

La mayoría de ellos son desconocidos para la opinión pública. Sus nombres y sus rostros rara vez salían en la prensa, manteniendo un bajo perfil. No emprendieron una cruzada: solo cumplían su deber profesional como integrantes de un órgano auxiliar de la justicia.

No obstante, a prácticamente todos les escuché decir que esta experiencia les cambió la vida, y que ellos contribuyeron a cambiar la del país. No han buscado reconocimiento, aunque lamentan no haberlo recibido.

Este libro no aspira a convertirlos en héroes, si bien hubo algo de heroísmo y ciertamente de sacrificio y compromiso en sus acciones. Más bien, intento retratar una época compleja, inestable, desde la perspectiva de una policía civil que pasaba por sus propias transformaciones internas.

Estoy sumamente agradecida de todos esos detectives que me ofrecieron una ventana a sus vidas personales y profesionales para contar esta historia, que es individual, institucional y nacional.

Agradezco especialmente a Luis Henríquez Seguel, porque sin su ayuda este libro probablemente no habría sido posible; a Nelson Mery Figueroa, quien, a pesar de su aversión a los periodistas, me abrió su casa para largas conversaciones; a Nelson Jofré Cabello por su generosa colaboración; a los sucesivos Jefes Nacionales de Delitos contra los Derechos Humanos y las Personas de la PDI, Tomás Vivanco y Sergio Claramunt, quienes me autorizaron a revisar el archivo de la Brigada Investigadora de Delitos contra los Derechos Humanos; y al comisario Braulio Abarca, por su excelente voluntad para acogerme durante semanas en la casona de Condell 264 mientras hurgaba en ese acervo documental.

También agradezco a mi ex alumna y ahora colega Arak Herrera Godoy, quien me ayudó en la revisión de prensa; a la periodista María Olivia Mönckeberg por su apoyo constante; y a todos mis cercanos, quienes tuvieron que soportarme mientras les hablaba sobre aventuras policiales.

Finalmente, va mi profunda gratitud a Melanie Jösch, directora editorial de Penguin Random House, y a todo el equipo editorial, especialmente a Aldo Perán, por su dedicación, delicadeza y contagioso entusiasmo.

Santiago, septiembre de 2018

Capítulo 1

PERDIDO EN FRESIA

Llovía torrencialmente. El viento azotaba a la pequeña avioneta Cessna suspendida en el negro de la noche, en vuelo de Santiago a Puerto Montt. Los cuatro pasajeros rebotaban adentro como pelotas de ping-pong. Bromeaban y saltaban como niños para calmar la ansiedad. El piloto, el experimentado jefe de la Brigada Aeropolicial de la Policía de Investigaciones, Eduardo Giorgi Gobetto, los retó.

—¡Ya paren el leseo!

Fue un viaje breve pero intenso. La aeronave, presa de ráfagas de viento mientras se aproximaba a aterrizar en el aeropuerto Tepual de Puerto Montt, casi se cae a tierra, recuerda el ex detective Héctor Silva Calderón.

«Nos está penando el Mamo», pensó Silva. «No quiere que lleguemos».

No era el temporal sureño lo que tenía a los detectives de la Brigada de Homicidios con los nervios de punta. La procesión iba por dentro: viajaban con la incierta misión de detener al general en retiro Manuel Contreras Sepúlveda, el «Mamo», ex director de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), el primer aparato represor de la dictadura militar.

Era el 17 de septiembre de 1991 y estaban a punto de emprender una osadía.

Aún resonaban las palabras del general Augusto Pinochet vociferadas a fines de 1989, meses antes de abandonar la presidencia, mas no el poder, luego de diecisiete años.

—¡Si tocan a uno de mis hombres, se acaba el estado de derecho! —advirtió a los futuros gobernantes civiles. Manuel Contreras había sido su hombre de confianza, el que le rendía cuentas cada mañana a él y solo a él, el que dirigió con gran eficacia el trabajo sucio de los primeros años. Contreras, al igual que Pinochet, aún conservaba su aura de intocabilidad.

«Creo que en ese momento no dimensionábamos lo que significaba todo eso. Sabíamos que la cuestión era delicada y estábamos entre tranquilos y nerviosos. Entre talla y talla siempre llevamos todo a la simplicidad. Era una especie de terapia», recuerda el detective en retiro Nelson Jofré Cabello de ese vuelo.

Viajaban al sur para arrestar al otrora segundo hombre más poderoso del país, y nadie sabía cómo terminaría esa historia. No iban con nada especial, solo con sus placas y pistolas reglamentarias.

Ni siquiera llevaban un plan.

A CONTRARRELOJ

Semanas antes, el ministro de la Corte Suprema Adolfo Bañados, designado para investigar el asesinato del ex canciller chileno Orlando Letelier, ocurrido en Washington en 1976, había pedido a la Brigada de Homicidios Metropolitana de la Policía de Investigaciones dos detectives para que trabajaran con él en el caso. El jefe de la brigada, el subprefecto Osvaldo Carmona Otero, destinó al subcomisario Rafael Castillo Bustamante, y Castillo llevó con él al inspector Nelson Jofré.

Hacían una buena dupla. Los dos hombres habían comenzado a trabajar juntos en 1989, cuando Jofré llegó a la brigada. Castillo ya llevaba casi una década en Homicidios. Encajaron desde el principio y se hicieron buenos amigos. Investigaron delitos comunes hasta que en marzo de 1991 les tocó un caso de naturaleza política: la muerte del mayor de Ejército y médico militar Carlos Pérez Castro y de su esposa en Rancagua, perpetrada por miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Pérez había sido médico torturador de la Central Nacional de Informaciones (CNI), órgano sucesor de la DINA.1 Ayudados por un golpe de suerte, Castillo y Jofré pronto resolvieron ese caso. Fueron felicitados por el ministro del Interior y se convirtieron en detectives destacados de la brigada. Carmona no dudó en nombrarlos.

Los dos oficiales de la Policía de Investigaciones de Chile (PICH)2 se reunían diariamente con el ministro Bañados para recibir sus instrucciones y revisar informaciones y avances del caso Letelier. Hasta ese momento Jofré, de 33 años, no sabía ni quién era Orlando Letelier ni detalles de su muerte. En esas primeras semanas, mientras estudiaba el expediente y escuchaba los testimonios de familiares y testigos, se puso a leer libros de historia reciente y de derechos humanos para comprender el terreno que estaba pisando. Conoció la persona y vida de Letelier, aprendió nombres y lugares, y fue descubriendo la historia subterránea de su país. Fue una inducción rápida a la mano de hierro de la DINA y al dolor de sus víctimas.

El ministro Bañados trabajaba a contrarreloj. El plazo de quince años para que prescribiera el caso vencía el 21 de septiembre, fecha del atentado con autobomba organizado por la DINA, que destrozó el cuerpo de Letelier en medio de Sheridan Circle, el sector diplomático de Washington, y que mató también a su colega estadounidense Ronni Moffitt, quien lo acompañaba en el vehículo.3 Había más que suficiente evidencia para inculpar al general Contreras y al segundo en la DINA, el brigadier Pedro Espinoza Bravo, como autores intelectuales del crimen, pero debía asegurar su comparecencia para procesarlos. Debía tener a ambos hombres frente a él para tomarles declaración y encargarlos reo. Ya había ordenado su arraigo semanas antes.

Bañados era un juez extremadamente discreto y reconocido por su rigurosidad. Al hacerse cargo de la investigación la siguió con esmero hasta el final. Al cabo del primer año de conducir el caso Letelier, el ministro había interrogado a unos cien militares y civiles ligados a la DINA.

Años antes le había tocado otro caso de derechos humanos que causó gran conmoción pública. En noviembre de 1978, siendo ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, fue designado para investigar el hallazgo de los restos de quince detenidos desaparecidos en los hornos de una abandonada mina de cal en Lonquén. En esa investigación trabajó con Rafael Castillo.

Bañados destacó por la suma delicadeza con la que trató a las familias de las víctimas y su empeño para alcanzar la verdad de los hechos. Estableció la responsabilidad de Carabineros en las detenciones, refutando la versión oficial de un enfrentamiento; no obstante, como era habitual en ese tiempo, debió declararse incompetente para seguir investigando, ya que involucraba a personal policial. El caso pasó a la justicia militar.4

Desde que asumió el caso Letelier en agosto de 1991, el ministro Bañados vivía con resguardo policial permanente en su hogar en la comuna de La Reina. Recibía amenazas de muerte. Fuera de su despacho en el Palacio de los Tribunales montaban guardia una tropa de periodistas, atentos a cualquier novedad.

Esa mañana del 17 de septiembre, el ministro les anunció a los detectives de Homicidios, sin mucho preámbulo, que les hacía entrega de dos órdenes de aprehensión que debían ser cumplidas de inmediato. Una para Contreras y la otra para Espinoza. No comentó mucho más. Bañados era de pocas palabras.

Los detectives miraron estupefactos los dos decretos de aprehensión en la mano. Saliendo del despacho del ministro llamaron a su superior, el director de la Policía de Investigaciones, Horacio Toro Iturra, pero no se encontraba en el cuartel. Estaba en el gabinete del ministro del Interior, les informaron. Para allá partieron.

Llegaron al palacio presidencial y pidieron hablar con el general Toro.

—Señor director, necesitamos conversar con usted de forma privada sobre un asunto urgente —le dijo Castillo.

El general Toro se acercó.

—Señor, el ministro Bañados nos ha entregado una orden de detención para Manuel Contreras y Pedro Espinoza.

Toro se mantuvo muy sereno.

—Vayan a mi oficina y espérenme allí —resolvió.

Castillo y Jofré se fueron caminando a toda prisa las cuadras que separaban el Palacio de La Moneda y el cuartel central de la PICH, ubicado en avenida General Mackenna, entre las calles Amunátegui y Teatinos. Mientras, el director Toro informaba al ministro del Interior, Enrique Krauss, y este al presidente Patricio Aylwin.

—¿Conocen la ubicación de Contreras y Espinoza? —les preguntó Toro a su arribo al cuartel.

Los detectives ya habían cotejado esos datos en los archivos policiales.

—Sabemos que Contreras registra domicilio en un fundo llamado El Viejo Roble en Fresia y Espinoza tiene un campo en Osorno —dijo Castillo.

Ambos oficiales del Ejército, al igual que otros ex agentes de la DINA, habían comprado terrenos en el sur de Chile. Contreras adquirió el fundo algunos años después de pasar a retiro en septiembre de 1978 justamente a propósito del caso Letelier. Desde ahí dirigía las operaciones de su empresa maderera Imeteg.

La red de agentes en las cercanías y una población que tendía a ser conservadora les brindaba algo de seguridad. Y felizmente, uno de los suyos había asumido, en enero de 1988, como jefe del Estado Mayor de la IV División del Ejército en Valdivia. El brigadier Miguel Krassnoff Martchentko, miembro de la cúpula de la DINA, estaba a cargo de siete regimientos militares desde Angol a Puerto Montt.

Toro llamó a su oficina al subdirector operativo Mario Mengozzi Solar, y juntos analizaron los pasos a seguir. Le ordenó coordinar con el jefe de la Brigada Aeropolicial el avión institucional para una salida a Puerto Montt.

—Se van ustedes al sur —sentenció Toro.

Enseguida, Mengozzi llamó al prefecto de Puerto Montt.

—Esta noche viaja un equipo de la Brigada de Homicidios a la ciudad. Por favor prepare un buen vehículo para ponerlo a su disposición, ya que tendrán que desplazarse por varios lugares de la región —le dijo.

Pidió que los fueran a buscar al aeropuerto, pero no ofreció pista alguna sobre el carácter de la misión.

Carmona, jefe de Homicidios, decidió incorporar a otros dos oficiales. Castillo pensó en el detective de la segunda subcomisaría, Héctor Silva. Le tenía aprecio y sabía que era un buen policía. Silva, además, era muy amigo de Jofré desde cuando se conocieron en la Escuela de Investigaciones. Tenía otras características que podrían servir para esta tarea: Silva era mesurado, de trato amable; además, en los últimos cuatro años de la dictadura militar estuvo en la CNI. Tal vez ese pasado podría serles útil. Se lo propuso a Carmona.

—Señor, ¿me podría decir de qué se trata la misión? —le preguntó Silva al jefe de la brigada.

—Es algo bien puntual —le contestó. Y se lo explicó.

—No tengo muchas ganas de ir, señor —aventuró Silva—. Es que el general Contreras tiene un hijo un poquito loco, un poco acelerado, y lo más probable es que intente hacer algo.

—Tienes que ir —dijo Carmona.

No había vuelta.

«Estaba preocupado, pero al mismo tiempo, si me estaban pidiendo para algo tan importante como eso, igual me sentía bien. A Castillo le agradecí la confianza que tenían en mí», señala Silva.

El otro escogido para la detención de Contreras y Espinoza era un detective de la cuarta subcomisaría de Homicidios, Bernabé Cortez.

Les concedieron un par de horas para ir a sus casas a empacar un poco de ropa y despedirse. A sus familias solo dijeron que salían fuera de Santiago y no sabían cuándo regresarían. Todo sucedió muy rápido. No hubo oportunidad para cuestionar la orden ni la situación, pero la incertidumbre pesaba en el ambiente.

Los cuatro detectives se encontraron en el aeropuerto de Cerrillos, y a ellos se sumaron los dos pilotos policiales. Atardecía en Santiago y el cielo estaba gris. Antes de abordar, Nelson Jofré prestó su cámara para que les tomaran una foto. Aún guarda esa foto de los seis colegas sonrientes delante del Cessna. Solo ellos conocen su significado histórico.

Viajaron esa misma noche. A la altura de Concepción comenzó la tormenta.

AMIGOS DE «DON MANOLO»

Llegando a la prefectura policial de Puerto Montt, le explicaron al jefe de la unidad las razones del viaje.

«Casi le dio colitis (se ríe). Nunca me voy a olvidar de eso», dice Jofré. «El prefecto se asustó harto y estaba muy nervioso, pero más nervioso estaba el conductor que nos pasó cuando se enteró a lo que íbamos. Manuel Contreras y Pedro Espinoza eran personajes en la zona, y todos sabían lo que había detrás de ellos».

Pidieron un conductor que conociera bien la región y sus caminos rurales, y ya cerca de la medianoche, partieron en camioneta hacia Fresia, unos 67 kilómetros de camino de tierra al noroeste de Puerto Montt. Por el momento, el objetivo era reconocer la propiedad y, de alguna manera, ingeniárselas para saber si Contreras se encontraba ahí.

El conductor ya sabía dónde quedaba el fundo El Viejo Roble, y de inmediato les advirtió a los cuatro detectives:

—Llegando a Fresia vamos a pasar por un retén de Carabineros y Manuel Contreras va a saber altiro que va alguien hacia su fundo, porque los carabineros están comunicados por radio con su guardia. Cuando Contreras está en la zona todos lo sabemos porque se activan sus dispositivos de seguridad.

Había francotiradores en el sector, recuerda el detective Silva. «Contreras estaba muy blindado. En el equipo discutimos cómo abordar la situación sin provocar un enfrentamiento», dice.

Cerca de la una de la madrugada la camioneta se acercó a El Viejo Roble y se detuvo frente al portón. Había una caseta de seguridad y un hombre hacía guardia. Era un militar con boina, manta de Castilla y portaba un fusil; un militar en servicio activo resguardando la propiedad privada de un oficial en retiro.

—Este es el fundo —dijo el conductor, nervioso.

—Quédense aquí, yo me bajo solo —ordenó el jefe del grupo, el subcomisario Rafael Castillo.

No se veía mucho en la oscuridad. El detective se dirigió al guardia con desplante. Le inventó una historia.

—Oiga, somos amigos de don Manolo —le dijo Castillo, hablando como hombre de campo—. Vamos camino a otra parte ahora, pero queremos pasar a verlo mañana. ¿Estará?

—Sí, sí está.

Solo eso necesitaban saber.

«Rafael era muy astuto. Él siempre quiso ser actor. Era muy bueno para disfrazar las cosas, de esos tiras a la antigua. Cuando quería saber algo, contaba una larga historia; era hábil para sacar información. Era un hombre de calle, enganchador y bueno para la pelota. Esa era su particularidad», señala Jofré.

Castillo se despidió del guardia y volvió al vehículo. Siguieron de largo por el mismo camino interior, pero se perdieron. No podían retroceder porque no debían volver a pasar delante del fundo de Contreras. Terminaron dándose vueltas por caminos rurales hasta finalmente dar con Puerto Montt a las tres de la madrugada. Pero ya iban más tranquilos.

Desde la prefectura de inmediato llamaron al director Toro, dando cuenta del resultado. Toro les había pedido mantenerlo al tanto de todo, a cualquier hora. Pasaron por el fundo, lo conocieron y el sujeto estaría en el lugar, le informaron.

—Muy bien —les contestó Toro—. Esperen instrucciones.

Al poco rato Toro se contactó con Castillo.

—Vayan mañana a primera hora a Osorno a verificar si está Pedro Espinoza —le ordenó.

Esa noche durmieron en el cuartel.

EL PREDIO DE ESPINOZA

El día siguiente amaneció gris, pero sin lluvia. El cuartel policial de Osorno era un inmueble modesto y el guardia aún dormía cuando llegaron los detectives santiaguinos. El conductor los acompañó a regañadientes.

«Iba muerto de miedo. Todo el mundo se conocía, y él ubicaba bien el predio de Espinoza; sabía quién era. Cuando le explicamos a lo que íbamos, nos comentó que no quería ir», dijo Jofré.

El fundo de Espinoza quedaba en la comuna de San Juan de la Costa, al oriente de la ciudad de Osorno. El portón de entrada era muy sencillo y fácil de saltar. Subiendo una ladera se veía una pequeña casa, probablemente de inquilino. Aparte de eso no se veía nada, solo campo. Dudaron qué hacer. Tenían la orden de aprehensión y estaban facultados para ingresar y allanar si fuese necesario. Los detectives decidieron entrar. El conductor se quedó en la camioneta; ni siquiera bajó a estirar las piernas.

Los lugareños les habían dicho que el brigadier Espinoza tenía unos perros que parecían leones, y los cuatro detectives agarraron palos para defenderse de ellos si aparecían.

«Con Bernabé mirábamos los árboles para ver a cuál subirnos cuando llegaran los perros, pero resultaron ser dos perros chiquititos, muy inofensivos», recuerda Silva.

Iban bromeando mientras se adentraban en el campo de Pedro Espinoza. El humor siempre ayudó a apaciguar los nervios y la tensión. Se imaginaron cómo se veía el escenario desde el punto de vista del dueño de casa: cuatro hombres con pistolas, intruseando sin permiso en la propiedad privada de un alto oficial de Ejército y, más encima, armados con palos. Ni siquiera tenían parkas distintivas de Investigaciones que los identificaran.

De pronto apareció un hombre, muy molesto.

—¿Quiénes son? —ladró.

—Somos policías y queremos hablar con don Pedro —respondió Castillo.

—No está acá, no ha venido. Está en Reñaca —les dijo el hombre.

Las tratativas en Santiago, las llamadas urgentes entre los ministerios del Interior, Defensa y el comandante en jefe del Ejército, el general Pinochet, hacían ruido en los campos del sur. Pinochet ya se había comunicado con Contreras, y Espinoza lo supo de inmediato. Se fue enseguida de Osorno a la casa de familiares en la Quinta Región.

Le dieron las gracias al hombre y regresaron a Puerto Montt.

Se comunicaron nuevamente con el director Toro para dar cuenta de la diligencia.

—Muy bien. Ahora vuelvan al fundo de Manuel Contreras y procedan a la detención. Cualquier cosa, se comunican —les instruyó.

Había que actuar rápido.

LA REACCIÓN DE PINOCHET

La reapertura del caso Letelier había tensionado aún más la siempre tirante relación del gobierno con el Ejército en esos primeros años de transición a la democracia, y el procesamiento de Contreras y Espinoza iba a poner a prueba la reacción de Pinochet. Era un caso excepcional,el único crimen de derechos humanos que quedó exento de la Ley de Amnistía, que cubría el periodo entre 1973 y 1978.

Luego del atentado en 1976, el Buró Federal de Investigaciones (FBI) de Estados Unidos realizó su propia investigación y rápidamente estableció la autoría de la DINA en lo que fue el primer acto de terrorismo internacional en suelo estadounidense. En 1978 una corte federal acusó del crimen a un grupo de cubanos residentes en ese país, y junto a ellos, a Manuel Contreras, a Pedro Espinoza y a Armando Fernández Larios, también de la DINA.5 Sin embargo, la Corte Suprema chilena denegó la solicitud para extraditarlos para enfrentar a la justicia en Washington.

En cambio, entregaron al ex agente de la DINA Michael Townley, de nacionalidad estadounidense. Sería sacrificado para que asumiera toda la responsabilidad por el crimen. Townley confesó su autoría y ofreció su colaboración, sirviendo de testigo en contra de un grupo de cubanos anticastristas que participaron en el doble homicidio. Luego de algunos años de encierro, se acogió al Programa Federal de Protección de Testigos. Sigue viviendo en Estados Unidos aunque con una nueva identidad. El mismo día que los detectives de la Brigada de Homicidios volaban a Puerto Montt, Townley prestaba declaración en Washington ante funcionarios estadounidenses sobre el caso Letelier.

En ese contexto, en 1978 el régimen militar se regaló a sí mismo el Decreto Ley de Amnistía para asegurar su impunidad al menos por los crímenes de sus primeros cinco años. La Ley de Amnistía dejó fuera el caso Letelier justamente por la presión del gobierno de Estados Unidos.

Mientras el FBI investigaba el atentado, Estados Unidos exigió una indagación similar en Chile. La causa que se abrió en Santiago se relacionaba al uso de pasaportes falsos para los agentes de la DINA que participaron en él (caso «Pasaportes»). Sin embargo, el caso terminó en manos de la justicia militar que, luego de no hacer nada, lo cerró en 1986.

Pero el gobierno estadounidense no aflojó la presión. En diciembre de 1990, luego de la visita del presidente George H. W. Bush a Chile, el Departamento de Estado declaró públicamente que el presidente Aylwin se había comprometido a trasladar el caso desde la justicia militar a la civil, y que buscaría el nombramiento de un ministro en visita. El anuncio venía aparejado con la certificación oficial del gobierno estadounidense de que Chile cumplía los requisitos para que se levantara la prohibición de asistencia militar a Chile impuesta en 1976 como reacción a los homicidios de Letelier y Moffitt.6

Pero si esta vez Chile no enjuiciaba a los autores intelectuales del crimen, Estados Unidos nuevamente se vería en la obligación de pedir su extradición, advirtieron las autoridades del Departamento de Justicia.7 Sería un lío. El nuevo mandatario chileno estaba en aprietos.

En momentos en que el gobierno chileno iniciaba negociaciones para un tratado de libre comercio con Estados Unidos, a petición del presidente Aylwin, el 1 de agosto la Corte Suprema nombró a uno de sus pares, Adolfo Bañados, para investigar el asesinato de Letelier. Esto fue posible luego de la aprobación de las Leyes Cumplido en febrero de 1991, que, entre otras cosas, establecieron que la Corte Suprema tendría jurisdicción sobre casos que podrían afectar las relaciones internacionales con otro país, un estipulado claramente diseñado en función del caso Letelier.

«Creo que la preocupación era del presidente de la República para abajo; o sea todos, el ministro de Defensa, del Interior, el propio director, todos estábamos a la expectativa de lo que iba a suceder. Lo que entendimos de la conversación con el director Toro era que había una preocupación sobre cómo iba a reaccionar el general Pinochet. Recuerdo perfectamente que eso fue un tema, y cómo prepararse para cualquier situación que pudiera ocurrir», relata Jofré.

LOS INFANTES VIAJAN POR TIERRA

Ante el portón de El Viejo Roble, se encontraron con el mismo militar de la noche anterior.

—Venimos a ver a don Manuel Contreras —le anunció Castillo.

El guardia miró el auto, que no tenía distintivo policial.

—¿Quiénes son ustedes?

—Somos de Investigaciones. Don Manuel me conoce a mí.

Era cierto. El subcomisario Castillo conoció personalmente a Contreras tres años antes, en 1988. Ese año le había tocado investigar la muerte del mayor de Ejército en retiro Joaquín Molina Fuenzalida,8 enlace de la CNI con la fiscalía militar ad hoc dirigida por el general Fernando Torres Silva. Molina había sido asesinado por el hijo del jefe de la DINA, también llamado Manuel Contreras, o «Mamito», quien trabajaba en ese tiempo con el fiscal Torres.

Contreras hijo no era un hombre muy aplicado. Tuvo un paso fugaz por la Escuela Militar y luego estudió derecho en la Universidad Gabriela Mistral, pero abandonó los estudios. Era pareja de una hija de Molina. Durante una fiesta familiar en casa de este, el 30 de octubre de 1988, al «Mamito» le dio un ataque de celos cuando su polola se despedía de un invitado, hijo de un alto jefe de la CNI. «Mamito» comenzó a golpearlo, y entonces intercedió Molina, a quien el hijo de Contreras le disparó doce balazos. La jueza a cargo se declaró incompetente en tiempo récord y pasó el caso a la justicia militar. «Mamito» estuvo prófugo, luego se le descubrió repentinamente una supuesta hepatitis y fue internado en el Hospital Militar.

La Corte Suprema decidió que debía ser la justicia civil la que investigara y designó al ministro Adolfo Bañados, quien pocos años después tendría que enfrentar a su padre. Contreras hijo alegó que le disparó a Molina en defensa propia y fue absuelto. En estas circunstancias el oficial de la PICH Rafael Castillo conoció a Manuel Contreras, y de ahí que el detective Silva encontrara a su hijo un «poquito loco».

Desde la entrada del fundo solo se alcanzaba a ver la caseta de seguridad, un camino y la despoblada ladera de un cerro; alrededor solo había bosque.

Esperaron a que el militar se comunicara con alguien por radio. No alcanzaron a escuchar la conversación. Al rato llegó un jeep Land Cruiser conducido por un militar.

—Suban —les ordenó.

—Nosotros andamos en nuestro vehículo —le dijo Castillo.

—No, suban al jeep —volvió a ordenar.

Cuidando de evitar roces, los detectives dejaron la camioneta con el conductor y subieron al jeep. Fueron escoltados por militares con fusiles AKA. «Nos llevaron prácticamente secuestrados para arriba», recuerda Silva.

El conductor no les habló mientras subieron por el camino hasta llegar a una modesta casa. No era lujosa; más bien parecía una cabaña. Al lado había una construcción con muchas puertas. Eran las habitaciones donde dormían los escoltas de Contreras, cerca de diez.

Al entrar a la casa se encontraron con Contreras sentado en un sillón. Detrás de él estaba su hijo, portando una pistola y vestido de militar, a pesar de no serlo. Sus escoltas pululaban alrededor, alertas.

—¿Cómo está, don Manuel? —comenzó Castillo.

—¿Qué te trae por acá? —preguntó Contreras, cortante.

—Acá estamos, general. Venimos con una misión no muy grata para usted. Tenemos órdenes de llevarlo detenido a Santiago.

Contreras recogió un papel fax de un escritorio y se lo mostró. —Acabo de recibir un fax de mi general Pinochet y me está dando él la instrucción de que me regrese a Santiago. Me ofreció un helicóptero —dijo.

El ex dictador seguía siendo comandante en jefe del Ejército y Contreras estaba confiado de que la política pinochetista de «no tocar a ninguno de sus hombres» aplicaba especialmente a él. Recién la semana anterior, entrevistado para el diario La Nación, Contreras había asegurado que se sentía «respaldado por mi institución en forma absoluta, y por mi general Pinochet también». Además, dijo entonces, «estoy muy tranquilo porque lo he dicho un millón de veces: nada tuvimos que ver en esto […]. Busquen a los asesinos en Estados Unidos».9

—General, tenemos el avión institucional a disposición para que usted viaje con nosotros —le dijo Castillo.

—Yo no voy a ir con ustedes. Me voy en la forma que yo quiera. Soy infante y como infante me siento más seguro por tierra. Ya le informé a mi general Pinochet que salgo de aquí mañana a las ocho horas.

Se produjo un duro intercambio entre los dos hombres. Castillo insistía en que la orden de detención implicaba que debía irse con los detectives, pero Contreras estaba a la defensiva, desafiante. A toda costa había que mantener la calma, darle tranquilidad. El objetivo era llevárselo a Santiago. Cuándo y cómo hacerlo fue resuelto en un tenso tira y afloja.

—No puedo dudar de la palabra de un general, si usted dice que va a ir —comenzó Castillo—. Pero debe irse con nosotros.

—Yo me voy con mi gente, con mi seguridad —afirmó Contreras, inamovible.

—Bueno, pero tiene que irse un funcionario nuestro con usted. Y le reitero, está nuestro avión; es largo el viaje —le planteó Castillo.

—Ni un problema que vaya un funcionario con nosotros, pero yo siempre viajo por tierra.

—Perfecto. Nosotros nos presentamos acá temprano.

Contreras viajaría a Santiago por tierra, en su vehículo y con sus escoltas, y lo acompañaría un detective. Fue un acuerdo de palabra.

«Fue una conversación dura, tosca. Contreras estaba demostrando que el general Pinochet estaba por sobre la Corte Suprema y él controló totalmente la situación. Encuentro que nuestra estrategia fue buena, porque era absurdo habérselo llevado a la fuerza. No sé qué habría pasado con los escoltas. Nosotros éramos cuatro y ellos, entre todos, como quince», reflexiona Jofré.

Se despidieron y volvieron en jeep a la salida, donde los esperaba el conductor dentro de la camioneta. En el trayecto de vuelta a la prefectura de Puerto Montt, Castillo anunció:

—Jofré, tú te vas mañana con Contreras y nosotros regresamos a Santiago en avión.

«Fue el viaje más largo de mi vida», recuerda el detective.

UN FRUSTRADO BIÓLOGO MARINO

Su vida comenzó en el campo, cerca de Quilpué, un tranquilo pueblo de la Quinta Región. Jofré era hijo de un suboficial de telecomunicaciones de la Marina y su madre, dueña de casa, cuidaba a sus cuatro hijos.

El tiempo transcurría entre el campo, los bichos y el colegio Guillermo Rivera en Viña del Mar. Jofré viajaba todos los días en tren para ir a clases.Todos los jueves se sentaba frente al televisor a ver el programa El mundo submarino de Jacques Cousteau. Lo entusiasmó tanto que decidió que quería estudiar biología marina. Incluso le escribió una carta al famoso científico y marino francés y este le contestó. Aún conserva esa carta.

«Le conté, a mi manera, que había navegado mucho porque habíamos vivido en Puerto Williams, que competía en un club de natación y había hecho un curso de gastronomía que ofreció la Universidad de Chile en el colegio. Me ofrecí para, por último, trabajar en la cocina de su barco, pero que quería aprender de sus hermosas experiencias. Esa era mi verdadera pasión», asegura Jofré.

Cousteau eventualmente vino a Chile, pero Jofré no se enteró a tiempo. Para entonces se encontraba en Copiapó estudiando ingeniería en minas en la Universidad Técnica del Estado. No le había alcanzado el puntaje para biología marina. Ingresó a la universidad en 1977, pero no le gustó la carrera. Además, aunque la educación aún era gratuita, había muchos gastos que solventar, partiendo por su estadía en la ciudad. Para sus padres era muy difícil.

Regresó a casa y de nuevo rindió la Prueba de Aptitud Académica. Quedó en licenciatura en matemáticas en la Universidad de Chile, pero tampoco encontró su nicho ahí. Entonces, en 1979, entró a la Escuela de Investigaciones, en la misma promoción de quien se convertiría en su amigo hasta hoy, el detective Héctor «Tito» Silva. Siempre le había gustado investigar. «Era curioso y tenía una obsesión para buscar la verdad», dice. Su hermano Raúl ya era detective.

«Me enteré de los crímenes de la dictadura cuando llegué a estudiar a Santiago, a través de mis compañeros de la Escuela de Investigaciones. Ellos fueron testigos de los hechos, de la detención de vecinos, de los cuerpos en el río Mapocho. Donde yo vivía, en Quilpué, nunca vi allanamientos ni nada», dice Jofré.

Tenía 15 años para el golpe de Estado, y no tiene muchas nociones de lo que ocurrió. Ese día su padre estaba acuartelado en el buque Latorre, cuyo comandante era el capitán Carlos Fanta Núñez. Su papá continuó su carrera en la Armada y pasó a retiro en 1976. Solo años después le contó a su hijo lo que había visto en esos agitados días de 1973.

Recién salido de la Escuela, en 1981, Jofré y otros veintinueve recién egresados fueron destinados al área de inteligencia de la policía civil. Rápidamente se dio cuenta de que no era para él, que no había estudiado para eso. Le ordenaron ir a las embajadas a ver quiénes se estaban refugiando. Era espionaje político y él quería investigar delitos. Duró menos de un año y pidió el traslado. En 1982 fue destinado a la 11a Comisaría de Las Condes.

A la comisaría llegaba todos los lunes un boletín en el que pedían voluntarios para integrarse a la CNI. Los tentaban con un sueldo 19 por ciento más alto y otros beneficios. Pero incluso sus superiores les advertían que no lo hicieran. «Nos decían: “cabros, no sean huevones. Esta cuestión después se va a dar vuelta, no se metan”», recuerda Jofré.

Con sus compañeros les tenían miedo a los agentes de la CNI. «Los de la CNI eran capaces de todo. Había que tener cuidado con ellos. Cuando salíamos en la noche nos daba temor pasar cerca de sus cuarteles porque usábamos autos sin distintivos… Evitábamos el contacto con ellos», afirma Jofré.

Pasó por varias comisarías en los ochenta, y estando en una de ellas, en Papudo, decidió que quería seguir estudiando. Regresó a Santiago e ingresó a la Universidad de Chile a estudiar auditoría. Trabajaba medio día en una unidad administrativa para poder ir a clases por la tarde, pero no pudo continuar debido al costo. La carrera universitaria —que para entonces era pagada— le consumía gran parte de sus ingresos, y ya estaba casado y tenía un niño. Así que Jofré dejó los estudios y se dedicó a ser detective. Además, le aburrían las tareas administrativas. Ya le había tomado el gusto a la calle y quería algo más especializado. De nuevo pidió traslado y, al igual que su colega y amigo Tito Silva, en 1989 se incorporó a la Brigada de Homicidios.

En esa unidad conoció a Rafael Castillo, el que le ordenó viajar solo con Manuel Contreras a la capital.

ONCE HORAS A SANTIAGO

A primera hora del día siguiente fueron a dejar a Jofré al fundo El Viejo Roble. A la entrada llegó el mismo jeep militar con su conductor y un acompañante.

—¿Quién de ustedes se va con mi general? —preguntó al grupo de detectives.

El detective Silva se ofreció para acompañar a Jofré en el viaje, pero el general Contreras no lo permitió. Nelson Jofré se bajó de la camioneta, se despidió de sus compañeros y subió al jeep. Quedó en el fundo mientras los demás regresaban a Puerto Montt a abordar el Cessna y volver a Santiago. Lo único que llevaba era su placa y un revólver calibre 38.

«Creo que lo que hizo Nelson fue muy arriesgado. Fue solo, y hasta ese momento nadie sabía lo que podía hacer este caballero [Contreras]», reflexiona Silva.

Manuel Contreras había dispuesto cuatro vehículos para «su gente» y los estaban limpiando. No se intercambiaron muchas palabras. El ex director de la DINA se subió a un Mercedes Benz rojo junto con su pareja, Nélida Gutiérrez, y su hijo Mamito. Le indicaron a Jofré que se subiera a un Ford que el detective describe como «uno de esos típicos autos de la CNI». Iba el conductor, un oficial de ejército de copiloto y Jofré atrás, solo. Todos eran militares vestidos de civil. En la caótica salida del predio, dos de los vehículos chocaron y uno de ellos terminó con el parachoques botado. Debieron dejarlo atrás.

Enfilaron en procesión, y el auto del detective quedó detrás del Mercedes Benz. Pero no salieron hacia la ruta principal que los llevaría a la Ruta 5 rumbo al norte, sino por un camino interior de ripio en medio del bosque. Jofré se asustó. No tenía idea hacia dónde se dirigían y solo veía árboles y más árboles.

Aquí puede suceder cualquier cosa, pensó. «Si me va a pasar algo, algo haré con mi arma. Iba tranquilo pero preparado para cualquier situación. Me sentía de alguna manera preso», relata Jofré.

No tenía forma de comunicarse con sus compañeros, con la prefectura o con el cuartel central en Santiago. Los detectives tenían apenas unos walkie talkie, pero Jofré no andaba trayendo uno. Además, habría sido inútil, porque no había cobertura en el campo. Ni siquiera andaba con el decreto de aprehensión, ya que Castillo se lo había quedado.

Dentro del auto, nadie le hablaba. Jofré iba nervioso pero atento, agudizando todos los sentidos. Trató de iniciar una conversación con el militar en el asiento delantero, pero él lo ignoraba.

—¿Cuál es su gracia? —le preguntó al militar.

—Mayor Flores —le respondió cortante. Horas después Jofré se daría cuenta de que ese no era su nombre.

Finalmente salieron de los caminos boscosos a una carretera interior pavimentada. Jofré aún no se ubicaba en el espacio. Siguieron una hora en esa vía y todavía no sabía por dónde andaban. A punto de llegar a un cruce con la Ruta 5, los vehículos se detuvieron. Jofré estaba inquieto. ¿No iban hacia Santiago? Andaba con su pistola de uso personal, pero era una magra defensa ante los escoltas armados de Manuel Contreras. No sabía qué esperar.

—¿Qué pasa acá? —preguntó.

—Estamos esperando un vehículo —le respondió el «mayor Flores».

De pronto apareció un vehículo particular. Venía raudo y se detuvo cerca de ellos. Un hombre se bajó de él y se subió al Ford, sentándose al lado de Jofré. Al saludar al oficial adelante, Jofré se enteró de que el «mayor Flores» tenía otro nombre. Entonces partieron nuevamente. Al detective lo aguardaban largas horas de viaje. Fueron once en total.

«Nunca me he olvidado de la conversación con él. Dijo que era marino de Talcahuano y formaba parte de la escolta de Contreras. Me habló al tiro de mi papá y dijo que lo conocía. Pero creo que era mentira; era demasiado joven. Esta cuestión está media extraña, pensé», cuenta Jofré.

Respiró con algo de tranquilidad cuando la comitiva de autos por fin tomó la ruta Panamericana hacia el norte. Se detuvieron una sola vez para cargar combustible y tomar un café. Jofré se compró unas galletas pero nadie conversó con él. Los escoltas no dejaban que se acercara a Contreras. Su mayor alivio fue el hecho de que, en el largo trayecto hacia Santiago, cada vez que pasaban por la salida a alguna ciudad, había un carro policial con su baliza encendida en la carretera. Ellos iban informando al cuartel central el trayecto de la caravana de Manuel Contreras.

Llegaron a la capital cerca de la medianoche del jueves 19 de septiembre y se dirigieron directamente a la Comandancia de la Guarnición del Ejército en el centro de Santiago. Ahí los esperaban el jefe de la Brigada de Homicidios Osvaldo Carmona, junto con el subcomisario Rafael Castillo y el comandante de la guarnición y juez militar de Santiago, el brigadier general Guido Riquelme Andaur. Carmona y Castillo recibieron a Contreras en calidad de detenido y se lo llevaron al Hospital Militar, dirigido entonces por el coronel Atiliano Jara.10 Quedó recluido en la suite 530, una de las seis habitaciones especiales reservadas para generales de Ejército.

Pedro Espinoza se rebeló un rato pero no le duró mucho. Ya estaba todo perdido, y ahora le tocaba a él acatar la orden de su comandante en jefe. El segundo de la DINA, aún en servicio activo, quedó detenido en el Comando de Telecomunicaciones del Ejército en Peñalolén. Ahí permaneció tres meses, hasta diciembre.

Al día siguiente, viernes 20 de septiembre, la Corte Suprema rechazó un recurso de la defensa de Contreras que buscaba paralizar la investigación. Ese mismo día, sin que nadie se enterara, el ministro Bañados encargó reos a Contreras y Espinoza por el homicidio de Orlando Letelier y el uso de pasaportes falsos.11 La prensa lo supo el lunes.

Así pasó las Fiestas Patrias de 1991 el inspector Nelson Jofré.

TAREA TITÁNICA

Pese a la gran expectación pública respecto del futuro del caso Letelier, poco o nada se supo de los pormenores para llevar al general Contreras y al brigadier Espinoza ante el ministro Bañados. Mientras Contreras se resistía a firmar la notificación judicial de su encargatoria de reo y se negaba a ser prontuariado, ese 20 de septiembre las portadas de los diarios titulaban en grande sobre la «fiesta cívico-militar» y la «brillante parada militar» del día anterior en el Parque O’Higgins, anticipando un firme camino hacia la reconciliación nacional. Pero en esos timoratos primeros años de la transición a la democracia, la reconciliación quedaba a años luz.

El caso Letelier agitó la duda latente sobre qué tan lejos podría llegar un juez al investigar el círculo de más confianza del ex dictador. Mucho menos atención se prestó a la posibilidad de que detectives de la Policía de Investigaciones, institución que aún no había sido plenamente depurada, pudieran investigar sin restricciones o imponerse a militares que contaban con el respaldo de su comandante en jefe y, a la sazón, responsable último de los crímenes.

A cambio de dejar la presidencia y permitir un tránsito pacífico a un gobierno civil, el general Pinochet había exigido lo suyo. En agosto de 1989, pocos meses antes de las elecciones generales que sepultaron su dictadura, Pinochet, aún dueño del país, fijó su posición —y por extensión, la del Ejército— ante eventuales esfuerzos por hacer justicia en torno a las violaciones de derechos humanos cometidas durante su régimen.

Al conmemorar los dieciséis años desde que fuera ascendido a comandante en jefe del Ejército por el mismo presidente que derrocaría semanas después, Pinochet anunció las líneas gruesas que el nuevo gobierno debía obedecer si pretendía gobernar con tranquilidad. En resumen, que no se tocara el modelo económico, su legado institucional, a sus hombres o a su familia. Respecto de los derechos humanos, la pauta pinochetista incluía mantener la vigencia de la Ley de Amnistía de 1978, respetar la competencia de la justicia militar, que seguía reclamando jurisdicción sobre las investigaciones de casos de derechos humanos para luego cerrarlas o dejarlas en un limbo indefinido, y «velar por el prestigio de las Fuerzas Armadas, de Orden y Seguridad Pública, e impedir intentos de represalia hacia sus miembros por razones de orden político».12

En la lógica castrense y de quienes apoyaron el régimen militar, investigar los crímenes perpetrados por agentes del Estado y llevar a los responsables a la cárcel eran actos políticamente motivados por represalia en contra de patriotas que habían arriesgado sus vidas para levantar al país de las ruinas y restablecer el orden, porque los chilenos lo pidieron. Era indigno, un deshonor y un hostigamiento injustificado que esos verdaderos héroes tuvieran que comparecer ante un tribunal por culpa de las mentiras propagadas por el marxismo internacional. Se había librado una guerra para salvar al país, y en las guerras siempre hay bajas. Los eventuales excesos de unos pocos no podían condenar a toda una institución. Y por último, era el precio a pagar por el orden y la exitosa economía de mercado que las Fuerzas Armadas, junto a un empresariado con visión de futuro, habían obsequiado al país.

El gobierno del presidente Patricio Aylwin navegaba en aguas turbulentas y su misión, especialmente durante esos primeros años, era estabilizar el buque. ¿Cómo conjugar la democratización del país con las limitaciones políticas, legales y constitucionales dejadas por el régimen y una obstructiva oposición de derecha? ¿Cómo convivir con una constitución autoritaria e ilegítima que, no obstante, le permitió acceder al poder, y que, por lo tanto, se comprometió a respetar? ¿Cómo lograr la plena subordinación militar a la autoridad civil y a la vez cumplir los anhelos de verdad y justicia? ¿Cómo satisfacer las enormes expectativas y demandas sociales de toda índole, y lidiar con los grupos de poder de facto, manteniendo a la vez la gobernabilidad y la estabilidad económica? Era una tarea titánica, de múltiples frentes, y casi siempre había una en crisis.

Las Fuerzas Armadas conservaron nichos de poder en el nuevo sistema, que aún no podía llamarse democrático, y seguían jugando un papel político.13 Opinaban e intervenían en todo orden de cosas.

«El Ejército es un actor político central del proceso [de transición], quiérase o no», señala un informe de análisis del gobierno en junio de 1990.14

Los militares aún no regresaban del todo a sus cuarteles y en esta «democracia protegida», o «tutelada», el gobierno terminaba reculando cada vez que Pinochet golpeaba la mesa. Ya había quedado en evidencia en diciembre de 1990 con el «ejercicio de enlace». Una comisión parlamentaria entraba en la etapa final de su investigación sobre el pago irregular de tres cheques por casi mil millones de pesos y emitidos el año anterior por la Comandancia del Ejército al hijo mayor de Pinochet por la compra de Valmoval, empresa que fabricaba piezas de armamento bélico. La investigación de los llamados «Pinocheques» rozaba el comandante en jefe. Entonces el ex dictador decidió reunir a su cuerpo de generales y acuarteló en grado uno a sus tropas. Fue una clara advertencia a la autoridad civil de que no debía meter su nariz donde no correspondía y un desafío a las competencias del Congreso, estrenado en marzo luego del receso de diecisiete años.

Pinochet disfrazó el acuartelamiento, llamándolo un mero «ejercicio de seguridad, alistamiento y enlace» que «no tenía ninguna significación extrainstitucional», como transmitió el gobierno al día siguiente en un comunicado de prensa. Pero el mensaje se escuchó fuerte y claro, y por más que el Ejército y el gobierno intentaran bajarle el perfil, fue la imagen de la barbilla temblorosa del ministro de Defensa Patricio Rojas, ante la posibilidad de una sublevación militar, la que quedó en la retina de la ciudadanía.

El informe de la comisión parlamentaria absolvió de toda responsabilidad a Pinochet, tal como lo había exigido; el ex dictador siguió al mando del Ejército y la investigación sobre los «Pinocheques» se guardó en un cajón. Fue el fructífero resultado de negociaciones entre el ministro secretario general de Gobierno y principal operador político, Enrique Correa, y el jefe del Comité Asesor Político Estratégico del Comandante en Jefe, el general Jorge Ballerino.15

Un análisis de la Secretaría General de la Presidencia reflexionó sobre las relaciones con el ex dictador días después de su rabieta:

El reciente acuartelamiento del Ejército constituyó sin duda un ensayo de respuesta a una situación de acoso, con miras a establecer tanto las reacciones externas como internas a una convocatoria de ese tipo. Es decir, cada vez que hemos creído que Pinochet está lo suficientemente débil como para precipitar las cosas con miras a un desenlace determinado, hemos retrocedido en vez de avanzar en nuestra estrategia. […] El análisis de la posición de Pinochet no puede excluir a partir de ahora la hipótesis de algún nivel de movilización extraconstitucional. Más allá de la evaluación de la ausencia de condiciones para un putsch exitoso, debemos concentrarnos en eludir toda situación que dé motivo a acciones de ese tipo, en cualquier grado.16

Semanas después, el Ejército reiteró su «irrestricta lealtad» a Pinochet y la «indestructible cohesión institucional en torno al capitán general» en una declaración pública difundida por el entonces director de la Academia de Guerra, coronel Juan Emilio Cheyre, quien en 2002 asumiría la Comandancia del Ejército. La investigación de la comisión parlamentaria, según el Ejército, era una «irresponsable y sistemática forma de agresión» que «entraña una grave amenaza a la seguridad nacional».17

UN TEMA ESPINUDO

El mandato de Patricio Aylwin fue un vaivén continuo de fricciones, colisiones y negociaciones, formales y otras solapadas, respecto del nuevo sistema político-constitucional, reformas legales, el peso y el rol de los militares en la democracia y el espinudo tema de qué hacer respecto de los crímenes del pasado.

El programa propuesto a la ciudadanía en 1989 por la coalición de gobierno, la Concertación de Partidos por la Democracia,18 incluía juzgar las violaciones a los derechos humanos cometidos en dictadura, derogar o anular la Ley de Amnistía y reformar la justicia militar. Sin embargo, la valentía política y los votos en el Congreso nunca fueron suficientes. Al año 2018, la Ley de Amnistía aún no ha sido derogada formalmente, aunque los magistrados ya no la aplican.

Tampoco había acuerdo dentro de la propia coalición de gobierno sobre cómo abordar la justicia: ¿Ir al combate frontal, abrir investigaciones y anular la Ley de Amnistía? ¿Llegar a la verdad y luego amnistiar, al menos, los crímenes ocurridos antes de 1978? ¿Ofrecer incentivos o grados de impunidad a cambio de información? ¿Investigar y sancionar algunos casos para que sirviera como justicia simbólica para todos los demás? ¿Lavarse las manos y dejar que los tribunales resolvieran?

¿Pero cómo iban a dejar la suerte de la justicia en manos de los mismos jueces obsecuentes que rechazaron todos los recursos de amparo a favor de víctimas en el pasado, que aplicaron la amnistía sin investigar y traspasaron los casos a la justicia militar? Nunca hubo una sola posición al respecto.

Las Fuerzas Armadas y de Orden jamás recon …

*Fuente: Me Gusta leer

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