Articulos recientes

Al navegar en nuestro sitio, aceptas el uso de cookies para fines estadísticos.

Noticias

Teología de la Liberación

Monseñor Romero, piezas para un retrato

Compartir:
Podía estar ahora echando prédicas en asambleas o conferencias con un solideo rojo en la cabeza, cardenal de la Santa Iglesia Católica. Con su trayectoria de ortodoxia fiel tenía ya compradas casi todas las papeletas para que le premiaran con ese cargo. Pero está enterrado en el sótano de una destartalada catedral de un pobre país de Centroamérica, en el olvidado Sur, con un tiro a la altura del corazón.
Son pocos los seres humanos que se quitan ellos mismos el suelo de debajo de los pies cuando ya son viejos. Cambiar seguridades por peligros, y certezas amasadas con los años por nuevas certidumbres, es aventura para los más  jóvenes. Los viejos no cambian. Es ley de la vida. Y es ley de la historia que en la medida en que una autoridad tiene más poder, más se aleja de la gente y más insensible se le vuelve el corazón.
En Oscar Arnulfo Romero -el más universal de los salvadoreños, pastor, mártir y santo de nuestra América Latina- se quebraron estas dos leyes. Se «convirtió» a los 60 años. Y fue al ascender al más alto de los cargos eclesiásticos de su país cuando se acercó de verdad a la gente y a la realidad.
En la máxima altura y cuando los años le pedían reposo, se decidió a entender que no existe más ascensión que hacia la tierra. Y hacia ella caminó. En esa hora undécima eligió abrirse a la compasión hasta poner en juego su vida. Y la
perdió. No le ocurre a muchos.
Quiso ser sacerdote desde muy niño, cuando era tan sólo aprendiz de carpintero, ayudante de su padre telegrafista y aficionado a tocar la flauta y a meterse bajo la carpa de cuanto circo aparecía por su pueblo. Nació el 15 de agosto de 1917, segundo de ocho hermanos, en Ciudad Barrios, San Miguel, El Salvador. A los 13 años entró al seminario y a los 26 se ordenó sacerdote.
Durante 23 años (1944-1967) fue párroco en San Miguel, dedicado las 24 horas del día, con tesón inimitable, a una pastoral de misas y largas sesiones de confesionario, rosarios, novenas, catequesis, cofradías y clases de religión en colegios católicos. Muy amigo de los ricos y también de los pobres, pretendió ser a la vez pastor de corderos y de lobos. Le sacaba limosnas a los ricos para dárselas a los pobres: así les aliviaba a los pobres sus problemas y a los ricos su conciencia.
Obispo auxiliar de San Salvador durante 7 años (1967-1974). En aquellos intensos y gloriosos tiempos de Medellín, el obispo Romero se comportó -también con inimitable tesón- como un pequeño inquisidor de los sacerdotes más comprometidos y progresistas, que participaban ya en las contradictorias luchas sociales de un país en abullición, y en las comunidades de base, que iniciaban una nueva forma de evangelización y de compromiso social y político.
Desde una oficina atestada de papeles, Romero se fue haciendo cada vez más odioso para un amplio sector de la Iglesia de San Salvador, una de las más avanzadas del continente en uno de los países más convulsionados del continente. El Salvador: el país más pequeño y el más poblado, el de «las 14 familias» dueñas de todo. El país donde en una sola semana de 1932 ocurrió una masacre de 40 mil campesinos y en donde los responsables de aquella matanza publicaban en los periódicos de los años 70: «Matamos 40 mil y tuvimos 40 años de paz. Si hubiéramos matado 80 mil, habrían sido 80 años».
Actuando como inquisidor, Romero se ganó el nombramiento de Obispo de Santiago de María. En esa rica zona cafetalera y algodonera vivió tres años (1974-1977). Y aunque siguió siendo muy amigo de los ricos terratenientes,
fue allí donde comenzó a ser cacheteado por la realidad. La de los míseros jornaleros que cortaban café en las haciendas de los ricos y la de los pobres transformados en Delegados de la Palabra de Dios, predicadores de la buena
noticia del evangelio a sus compañeros de miseria.
Los méritos hechos en tanto años de sacerdocio ejemplar y «neutral» hicieron que militares y oligarcas lo propusieran al Vaticano como Arzobispo de San Salvador en 1977, cuando el país vivía en su más profunda crisis, que
desembocaría cuatro años después en una prolongada guerra civil. El despertar masivo de los pobres exigiendo democracia, justicia y vida y la intransigencia criminal de los ricos negándosela anunciaba un abismo de dolor y sangre. El país estaba en ebullición y los ricos confiaban en que Romero apagaría el fuego de las justas protestas de los pobres.
A los 15 días de recibir el cargo y la carga arzobispal, se produjo uno de los fraudes electorales más burdos de la historia salvadoreña -en favor del partido de los militares- seguido de una masacre en el centro de San Salvador contra el pueblo que reclamaba. El fuego se hizo incendio amenazante. Un mes después, paramilitares al servicio de los terratenientes asesinaban en Aguilares al jesuita Rutilio Grande, el más prestigiado de los sacerdotes  salvadoreños de aquel tiempo. Desbordado por aquella marea en ascenso, Monseñor Romero vivió en los días que van del 12 al 20 de marzo -entre el asesinato de Rutilio y la misa masiva al aire libre que celebró en su memoria y
a la que asistieron 100 mil personas- un tormentoso y singular «camino de Damasco». A partir de entonces cambió, no volvió ya nunca a ser aquel sacerdote tímido y obsesionado por la interpretación estrecha de la ley y la  obediencia ciega a la institución. Todo su tesón lo puso desde aquel día al servicio del Espíritu y del pueblo.
En los tres años al frente del Arzobispado de San Salvador nace, crece y se desarrolla la personalidad profética de Monseñor Romero. Eran tiempos de una creciente organización popular. Y en respuesta, de una cruel represión
gubernamental contra el pueblo y específicamente, contra miembros e instituciones de la Iglesia. No hay Iglesia en América Latina con más extenso y prolongado record de martirio que la salvadoreña en aquellos años.
Las homilías que domingo a domingo Monseñor Romero pronunciaba en la Catedral de San Salvador se convirtieron pronto en la palabra más libre, más acertada y más autorizada del país. Hacia adentro y hacia afuera. La figura del
Arzobispo se agigantaba internacionalmente y sus homilías lo transformaron en el altavoz del pueblo salvadoreño en lucha por la equidad y la dignidad.
Aquel hombre de apariencia insignificante logró que los ojos del mundo y la solidaridad de millones de corazones se volvieran como nunca antes hacia su pequeño país.
Son homilías larguísimas -hasta de dos horas o más- y muy densas teológicamente. Son una permanente catequesis. Y son también un «periódico semanal»: no hubo hecho de la vida nacional, no hubo señal de violencia o síntoma de esperanza, no hubo violación de los derechos humanos, que quedara fuera de su valoración de pastor. La Catedral de San Salvador se atestaba todas las semanas para escucharlo y para aplaudirlo. Era un fenómeno de masas. Sus mensajes alimentaban la esperanza colectiva.
Era su palabra. Y también su presencia. Incansable visitador de las comunidades, tenaz celebrante de confirmaciones y de misas, consejero público y privado de dirigentes populares y de personalidades políticas, mediador en huelgas y en los muchos conflictos de todo tipo de aquellos años, Monseñor Romero parecía tener tiempo para estar en todas partes a la vez.
Su cambio y su creciente compromiso y protagonismo se fueron haciendo cada vez más intolerables para el sistema. Campañas de difamación, el asesinato de varios de sus sacerdotes, amenazas, presiones eclesiásticas: lo intentaron
todo. Pero, puesta la mano en el arado nunca volvió la vista atrás. Desde enero de 1980 -fracasada la fórmula política de la junta cívico-militar que tomó el poder unos meses antes- ocupó el primer lugar en las listas de los escuadrones de la muerte.
Monseñor Romero jamás cuidó su seguridad personal y jugó hasta el último momento con todas las barajas abiertas. Tenía plena conciencia de que querían matarlo. Y no quería morir. «Nunca le he tenido tanto amor a la vida, quiero un poco más de tiempo, yo no tengo vocación de mártir«, le dijo a un amigo en sus últimas semanas.
El domingo 23 de marzo se reunió por última vez con su pueblo en Catedral y al término de la homilía lanzó un apasionado e histórico llamado a los soldados y a los guardias para que no dispararan contra sus hermanos del pueblo, para que desobedecieran las órdenes de matar que les daban los oficiales del ejército cruel y represivo.
Al día siguiente, 24 de marzo, cuando moría la tarde y mientras ponía punto final a la homilía de una misa por una señora difunta, en la capilla del hospital de cancerosos y ante un pequeño puñado de fieles, llegó su hora. Un pistolero al servicio de Roberto D’Aubuisson, fundador del partido ARENA, hoy en el poder, le disparó una certera bala explosiva que la atravesó el corazón. Cayó a los pies del altar y del lado de la vida.
El pueblo recogió su cadáver y lo lloró como se llora al padre y a la madre. Fueron ocho días de duelo y de orfandad. El Domingo de Ramos de 1980 los salvadoreños lo despidieron en una ceremonia multitudinaria, que fue interrumpida por calculados disparos y bombas arrojados por los cuerpos de seguridad apostados en puntos estratégicos de la plaza. Fueron 40 los muertos y centenares los heridos. La misa quedó interrumpida y el entierro
tuvo que hacerse de prisa.
Rotos los diques y sobrepasados los umbrales del respeto y la compasión con su asesinato -hasta hoy impune-, herido el pastor y dispersas las ovejas, aquel año 1980 fue trágico. Torrentes de sangre derramada injustamente
empaparon todos los rincones de El Salvador. Al año siguiente se inició una guerra que duraría doce largos años.
La sangre de Oscar Romero, mezclada para siempre con la del pueblo que amó y sirvió, no ha dejado de ser fecunda. El 1 de marzo de 1992, cuando terminó la guerra en El Salvador, una gigantesca manta colocada en lo más alto de Catedral acompañaba a la multitud que celebraba el primer día de la paz y la libertad. Decía: «Monseñor, hoy resucitaste en tu pueblo». A 20 años de su martirio, El Salvador y Centroamérica le ofrecen a América Latina y
al mundo, con legítimo orgullo, la vida y la entrega de la vida de un hombre ejemplar que puso todo el poder que tenía al servicio de la dignidad de los pobres y que sigue inspirando cambios, sueños y compromisos.
Compartir:

Artículos Relacionados

Deja una respuesta

WordPress Theme built by Shufflehound. piensaChile © Copyright 2021. All rights reserved.