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Teología de la Liberación

El legado de Monseñor Romero mártir

El legado de Monseñor Romero mártir
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El cambio en el título de esta conferencia, “el legado de Monseñor Romero mártir” en lugar de “el legado de los mártires”, se debe a que ustedes acaban de visitar el lugar donde Monseñor vivió y fue asesinado, y el lugar en el que está enterrado. Y se debe también a la cercanía de su canonización, aunque esto no sea decisivo para hablar del legado de Monseñor en este congreso,

Antes de empezar he de decir que varias ideas de mi exposición, a veces párrafos enteros, ya han sido publicadas recientemente, sobre todo en la Revista Latinoamericana de Teología. La razón para usar ahora lo ya publicado son las innumerables peticiones de hablar y escribir sobre Monseñor Romero que estos días me han llegado de muchas partes. No he tenido tiempo para más, sino para repetir, actualizándolos, algunos textos. Y sin más, comenzamos.

I

El legado. Monseñor Romero y Jesús de Nazaret

Por legado no entiendo una herencia, bien o mal adquirida, que pasa de unos a otros, sino algo de entidad importante que se nos ha impuesto. Legados no aparecen a voluntad, ni calculadamente, pero cuando surgen traen consigo la exigencia de poner a producir su contenido, y también la exigencia de que este sea transmitido.

Monseñor Romero nos dejó un legado. Y para decirlo desde el principio su legado es su misma realidad, lo que él fue y lo que él hizo. Y eso es lo que hay que poner a producir. Hoy es tan útil y necesario como lo fue en tiempo de Monseñor.

Con estas palabras estoy actualizando muy sucintamente al hablar de monseñor Romero lo que en los Hechos de los apóstoles Pedro dijo en casa de Cornelio, centurión romano y hombre de bien, cuando le pidieron  hablar de Jesús de Nazaret.

“Ustedes ya conocen lo sucedido por toda Galilea y Judea”, comenzó. Y esto se aplica en buena medida al conocimiento que ustedes tienen de Monseñor Romero. Pedro prosiguió narrando lo fundamental de la vida de Jesús: “pasó haciendo el bien, sanando a los poseídos por el Diablo”. Dio la razón: “porque Dios estaba con él”. Y concluyó narrando su destino: “le dieron muerte colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó”.

Ese esquema de vida y destino de Jesús me viene a la mente al recordar a Monseñor Romero. Sin forzar las cosas, y con todas las analogías del caso, voy a exponer quién fue Monseñor Romero y cuál fue su destino. Para ello voy a usar las palabras de un campesino y de un teólogo ilustrado. El campesino dijo: “Monseñor dijo la verdad. Nos defendió a nosotros de pobres. Y por eso lo mataron”. Ignacio Ellacuría dijo: “Con monseñor Romero Dios pasó por El Salvador”. Quizás ya han escuchado estas palabras, pues las repito con frecuencia. Pero ahora no tengo nada mejor que ofrecer.

II

Las palabras de un campesino 

  • “Monseñor Romero dijo la verdad”

Monseñor fue decidor de la verdad, estuvo poseído por ella y la dijo con pathos. Cuando la realidad era buena para los pobres, Monseñor decía la verdad como evangelio, buena noticia, con exultación y gozo. Cuando la realidad era mala, opresión y represión, crueldad, muerte -especialmente para los pobres- y miseria, Monseñor decía la verdad como mala noticia, con denuncia y desenmascaramiento, y la decía con dolor. Lleno de verdad, Monseñor fue evangelizador entrañable y profeta insobornable.

Decir que monseñor Romero fue “decidor” de la verdad puede parecer abstracto y poca cosa en comparación con otras cosas que hizo. Pero por ahí comenzó el campesino, y pienso que por buenas razones.

Como “decidor de la verdad”, monseñor Romero emitió juicios sobre la realidad, toda ella. Dejó que la realidad tomara la palabra (Karl Rahner), y él tuvo la honradez de hacer pública esa palabra que era pronunciada por la misma realidad. Aquí está la raíz del impacto de la palabra de Monseñor. Y dado el lamentable estado en que entonces estaba la verdad en el país -y dudo que hayamos mejorado mucho- el impacto fue inmenso.

Como inmenso sería hoy el impacto si Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos, Estados Unidos, la Unión Europea, las instituciones eclesiásticas y religiosas, las universidades, también las megaempresas del deporte de élite, dejasen que la realidad de nuestro mundo tomara la palabra y dijese su verdad. 

Algunos podrán atenuar este juicio aduciendo que algo hemos mejorado en libertad de expresión, pero eso no implica mejorar en voluntad de verdad, que era la actitud fundamental de Monseñor.

En la tradición bíblica “decir verdad” es un imperativo que viene de lejos. Y de lejos viene también cuán peligroso es el ámbito en que se mueve la verdad. “El maligno es asesino y mentiroso”, dice el evangelio de Juan (8, 44). Primero da muerte y después la encubre. Y positivamente, en consonancia con lo que Puebla dice que hace Dios (n.1142), como veremos más adelante, Monseñor captó que la finalidad última del decir verdad consistía en defender al pobre.

Desde estas convicciones Monseñor Romero dijo la verdad de forma nunca conocida en el país, ni antes ni después -aunque el Padre Ellacuría también la dijo poderosa y audazmente. Monseñor la dijo vigorosamente, pues se remitía a lo más básico y fundamental: “nada hay tan importante como la vida humana, sobre todo la vida de los pobres y oprimidos” (16 de marzo, 1980). Y si no recuerdo mal, en Puebla le dijo a Leonardo Boff: “ustedes, teólogos, ayúdennos a defender lo mínimo que es el máximo don de Dios: la vida”.

Dijo la verdad extensamente, para poder decir “toda” la verdad -y sus homilías podían durar una hora. La dijo públicamente, “desde los tejados”, como pedía Jesús, en catedral y a través de la YSAX. Dijo la verdad popularmente, aprendiendo muchas cosas del pueblo, de modo que, sin saberlo, los pobres y los campesinos eran en parte coautores de sus homilías y cartas pastorales. “Entre ustedes y yo hacemos esta homilía” (16 de septiembre, 1979). “Ustedes y yo hemos escrito la cuarta carta pastoral” (6 de agosto de 1979). Y formuló notables sentencias sobre su relación con el pueblo para decir verdad. “Siento que el pueblo es mi profeta” (8 de julio, 1979). “Hicimos una reflexión tan profunda que yo creo que el obispo siempre tiene mucho que aprender de su pueblo” (9 de septiembre de 1979).

Y fue también popular pues Monseñor respetaba y apreciaba la “razón”, el discurrir del pueblo, de la gente sencilla. Y evitaba con éxito dar pasos hacia la infantilización religiosa, peligro que suele ser normal en la pastoral.

Diciendo la verdad en homilías dominicales y en cartas pastorales Monseñor pasó haciendo el bien. Y adelantándome un poco, a Monseñor no lo mataron simplemente por defender la verdad, sino por decirla. De ahí que me agrada la expresión: “Monseñor decidor de la verdad”.

  • Nos defendió a nosotros de pobres”

En América Latina, y ciertamente en El Salvador, creo que suficiente gente ha hecho una “opción por los pobres”. En el lenguaje de la jerarquía esta se ha convertido en una expresión  aceptada, y bien podemos decir que ya pertenece a la ortodoxia eclesiástica, también con el peligro de toda ortodoxia: que las aristas sean limadas y que lo fundamental llegue  a desleírse.

No quiero minusvalorar las cosas bien dichas en Puebla sobre pobres y pobreza, sobre todo la sobrecogedora letanía de los rostros de pobres (n. 32-39), su multitud (n. 29), sus causas estructurales y sus exigencias (n. 30). Pero dicho esto voy a insistir en una comprensión más precisa de la opción, que aparece en la formulación teologal que hace Puebla, es decir, qué y cómo hace Dios su opción por los pobres, lo cual en mi opinión no suele tenerse muy en cuenta. Intentarlo puede parecer audaz, incluso arrogante. Pero Puebla tuvo esa audacia, sin ninguna arrogancia. Dice en el n. 1142:

“Los pobres merecen una atención preferencial, cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren. Hechos a imagen y semejanza de Dios, para ser sus hijos, esta imagen está ensombrecida y aun escarnecida. Por eso Dios toma su defensa y los ama“.

“Amar a los pobres” es esencial a la opción, ciertamente, pero el amor tiene muchas formas de expresarse. Hoy, amar es ayudar a hambrientos y presos, acoger a refugiados, devolver dignidad y reparación a víctimas de pederastia. Sin embargo, en ese amar falta todavía algo esencial: Dios defiende a pobres y víctimas. Y al menos en la formulación, con prioridad a otros dimensiones del amor. 

El campesino sí entendió bien la opción por los pobres de monseñor Romero.  “Nos defendió a nosotros de pobres”. Estas palabras no suelen ser muy usadas al hablar de monseñor Romero, pero son fundamentales para hablar de la opción de Dios. Pienso que el campesino no tenía en mente a Puebla, pero le atinó. Captó intuitivamente, y habló con precisión. “Monseñor nos defendió a nosotros, de pobres”. No tengo nada que añadir a esta solemne sentencia del campesino. Ni al lenguaje que usó: nos defendió a nosotros “de pobres”, es decir a nosotros “que somos pobres”. Monseñor defendió a los pobres y oprimidos del país. No sólo optó por ellos.

Ese defender significó impulsar la organización popular y el Socorro Jurídico para defender a campesinos y víctimas de quienes les oprimían y reprimían. Cuando arreció la represión abrió las puertas del seminario central San José de la Montaña para acoger, y así defender, a los campesinos que huían de Chalatenango -lo que por cierto disgustó a varios obispos. Y ciertamente, semana tras semana, defendió a pobres y víctimas con la verdad que proclamaba públicamente en sus homilías. Es claro, pues, que Monseñor defendía al oprimido.

Pero también hay que entender lo que implica defender. Defender supone enfrentarse a y, cuando es necesario, luchar contra los que agreden, empobrecen, persiguen, oprimen y reprimen. Por defender a los pobres Monseñor se enfrentó con los que mienten y asesinan, fuesen personas, instituciones o estructuras. Y la suya fue una defensa primordial, que iba mucho más allá de lo que convencionalmente se suele entender por “defender un caso” con la finalidad, además, de “ganar un caso”, como aparece con frecuencia en programas de televisión. Ganar él un caso, nunca fue la perspectiva de Monseñor, obviamente. Trabajaba y luchaba para que ganase la realidad maltrecha, la justicia y la verdad. Más a fondo, trabajaba y luchaba para que alguna vez no perdiesen los de siempre.

Voy a recordar un momento en que defender le llevó a enfrentarse directamente con la Corte Suprema de Justicia. Esta le había emplazado públicamente a que dijese los nombres de “los jueces que se venden”, que Monseñor habría denunciado en su homilía dominical. Los asesores de Monseñor estaban asustados, y no sabían cómo Monseñor iba a salir con bien ante tal emplazamiento.

Monseñor no se alteró. En la homilía siguiente aclaró en primer lugar que él no había dicho “jueces que se venden”, sino “jueces venales”. Pero no se entretuvo en si dije o no dije esto o aquello, que poco importaba, sino que sin más miramientos fue al fondo de la cuestión.

«¿Qué hace la Corte Suprema de Justicia? ¿Dónde está el papel transcendental en una democracia de este poder que debía estar por encima de todos los poderes y reclamar justicia a todo aquel que la atropella?  Yo creo que gran parte del malestar de nuestra patria tiene allí su clave principal, en el presidente y en todos los colaboradores de la Corte Suprema de Justicia, que con más entereza deberían exigir a las cámaras, a los juzgados, a los jueces, a todos los administradores de esta palabra sacrosanta, la justicia, que de verdad sean agentes de justicia” (30 de abril, 1978)».

Por último, Monseñor fue defensor del pobre con todo lo que era y tenía. Cinco días antes de ser asesinado, a un periodista extranjero que le preguntaba cómo era posible, en situación tan difícil, ser solidarios con el pueblo salvadoreño le contestó: “El que no pueda hacer otra cosa que rece”. Hagan lo que puedan, pero hagan, hagan todo lo que puedan, vino a decir. Y añadió la razón para ese hacer necesario de quienquiera que quiera ser humano. “Y no olviden que somos hombres […] Y que aquí están sufriendo, muriendo, huyendo, refugiándose en las montañas”.

Seis semanas antes de ser asesinado, en la Universidad de Lovaina, con gran naturalidad, elevó lo humano amenazado,empobrecido y agredido a realidad teologal. Introdujo al pobre en el ámbito de Dios: “la gloria de Dios es que el pobre viva”. Defender al pobre es defender a Dios. En palabras de Gustavo Gutiérrez también se podría decir es practicar a Dios.

  • “Y por eso lo mataron”

El lenguaje de mártires en el mundo del buen vivir y del querer vivir bien produce extrañeza, incluso repulsión. Entre nosotros, después de Rutilio, Romero, las cuatro hermanas estadounidenses, y miles y miles de hombres y mujeres sencillas que fueron matados inocente y la mayoría de ellos indefensamente, aunque suene a paradoja también puede produce luz, ánimo y agradecimiento. Pero eso no debiera llevar a que el término “mártir” pierda su vigor material primario, ni siquiera insistiendo -y en mi opinión reduciéndolo- a ser testigo. Hay testigos honrados, íntegros, que no son matados. Los mártires son ante todo seres humanos que, por defender a personas y causas justas y necesarias, son matados. Remiten ante todo al Jesús matado en la cruz.

En este contexto las palabras finales del campesino son muy importantes. No dice “y lo mataron”, sino que precisa estupendamente “y por eso lo mataron”. Ese “eso” es lo que ha dicho antes: “nos defendió a nosotros de pobres”

Siempre hay razones para ser matado martirialmente. El mismo Monseñor, cuando asesinaron al padre Rafael Palacios dijo en la homilía de su funeral: “se mata al que estorba”. Por aquellos años, en 1975, la Congregación General XXXII pidió a los jesuitas “introducirse en la lucha crucial de nuestro tiempo, la lucha por la fe y la lucha por la justicia que esa misma fe exige”. Y los padres de la Congregación añadieron sabiamente: “no haremos esto sin pagar un precio”. Hacer justicia es estorbar, y ser matado es pagar un precio.

Quien defiende a pobres y oprimidos debe estar dispuesto a ser matado, lo que ocurre de diversas formas, todas las cuales participan, análogamente, en que arrebatan vida. Lo importante, sin embargo, es la tesis, que Ellacuría repetía con toda claridad al pensar en concreto en la identidad de una universidad de inspiración cristiana. Decía que si una universidad sufre persecución, algo o mucho ha hecho de lo que tenía que hacer. Y más claramente, si no sufre persecución alguna no ha hecho lo que tenia que hacer. No ha defendido a los oprimidos.

Monseñor Romero era consciente de que lo podían matar. Un mes antes de ser asesinado, haciendo Ejercicios de san Ignacio, le manifestó a su confesor, el Padre Azkue “el miedo a una muerte violenta”. De hecho, Monseñor vivió  tres años de muerte anunciada. Estallaron bombas en templos, en el seminario, en residencias de religiosos y religiosas, en colegios católicos, en la UCA. Hubo atentados en importantes lugares de trabajo de la arquidiócesis, como la imprenta y la emisora YSAX. Y hubo frecuentes cateos en viviendas e instituciones. Especialmente dolorosos y premonitorios tuvieron que ser los asesinatos de seis sacerdotes, cinco diocesanos y un jesuita. Su muerte estaba anunciada.

También durante tres años tuvo que pagar el precio de sufrir el odio de los poderosos. Un matutino en letras grandes decía en primera plana: “Monseñor Romero vende su alma al diablo”. Y en otra ocasión: “Harán un exorcismo a monseñor Romero”. No le perdonaban lo que hacía ni lo que decía. En un arrebato cristiano Monseñor dijo una vez con cierto gracejo: “Si Jesucristo hubiera sido el arzobispo de San Salvador en esta hora, le lloverían mucho más que a mí los insultos, las calumnias” (5 de diciembre, 1977).

Y con total seriedad, en los Ejercicios que acabo de mencionar, tras la meditación sobre el seguimiento de Cristo –el rey eternal– Monseñor escribió su oblación a Jesucristo usando las palabras de san Ignacio:

“Eterno señor de todas las cosas, yo hago mi oblación con vuestro favor y ayuda, delante vuestra infinita bondad y delante vuestra Madre gloriosa y de todos los santos y santas de la corte celestial, que yo quiero y deseo y es mi determinación deliberada, sólo que sea vuestro mayor servicio y alabanza, de imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio y toda pobreza así actual como espiritual, queriéndome vuestra santísima majestad elegir y recibir en tal vida y estado”.

Monseñor Ricardo Urioste, su vicario general recientemente fallecido, solía repetir que “Monseñor Romero fue el salvadoreño más querido y el más odiado”. Es claro que ha sido el más querido, quien ha proporcionado alegría y dignidad al pueblo. Y es claro que le odiaron mucho muchos: potentados, opresores y victimarios, escuadrones de la muerte, militares y cuerpos de seguridad, gobernantes y políticos, los de casa y los del imperio del norte, muchos medios de comunicación social y algunos miembros de la jerarquía, aquí y en Roma.

Pero Monseñor no devolvió mal por mal, y nunca odió a quienes le odiaban. La razón no era practicar la virtud de la ascesis, tal como se nos recomendaba o exigía en los seminarios y noviciados, sino no poder ser de otra manera. En la homilía del 10 de septiembre de 1978 se dirigió “a mis queridos hermanos que me odian”:

“Queridos hermanos, sobre todo ustedes queridos hermanos que me odian; ustedes mis queridos hermanos que creen que yo estoy predicando la violencia  y me calumnian y saben que no es así; ustedes que tienen las manos manchadas de crimen, de tortura, de atropello, de injusticia: ¡conviértanse! Les quiero mucho, me dan lástima porque  van por caminos de perdición”.

Y muy poco antes de su muerte dijo en la homilía del 16 de marzo: “Me da más lástima que cólera cuando me ofenden y me calumnian. Que sepan que no guardo ningún rencor, ningún resentimiento”. Y a un periodista dijo las  siguientes palabras que son muy citadas, aunque a veces se discuta su autoría. “Puede usted decir, si llegan a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan. Ojalá, sí se convenzan que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás”. Ya he dicho que algunos dudan de que estas sean palabras textuales de Monseñor. Puede ser. De lo que no tengo duda es que son palabras muy coherentes con otras que ciertamente dijo Monseñor. Y sobre todo con lo que Monseñor Romero llevaba en su corazón y decía ante su Dios.

Yo pienso que Monseñor pudo cargar con el odio de unos contra él porque él cargó con el sufrimiento de los pobres, los oprimidos, las víctimas. Y con su amor, ellos cargaron con él. Quien ama y es amado así no puede odiar a nadie. Sólo puede amar a todos.

Retorno a la oblación de Monseñor. Después de escribir su oblación con las palabras de san Ignacio continuó escribiendo con las suyas propias su ofrecimiento a Cristo. El final es entrañable y sorprendente. Las palabras expresan sencillez y esperanza exquisitas

“Así concreto mi consagración al corazón de Jesús, que fue siempre fuente de inspiración y alegría cristiana en mi vida. Así también pongo bajo su providencia amorosa toda mi vida y acepto con fe en Él mi muerte por más difícil que sea. Ni quiero darle una intención como lo quisiera por la paz de mi país y por el florecimiento de nuestra Iglesia […] porque el corazón de Cristo sabrá darle el destino que quiera. Me basta para estar feliz y confiado saber con seguridad que en Él está mi vida y mi muerte, que a pesar de mis pecados en Él he puesto mi confianza y no quedaré confundido y otros proseguirán con más sabiduría y santidad los trabajos de la Iglesia y de la Patria”.

Termino esta primera parte de mi exposición con estas breves y emblemáticas palabras del mismo Monseñor. “Hay  que convertirse, queridos hermanos; yo el primero” (11 de noviembre de 1979). “¡Qué hermoso es ser cristiano! De veras, es abrazar la palabra de Dios encarnada, hacer suya la fuerza de salvación, tener esperanza, aun cuando todo parece perdido” (16 de julio, 1978). “Mi voz desaparecerá, pero mi palabra, que es Cristo, quedará en los corazones que la hayan querido acoger” (17 de diciembre de 1978).

No sé qué pensará el campesino sobre estas reflexiones. Pero para conocer el legado de Monseñor Romero y ponerlo a producir me encanta repetir sus sabias palabras. «Monseñor dijo la verdad. Nos defendió a nosotros de pobres. Y por eso lo mataron.

III             

Las palabras de Ignacio Ellacuría 

El campesino habló sobre qué hizo Monseñor y sobre su destino. Ellacuría las hubiese aceptado totalmente, y por su cuenta añadió otras dos cosas, una explícita y otra implícitamente. Al hablar de lo que él decía sobre Monseñor Romero insistió en la estrecha relación de Monseñor con Dios. Y aunque no habló explícitamente de ello, es evidente que Monseñor Romero le causó un gran impacto que le cambió hondamente..                              

  • “Difícil hablar de Monseñor Romero sin hablar de Dios”.

Ellacuría escribió una vez que “es difícil hablar de Monseñor Romero sin verse forzado a hablar del pueblo”. Y así lo hizo él. Siguiendo esa misma lógica, es decir, teniendo en cuenta las exigencias que imponía la realidad del mismo Monseñor Romero para hablar de él adecuadamente, decimos nosotros ahora que para Ellacuría fue “difícil hablar de Monseñor Romero sin verse forzado a hablar de Dios”.

He encontrado tres textos en los que Ellacuría relaciona a Monseñor Romero explícitamente con Dios. El primero es de los inicios del ministerio arzobispal de Monseñor en la carta que escribió a Monseñor Romero el 9 de abril de 1977, carta espléndida que he publicado varias veces. El segundo está en un artículo que le pidió la revista Razón y Fe pocos meses después del asesinato de Monseñor. El tercero, el más conocido, son las palabras que pronunció en la homilía de la misa del funeral de Monseñor en la UCA.

En cada uno estos tres textos de Ellacuría aparece la relación entre Monseñor Romero y Dios en una afirmación teologal breve y lapidaria. A estas Ellacuría añade afirmaciones explicativas.

Lo que voy a decir a continuación recoge en lo sustancial mi exposición ante un grupo de estudiosos de Ellacuría que en el 2013 se reunieron en San Salvador. Me invitaron a hablar sobre Ellacuría sin indicarme un tema determinado. Yo elegí hablar sobre la fe de Ellacuría. Y para hacerlo de forma concreta e histórica les hablé del impacto de Monseñor Romero en Ignacio Ellacuría. En primer lugar, veamos y analicemos los tres textos mencinados.

  1. “He visto en la acción de usted el dedo de Dios”

“Desde este lejano exilio quiero mostrarle mi admiración y respeto”. Así comienza la carta que escribió a Monseñor Romero el 9 de abril de 1977 desde su exilio en Madrid. Y añade tres razones explicativas para que la expresión “he visto en la acción de usted el dedo de Dios” no quedase reducida a acompañamiento meramente literario.

«El primer aspecto que me ha impresionado es el de su espíritu evangélico […] Usted inmediatamente percibió el significado limpio de la muerte del padre Grande, el significado de la persecución religiosa y respaldó con todas sus fuerzas ese significado. Eso muestra su fe sincera y su discernimiento cristiano».

“Tuvo el acierto de oír a todos, pero acabó decidiendo por lo que parecía a ojos prudentes lo más arriesgado. En el caso de la única misa, de la supresión de las actividades de los colegios, de su firme separación de todo acto oficial, etc., supo discernir dónde estaba la voluntad de Dios y supo seguir el ejemplo y el espíritu de Jesús de Nazaret». Es el segundo aspecto.

«El tercer aspecto es que usted ha hecho Iglesia y ha hecho unidad en la Iglesia. Bien sabe usted lo difícil que es hacer esas dos cosas hoy en San Salvador. Pero la misa en la catedral y la participación casi total y unánime de todo el presbiterio, de los religiosos y de tanto pueblo de Dios muestran que en esa ocasión se ha logrado. No ha podido entrar usted con mejor pie a hacer Iglesia y a hacer unidad en la Iglesia dentro de la arquidiócesis. No se le escapará que esto era difícil. Y usted lo ha logrado. Y lo ha logrado no por los caminos del halago o del disimulo, sino por el camino del Evangelio: siendo fiel a él y siendo valiente con él. Pienso que mientras usted siga en esta línea y tenga como primer criterio el espíritu de Cristo martirialmente vivido, lo mejor de la Iglesia en San Salvador estará con usted y se le separarán quienes se le tienen que separar. En la hora de la prueba se puede ver quiénes son fieles hijos de la Iglesia, continuadora de la vida y de la misión de Jesús, y quiénes son los que se quieren servir de ella».

En este modo de actuar de Monseñor, Ellacuría vio “el dedo de Dios”. Desconozco por qué uso estas últimas palabras, pero lo más importune es que Monseñor Romero hizo que Ellacuría “se viese forzado a hablar de Dios”. El hacer de Monseñor le hacía ver el hacer de Dios.

  1. “Monseñor Romero fue un enviado de Dios para salvar a su pueblo”

Monseñor Romero, un enviado de Dios”. Como el campesino Ellacuría menciona el martirio de monseñor Romero con aprecio y admiración, y se detiene en describirlo. «Un 24 de marzo, caía ante el altar monseñor Romero. Bastó con un tiro al corazón para acabar con su vida mortal. Estaba amenazado hacía meses y nunca buscó la menor protección. Él mismo manejaba su carro y vivía en un indefenso apartamento adosado a la iglesia donde fue asesinado. Lo mataron los mismos que matan al pueblo, los mismos que en este año de su martirio llevan exterminadas cerca de diez mil personas, la mayor parte de ellas jóvenes, campesinos, obreros y estudiantes, pero también ancianos, mujeres y niños que son sacados de sus ranchos y aparecen poco después torturados, destrozados, muchas veces irreconocibles”.

En el artículo que cito, Ellacuría comienza con la pasión, y a continuación se pregunta qué había hecho en su vida monseñor Romero. En formulación concentrada, muy querida para Ellacuría dice: «lo que hizo monseñor fue traer salvación a su pueblo”. “No trajo salvación como un líder político, ni como un intelectual, ni como un gran orador». Se puso a anunciar y realizar el Evangelio con plena encarnación y en toda su plenitud, puso a producir la fuerza histórica del Evangelio. Comprendió “de una vez por todas” -dice Ellacuría con fuerza y criticando la ausencia habitual de lo que dirá a continuación- que la misión de la Iglesia es el anuncio y la realización del Reino de Dios, que pasa ineludiblemente por el anuncio de la Buena Nueva a los pobres y la liberación de los oprimidos. Monseñor buscó y trajo una salvación real del proceso histórico. Y habló a favor del pueblo “para que él mismo construyese críticamente un mundo nuevo, en el cual los valores predominantes fueran la justicia, el amor, la solidaridad y la libertad”.

Ellacuría vio en monseñor Romero don y gracia. “Fue un enviado”, dice, no mero producto de nuestras manos. Se convirtió -no para todos por igual- “en el gran regalo de Dios”. “Los sabios y prudentes de este mundo, eclesiásticos, civiles y militares, los ricos y poderosos de este mundo decían que hacía política. El pueblo de Dios, los que tienen hambre y sed de justicia, los limpios de corazón, los pobres con espíritu, sabían que todo eso era falso. Nunca habían sentido a Dios tan cerca, al espíritu tan aparente, al cristianismo tan verdadero, tan lleno de gracia y de verdad”.

“Todo ello le ganó el amor del pueblo oprimido y el odio del opresor. Le ganó la persecución, la misma persecución que sufría su pueblo. Así murió y por eso lo mataron. Por eso igualmente monseñor Romero se convirtió en un ejemplo excepcional de cómo la fuerza del Evangelio puede convertirse en fuerza histórica de transformación”.

  1. “Con Monseñor Romero Dios pasó por El Salvador”

Ellacuría pronunció estas palabras en la misa funeral de Monseñor Romero que celebramos en la UCA. En ellas quién era Monseñor para Ellacuría Monseñor alcanzó su punto culminante. Y con razón estas palabras son las más conocidas.

En estas palabras hay genialidad de pensamiento, y no conozco pastores ni teólogos, filósofos ni políticos, que conceptualicen y formulen realidades con tal radicalidad. Las palabras pueden extrañar y sorprender. Pudieran parecer en exceso abstractas, y, aunque teologales, quizás no suenen en exceso religiosas y piadosas. Pero debo confesar que para mí son verdaderas y son fructíferas. Al menos expresan más verdad y producen más frutos que otras que he escuchado sobre monseñor Romero. Me explico.

Ellacuría vio  en la historia de Monseñor una ultimidad y una radicalidad que, en ese grado, no encontró en ninguna otra realidad, aunque esas realidades fuesen la justicia, la verdad y la libertad, la democracia y el socialismo -en sus mejores momentos-, ni, que yo recuerde, en otras personas del pasado, por muy venerables que hubiesen sido. Vio que el paso de Dios en Monseñor producía bienes, personales y, novedosamente, sociales difíciles de conseguir, y una vez conseguidos, difíciles de mantener. Producía justicia sin ceder ante la injusticia, defensa y liberación de los oprimidos enfrentándose a sus opresores y esclavizadores. Producía compasión y ternura hacia los indefensos. Producía verdad sin componendas, no aprisionada por la mentira, ni por el peligro recurrente de ceder a lo políticamente correcto. Y mantenía una esperanza que no muere.

A Ellacuría, Monseñor le habló, por una parte, de un Dios de pobres y mártires, ciertamente, liberador, exigente, profético y utópico. En una palabra, le habló de lo que en Dios hay de “más acá”. Pero también le habló de lo que en Dios hay de inefable, no adecuadamente historizable, de lo que en Dios hay de “más allá”, de misterio insondable y bienaventurado.

Así vio a Dios en Monseñor Romero Ignacio Ellacuría Y a quien el término “Dios” le resulte extraño, piense en las siguientes palabras de Ellacuría: “Lo último de la realidad es el bien y no el mal”. Eso “último” es lo que con Monseñor Romero pasó por El Salvador. 

  • Cambio y conversión en Ignacio Ellacuría

Al hablar de Monseñor Romero Ellacuría tuvo que hablar de Dios por necesidad, y eso expresaba también un cambio en Ellacuría. El cambio fue tan radical que, a mi modo de ver, bien se puede y se deber usar la palabra conversión para hacer justicia al cambio -tal como lo hicimos al hablar de Monseñor Romero. Y en ambos casos hay una coincidencia sumamente significativa. Monseñor Romero se convirtió con el asesinato de Rutilio. Ignacio Ellacuría comenzó su proceso de conversión también con el asesinato de Rutilio junto con la reacción de Monseñor ante ese asesinato. Y alcanzó su culmen con el asesinato de Monseñor Romero.

Por lo que yo sé, del cambio-conversión de Ellacuría no se suele hablar mucho, aunque sí se suelen mencionar limitaciones y defectos de su persona por una parte, y después de su martirio se suele alabar de su persona en totalidad, sin reducirla a su inteligencia. Recuerdo que una vez escuché en la UCA a una mujer que, sin saber nada del Ellacuría magnífico intelectual, me dijo: “muerto el padre Rutilio Grande, vino Monseñor Romero. Y después de Monseñor Romero nadie ha hablado como el padre Ellacurría“. Esto lo he dicho muchas veces, pero no creo que se suele mencionar al hablar de Ignacio Ellacuría.

Si se me permite una pequeña digresión sobre este asunto es claro que Ellacuría cambió en el modo de tratar a otras personas, lo que a veces hacía con dureza y prepotencia.  Mencionaré dos ejemplos. A él mismo le oí contar que de estudiante jesuita tuvo discusiones fuertes con sus superiores, y recordaba su tensión con el rector del teologado de Innsbruck a comienzos de los sesenta. Victor Codina, jesuita y compañero suyo en Innsbruck, en un artículo que escribió después de su asesinato, con aprecio y agradecimiento, le recordaba como el rey sol de Innsbruck.

Cuando ya en Madrid estuvo con Zubiri preparando el doctorado en filosofía, al ver los revuelos que causaba Ellacuría entre los estudiantes de la universidad de Comillas, un jesuita en autoridad le dijo: “¿no ha pensado usted en dejar la Compañía?”. Ellacuría le contestó: “Yo no. ¿Y usted?”. Ellacuría podía ser tajante sin contemplaciones. Podía ser adusto. Y a veces, podía ser tan firme en sus convicciones y decisiones que se mostraba duro y prepotente.

Esto no quita que Ellacuría también podía ser buen amigo y aun cariñoso. Era dado a defender a los jesuitas cuando estos eran atacados por poderosos de derecha o cuando eran incomprendidos dentro de la Compañía por defender causas justas, lo que generaba alborotos al interior de las comunidades. Con los años, aunque no puedo poner fechas, en buena medida se fueron limando los excesos y las aristas de su temperamento, sobre todo su dureza y prepotencia

Mayor fue el cambio que se fue operando en él en la época en que vivió y trabajó en El Salvador entre finales de los sesenta y finales de los ochenta. Pienso que hubo dos épocas, siendo la segunda la de mayor profundidad personal.

En la primera época, de 1968 a 1977, Ellacuría, como ser humano, jesuita y cristiano, hizo una opción por los pobres, una opción radical por la justicia, y llevó a cabo una lucha contra la injusticia que empobrecía a las mayorías. Eso le llevó a defender públicamente, y con buenos argumentos, a Medellín y a la Congregación General XXXII. Sobre lo que ocurría en El Salvador defendió la validez de la huelga de maestros de 1971 sobre la que la UCA publicó un libro poco después. Denunció el fraude electoral de 1972, sobre lo que, junto con otros compañeros, publicó el libro El año político. En 1976 defendió las promesas de reforma agraria, por pequeñas y aun falaces que fueran, de parte del gobierno del presidente Molina.

Por lo que toda a su vida interior, la vida de su espíritu digamos, son prueba de cambio y aun de conversión los ejercicios de san Ignacio que dirigió a toda la provincia en 1969 y a un buen grupo de jesuitas jóvenes en 1971. En esto Ellacuría no era único, pues un buen número de jesuitas de nuestra provincia y de otras de América Latina también aceptaron el cambio y se convirtieron. Pero a mi modo de ver, Ellacuría fue preclaro.

En 1977, con el asesinato de Rutilio Grande y la inmediata reacción de Monseñor Romero ante ese asesinato, Ellacuría entró en una segunda época de cambio que llegó a ser muy radical. En 1983, después de retornar de su segundo exilio Ellacuría, entró en los últimos seis años de su vida. La tarea fundamental a la que dedicó sus mejores energías, tiempo y salud, fue poner fin a la guerra a través de un diálogo que desembocase en negociación. Por ello tuvo que escuchar críticas de ambos lados -más de la derecha que de la izquierda- pues cada bando quería vencer sobre el otro. Y con razones, o autoengaños, esperaban que la victoria era posible.

Sobre todo a partir de ese momento me gusta usar el término conversión al hablar de Ellacuría, como lo hice al hablar de Monseñor Romero. En mi opinión comenzó a notarse en que Ellacuría hablaba de Monseñor y de Dios de una manera diferente. Y también que desde el Dios que avizoró con Monseñor Romero, profundizó y radicalizó su opción por el pueblo y por la justicia.

Algunas muestras visibles de esa conversión de Ellacuría son la carta del 9 de abril de 1977 a Monseñor Romero, que varias veces hemos publicado y comentado. El reconocimiento público de que Monseñor era superior a la UCA, y obviamente a su persona: “él era la voz, nosotros el eco”, tal como lo dijo en 1985. La veneración que tuvo por Monseñor Romero hasta el final.

Creo que no basta, como suele ser normal, tener a Ellacuría, aun admitiendo sus limitaciones y defectos, como una gran persona, muy capaz, ciertamente con gran inteligencia, tenaz y audaz, excepcional. Pensar así no es desatino, pero puede ser empobrecedor en algún grado si no se tiene en cuenta que Ellacuría, viviendo la realidad de El Salvador, con pobres, víctimas y mártires, se convirtió, y que la fe de monseñor Romero se le impuso como algo bueno y humanizante. Se alegraba de que Monseñor fuese hombre de fe, y de que esa fe fuese contagiosa. Algo o mucho de Monseñor Romero -en definitiva solo Dios lo sabe- pienso que se le pegó a Ellacuría. El misterio cobró novedad y cercanía. No tengo argumentos apodícticos para defender esta afirmación, pero puede haber vías, como decía santo Tomás, para hacerla razonable.

En su exilio en Madrid (1980-1983) con más tiempo, y en sus últimos años en El Salvador (1983-1989), aun con múltiples ocupaciones de máxima urgencia y responsabilidad, siempre encontró tiempo para escribir textos teo-lógicos especialmente sobre Iglesia, eclesiología espiritualidad y cristología, y algunos de ellos más específicamente teo-logales. En ellos abordaba directa o indirectamente la realidad de Dios.

Ellacuría mencionaba a “Dios” con naturalidad para dar fuerza a una idea, también cuando no tenía por qué hacerlo. En una dura crítica escribió: “todo importa más que escuchar realmente la voz de Dios que […] se escucha tanto en los sufrimientos como en las luchas de liberación del pueblo”.

En esa última época también pasó por momentos de oscuridad. Nunca sentí que cayera en desesperación, pues siempre seguía trabajando, pero sí sentí en él un cierto malestar de espíritu. Las cosas no marchaban bien para el país, y Ellacuría no parecía sentir un asidero seguro para su lucha por el diálogo. Una vez me dijo, como de pasada, “solo queda la estética”. Y otra vez me dijo, también de pasada, algo que el lector no entenderá y que le hará sonreír: “Ya, ni el Athletic”. Yo le comprendí perfectamente. Y es que para los nacidos en Vizcaya, el País Vasco, el club de fútbol Athletic de Bilbao solía ser algo entrañable..

Como Monseñor, tomó en serio la posibilidad de una muerte violenta. No solía hablar de ello, y ciertamente no para darse importancia. Pero era muy consciente de esa posibilidad. Conmigo habló alguna vez. Meses antes de su asesinato me dijo; «ahora que trabajo por el diálogo y la negociación mi vida corre más peligro que cuando me tenían por izquierdista y revolucionario». Y como un ilustrado estoico me dijo también: “Me han dicho que el dolor de un disparo solo dura 20 segundos”.

En medio de estas experiencias personales sobre el sentido y sinsentido de la vida, Ellacuría siguió luchando. No cambió en lo que él mismo formuló como tarea fundamental: «empujar el carro de la historia». Y siguió pensando. Escribió artículos sobre la situación militar, económica y política y varios artículos de teología que publicó en la Revista Latinoamericana de Teología, que fundamos en 1984. Eran artículos teológicos pero con un trasfondo teologal. Y más allá de temas concretos, remitiéndose al pensar y sentir de Monseñor Romero, Ellacuría hablaba con toda naturalidad de la trascendencia.

  • La insistencia de Ellacuría en la transcendencia

Creo que el mayor impacto que Monseñor Romero causó en Ignacio Ellacuría fue su fe. Usando dos frases de Monseñor en sus homilías finales Ellacuría pudo captar, con asombro sí, pero en continuidad con su propia manera de ser y hacer, lo que dijo Monseñor el 23 de marzo la víspera de ser asesinado:

“En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les pido, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.

Pienso que también captó -pero aquí su asombro pudo ser todavía mayor- lo que Monseñor había dicho seis semanas antes en la homilía del 10 de febrero:

“Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios […] ¡Quien me diera, queridos hermanos, que el fruto de esta predicación de hoy fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos con Dios y que viviéramos la alegría de su majestad y de nuestra pequeñez”.

Ante palabras como esas Ellacuría sentía -esa es mi convicción- que en Monseñor Romero había algo diferente, superior, no sólo cuantitativa sino cualitativamente. A él, no le empequeñecía, pero le ayudaba a saberse y ubicarse mejor como ser humano. De hecho, Monseñor le llevó a mencionar varias veces y en momentos importantes la transcendencia.

El día en que la UCA otorgó un doctorado a Monseñor Romero, Ellacuría, al hablar explícitamente de su esperanza dijo:

“Sobre dos pilares apoyaba Monseñor Romeros su esperanza: un pilar histórico que era su conocimiento del pueblo al que atribuía una capacidad de encontrar salidas a las dificultades más graves, y un pilar transcendente que era su persuasión de que últimamente Dios era un Dios de vida y no de muerte, que lo último de la realidad es el bien y no el mal”.

Y en el artículo citado Monseñor Romero, un envido de Dios para salvar a su pueblo Ellacuría, al hablar de la salvación, retomó la insistencia de Monseñor Romero en la transcendencia.

“Monseñor Romero nunca se cansó de repetir que los procesos políticos, por muy puros e idealistas que sean, no bastan para traer a los hombres la liberación integral. Entendía perfectamente aquel dicho de san Agustín que para ser hombre hay que ser “más” que hombre. Para él, la historia que solo fuese humana, que solo pretendiera ser humana, pronto dejaría de serlo. Ni el hombre ni la historia se bastan a sí mismos. Por eso no dejaba de llamar a la trascendencia. En casi todas sus homilías salía este tema: la palabra de Dios. La acción de Dios rompiendo los límites de lo humano”.

Esto que aquí dice Ellacuría esquemáticamente sobre Monseñor y la transcendencia, puede verse también en los textos ya analizados en que relaciona a Monseñor Romero con Dios,  Y lo hace con una novedad: pone en relación activa y dinámica a Dios y pueblo, a pueblo y Dios.

Por un lado Ellacuría captó a Dios abajándose al pueblo: “Dios pasó por El Salvador”, y no cabe duda por cuál El Salvador pasó Dios, por el de pobres y oprimidos, por el de victimas y mártires. Por otro lado Ellacuría captó al pueblo elevándose a Dios. El pueblo de Dios, los que tienen hambre y sed de justicia, los limpios de corazón, los pobres con espíritu, “nunca habían sentido a Dios tan cerca”.

Puede ser que esté forzando un poco el lenguaje, pero Ellacuría desde Monseñor vio a un Dios acercándose al pueblo, y a un pueblo acercándose a Dios. Y pienso que pudo ver a un Dios así, por la afinidad martirial de Monseñor con el pueblo y por el amor total de Monseñor al pueblo.

  • Monseñor Romero fue el rostro del misterio de Dios

Aunque me alargue un poco, permítanme una segunda digresión sobre la fe de Ellacuría. He contado varias veces que en 1969, en una reunión en Madrid, le oí decir en un pequeño grupo: “Rahner lleva con elegancia sus dudas de fe”, con lo cual venía a decir -esa fue mi convicción- que tampoco para él la fe era algo obvio. Sus palabras no me sorprendieron, pues aquellos eran años recios para la fe en Dios, la mía propia y la de otros compañeros e incluso profesores. El contacto abierto y serio con los filósofos modernos -increyentes la mayoría de ellos, con la excepción de Xavier Zubiri-, el surgir de la teología crítica, incluso la de la muerte de Dios -ese era el ambiente que predominaba en los años en que Ellacuría alcanzó su madurez intelectual-, su propio talante honesto y crítico, nada propicio a credulidades y argumentos poco convincentes y de matices apologéticos, y el gran cuestionamiento de Dios que es la miseria y el escándalo del continente latinoamericano no debieron hacer obvia la fe en Dios de un Ignacio Ellacuría.

Como muchos otros, pienso que Ellacuría anduvo a vueltas con Dios. En palabras de la Escritura, pienso que luchó con Dios, como Jacob. Y mi convicción es que se dejó vencer por Dios, aunque la victoria, o la derrota, es siempre cosa muy personal, de ello solo se puede hablar con infinito cuidado, y en definitiva no es captable desde fuera.

Dicho en palabras más sencillas, lo que pienso que ocurrió es que Monseñor Romero, sin proponérselo Ellacuría, le impulsó y le capacitó para ponerse activamente y novedosamente -y mantenerse- ante el misterio último de la realidad. De Monseñor le impresionó profundamente cómo se remitía a Dios, no solo en la reflexión y en la predicación, sino en la más profunda realidad de su vida. Dios era para Monseñor absolutamente real. Y Ellacuría vio que con ese Dios Monseñor humanizaba a las personas y traía salvación a la historia.

Monseñor Romero vino a ser para Ellacuría como el rostro del misterio que asoma en nuestro mundo, misterio en definitiva más fascinans que tremendum. Y en presencia de ese Monseñor Ellacuría se sentía -él, que no estaba acostumbrado a ello- pequeño, pero con un empequeñecimiento que no humilla, sino que nos ubica adecuadamente en la historia y nos otorga dignidad. Con exquisita delicadeza Monseñor le ofrecía aquello en lo que él era eximio y en lo que los demás somos más limitados.

Terminamos citando las últimas palabras de Ellacuría en su último artículo que publicó en 1989 en la Revista Latinoamericana de Teología. En él trató de profecía  y utopía, de Iglesia, fe y salvación.

“La negación profética de una iglesia como el cielo viejo de una civilización de la riqueza y del imperio y la afirmación utópica de una iglesia como el cielo nuevo de una civilización de la pobreza es un reclamo irrecusable de los signos de los tiempos y de la dinámica soteriológica de la fe cristiana historizada en hombres nuevos”.

Y concluyó: “Estos hombres nuevos siguen anunciando firmemente, aunque a oscuras, un futuro siempre mayor, porque más allá de los sucesivos futuros históricos se avizora el Dios salvador, el Dios liberador”.

Ver a Dios y al pueblo así, responder y corresponder a ese Dios y a ese pueblo, pienso que es el legado que nos ha dejado Monseñor Romero. En mayor o menor grado, varias personas han recogido ese legado y lo han puesto a producir. Y ya que estamos en un auditorio que lleva su nombre, no olvidemos que el legado del mártir Monseñor Romero lo recogió y lo puso a producir magníficamente el mártir Ignacio Ellacuría. Por eso he hablado largamente de él en esta exposición.

Jon Sobrino

2 de septiembre de 2018

Auditorio Ignacio Ellacuría de la UCA

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