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Chile. Ya no basta con marchar Guardar

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28 de abril de 2018
Desde 2011 las manifestaciones y marchas de protesta de la ciudadanía, especialmente estudiantes, trabajadores y pobladores, han cambiado parcialmente la fisonomía política del país. La “pax veneciana” de la década de los 90 y los primeros años del cambio de siglo ya parecen muy lejanos. La protesta y la reivindicación social ya no son objetos de museo como parecían serlo durante los “años dorados” de la Concertación, cuando este conglomerado partidario y sus gobiernos parecían asegurar indefinidamente el orden social neoliberal a punta de discursos democráticos, el fantasma de un regreso al pasado dictatorial, mesas de diálogo anuladoras de las energías populares, bonos asistenciales, reformas a cuentagotas, promesas de “chorreo”, chantaje electoral del “voto útil” por el “mal menor” y acciones represivas contra segmentos bien acotados de la población, refractarios a la política de consenso dominante. Aunque estos elementos, en su mayoría, están vigentes aún en la estrategia de los gobernantes, ya no son suficientes para contener el creciente descontento social. Una táctica aggiornada, recubierta con el glamoroso traje de ciertas reivindicaciones populares dio a luz el nombre de fantasía de “Nueva Mayoría”, dando inicio a una nueva fase de gobierno basada en la contención social.

Durante este nuevo período, nuevamente es la represión la que vuelve a jugar un rol esencial para anular la presión proveniente desde la base de la sociedad. Intransigencia es la reacción característica del poder político cuando este considera que los límites están comenzando a sobrepasarse. Entonces, el problema surge porque dichos límites son bastante estrechos en el Chile neoliberal.

La población podrá marchar cuanto quiera, pero el sistema político, el orden social, el consenso dominante y los viejos reflejos de la casta político-empresarial que dirigen los destinos del país hacen oídos sordos al clamor popular si este es considerado como un peligro para el modelo y sus sostenedores. Reformas y concesiones se realizan en la medida que no alteren mayormente las fronteras del neoliberalismo y de la democracia restringida, tutelada y de baja intensidad. Las demandas y protestas populares se estrellan generalmente contra ese muro. El “diálogo”, concesiones microscópicas y represión forman parte inseparable de la mezcla de albañilería de dicho muro. Partes inseparables.

¿Qué hacer entonces si los repertorios tradicionales -como las marchas y actos de protesta- terminan siendo inocuos? No se trata, evidentemente de renunciar a ellos puesto que, a mayor masividad y frecuencia, mayor es su capacidad de presión aun cuando, como hemos visto en los últimos años, especialmente en el caso del movimiento estudiantil, sus resultados en términos de ganancias tangibles son más bien magros (no así en términos simbólicos, culturales y en cuanto aporte al cambio de “clima” social y político). Se impone, pues, la necesidad de sumar otros repertorios: movilizaciones descentralizadas, locales o regionales para presionar a poderes más frágiles (sin por ello renunciar a la globalidad); articulación y coordinación entre distintos movimientos sociales; educación política de los sectores populares y de la mayoría ciudadana bajo la forma de charlas, cursos, escuelas (sindicales, constituyentes y de diverso tipo), foros y reuniones de debate; impulso de paros y huelgas sectoriales, locales y regionales en la perspectiva de huelgas generales nacionales, tal como lo han hecho en varias oportunidades los trabajadores portuarios. Los trabajadores son y serán siempre el elemento clave de las luchas sociales, porque son ellos quienes producen la riqueza y sin cuyo concurso no puede funcionar una sociedad. La disputa por asegurar su organización, unidad, clarividencia, independencia de clase y autonomía es fundamental.

No obstante lo anterior, para que estas luchas sean efectivas, es necesario recalcar al menos dos elementos indispensables para aumentar sustantivamente la eficacia de los repertorios de acción. El primero guarda relación con la indefectible honestidad, probidad y consecuencia de los líderes sociales, con su autonomía e independencia respecto de poderes empresariales, estatales, partidarios, religiosos y de diverso tipo que aspiran a contener la presión social en márgenes asimilables por el sistema. Corresponde a las bases asegurarse que sus dirigentes o portavoces sean poseedores de dichas características. El segundo, tiene que ver con el igualmente imprescindible horizonte político común que estos movimientos deben construir, so pena de consumirse en demandas parciales, sectoriales, gremiales y corporativas incapaces de doblegar la resistencia de los poderes dominantes y de cuestionar su hegemonía social, económica, política, ideológica y cultural. Es preciso que los movimientos sociales avancen en la comprensión de los factores comunes que los oprimen e impiden la obtención de sus reivindicaciones -el neoliberalismo y el sistema de democracia restringida, tutelada y de baja intensidad- para, de ese modo fijar como punto de convergencia la lucha por una nueva institucionalidad política vía Asamblea Constituyente.

Una gran alianza de movimientos sociales con estas características haría que las marchas no se convirtieran en rutinarios e impotentes actos prácticamente rituales, sino en un poderoso signo de los cambios profundos por venir.

*Fuente: Resumen Latinoamericano

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