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Producir ciencia social crítica en el interregno: entrevista a Wolfgang Streeck

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Wolfgang Streeck es director emérito del Instituto Max Planck para el Estudio de las Sociedades y autor de Comprando Tiempo: La crisis pospuesta del capitalismo democrático (Katz Editores, 2016). En enero de este año recibió en su oficina en Colonia a Fernando Muñoz, editor de nuestra revista, a fin de compartir algunas reflexiones en exclusiva con los lectores de Red Seca.

Profesor Streeck, muchas gracias por la posibilidad de conversar con usted. Me interesa formularle algunas preguntas sobre los procesos que la sociedad global está viviendo hoy en día.

Muy bien. Intentaré dar mis mejores respuestas. Sin embargo, debo comenzar con una nota de precaución: vivimos en un tiempo en que las cosas se han vuelto tremendamente impredecibles, por razones que podemos ir discutiendo; y si bien sabemos por qué esto está ocurriendo, de todas maneras el resultado es que podemos esperar nuevas sorpresas, y por definición uno no conoce de antemano las sorpresas.

Ese es un punto interesante, y de hecho tengo una pregunta al respecto. Al leer algunas cosas que usted escribió en los 80’ sobre la relación entre sindicatos, empleadores y estado de bienestar en Alemania, es imposible no sentir que usted percibía en aquel entonces que estaban ocurriendo los procesos de “desorganización” del estado de bienestar que usted describe retrospectivamente en su trabajo actual. Como investigador, ¿cree usted que los cientistas sociales, cuando trabajan sobre asuntos contemporáneos, pueden llegar a adquirir un sentido de hacia dónde está “moviéndose” el presente, no desde luego del resultado final que se producirá, sino al menos de la tendencia que caracteriza al presente?

Es una buena pregunta. Hay que ser afortunado para detectar dichas tendencias; pero, desde luego, hay en juego algo más que la suerte. Ya que no podemos hacer predicciones sobre resultados específicos de los procesos sociales, debemos desarrollar hipótesis generales sobre los marcos conceptuales que gobiernan dichos procesos.

En mi caso, ese marco conceptual cambió durante los 90’, desde una perspectiva que enfatizaba las posibilidades de gestionar los asuntos públicos desde un marco social demócrata, hacia una perspectiva en la cual el principio más importante es el siguiente: el orden es frágil, la estabilidad es excepcional, lo normal es el cambio; el orden siempre es algo en disputa y que puede colapsar. Esto no es una predicción, sino un marco dentro del cual se puede interpretar la realidad.

En mi trabajo como sociólogo, esto implicó que yo abandonara una perspectiva de teoría sistémica en la cual se asume que existe una tendencia hacia el equilibrio, incluso sin que haya un involucramiento político actuando, por así decirlo, detrás de las cortinas. Si se me permite ponerlo en estos términos, en los 90’ me desplacé desde una perspectiva ‘parsoniana’ hacia una perspectiva ‘maquiaveliana’. Maquiavelo, desde luego, tiene una pésima reputación; pero lo que quiero decir al invocar su figura es que todo orden necesita ser activamente defendido, bajo la amenaza de su propio colapso; y que, de todas maneras, la política siempre requiere de un poco de buena suerte, pues siempre algo puede salir mal. Maquiavelo distinguió la virtù de la fortuna; y la fortuna es muy importante pues, sin ella, la virtù no ayuda de mucho. Ese pasó a ser, para emplear un término alemán, mi Lebensgefühl, mi sentimiento general sobre la vida y sobre la política, el que además se vio crecientemente confirmado al observar cómo la revolución neoliberal desarmó el orden de postguerra. Me volví más sensible a este proceso que otros colegas que todavía vivían en el mundo de los sistemas que se estabilizan a sí mismos de manera automática. Y, por supuesto, la crisis financiera del 2008 fue para mí una confirmación de que el mundo debe ser entendido en función de su fragilidad, no en función de su capacidad de regresar a algún equilibrio.

Usted, en aquella época de cambio, fines de los 90’ y comienzos de la década del 2000, estaba involucrado en la esfera pública, y se le solicitó que integrara una comisión, la Bündnis für Arbeit (Alianza para el Trabajo), convocada por el gobierno de Gerhard Schröder, cuyo trabajo finalmente no produjo los resultados esperados. A partir de esa experiencia, me gustaría escuchar sus reflexiones sobre las posibilidades y limitaciones del involucramiento político del académico.

Es difícil generalizar, pues la historia de cada quien es distinta. Mi historia es la siguiente: durante un largo tiempo me entendí como un social demócrata de izquierda. Para mí, eso tenía el siguiente significado: pensar que como intelectual, cientista social, o incluso ciudadano, uno tiene la obligación de ayudar a que se logre un cierto arreglo entre el capitalismo moderno y los legítimos intereses de la gran mayoría de personas en la sociedad, quienes corren el riesgo de ser marginalizados por los mecanismos capitalistas. El supuesto aquí es que si se organizan bien, si reciben la asesoría adecuada, y si utilizan la democracia de manera inteligente, esas mayorías pueden defenderse, produciendo aquello que el economista Karl Polanyi conceptualizó como un “contramovimiento” que les permita alcanzar un equilibrio aceptable: todavía habrá capitalismo, pero tendrá que ser un capitalismo “social”, que se vea obligado a aceptar límites fundamentales, incluyendo el establecimiento de barreras contra la mercantilización, protecciones contra el surgimiento accidental de mercados disfuncionales, y la existencia de algún tipo de control sobre el sistema de precios a fin de favorecer mecanismos que reconozcan que la dignidad humana está por sobre el valor de las posesiones de cada quien. Mi creencia durante un largo tiempo fue, entonces, que en el marco de un sistema democrático, esto es, en principio, posible; y si uno cree en esto, uno puede verse como un político activo, como un cientista social, y como algo intermedio, esto es, como un cientista social que ayuda a los formuladores de políticas públicas a hacer lo correcto.

En los 90’s, a medida que el mundo cambiaba, mi optimismo en este sentido poco a poco se evaporó. No estoy diciendo que la ciencia social carezca de utilidad; pero he comenzado a sentir, cada vez más, que la utilidad de la ciencia social, en un mundo donde la capacidad para la acción colectiva está desapareciendo, no está en formular propuestas, sino en tomar posiciones de manera pública a fin de ampliar el espectro de lo que es considerado como legítimo en la discusión pública, y enriquecerla con nuevas ideas y datos concretos que, de otra manera, se verían ignorados. En la sociedad moderna hay una tendencia al conformismo, resultante de los medios masivos y de los hábitos de consumo, que lleva a que los individuos intenten evitar a toda costa ser considerados “outsiders”. El rol del intelectual público, así como del investigador productivo, es aceptar a menudo ser un “outsider”, diciendo cosas que uno sabe que son ciertas, pero que otros no quieren escuchar. En mi opinión, esto es lo que justifica al “tenure”, la garantía en el empleo que recibimos los académicos, cuyo sentido en esta interpretación sería el evitar que seamos despedidos por decir algo que la gente no desea escuchar. Sin este rol social, la garantía en el empleo académico sería sencillamente un privilegio injustificado. Esto, creo, se aplica también a la docencia, cuyo desafío sería formar a profesionales que estén dispuestos a ponerse de pie y hablar siguiendo los dictámenes de su conciencia, y que estén incluso dispuestos a trabajar en temáticas que sean potencialmente problemáticas para los poderosos, o para la opinión pública, e insistir en que ellas sean abordadas. La ciencia social no valdría nada si solamente le sirviera a la burocracia para contar cuánta gente recibe subsidios públicos. Eso es muy fácil. Lo que es realmente importante es discutir quiénes debieran recibir subsidios públicos, y por qué, y qué fines debiera perseguir el estado de bienestar, insistiendo en que no puede ser reducido a hacer que la sociedad sea más competitiva económicamente, sino que tiene que lograr que la dignidad esencial de la persona humana no sea marginalizada.

Este segundo ethos del cientista social es algo que se descubre cuando uno ha comprendido que la elaboración de “recetas” para la política, la idea de que “para lograr este objetivo, debes hacer esto”, es algo que ni es efectivo, ni es bien recibido de parte de los políticos. Usualmente, el político no funciona así. La política no está determinada por la verdad, ni está guiada por modos de acción intencional en los cuales afirmamos mentalmente “quiero hacer esto, y quiero saber cómo lo puedo lograr”. La política está guiada por la presión pública, por la organización, por gente protestando en las calles, por gente votando a favor o en contra de tus propuestas; y esto está guiado, en una manera compleja desde luego, por el discurso público existente, por quién está hablando sobre qué cosas. Es este complejo proceso de producción de opinión pública donde creo que el cientista social crítico y el investigador social productivo deben cumplir un rol.

Este es un interesante cambio, desde el intelectual comprometido con un partido de los 70’ hacia un cientista social volcado al discurso público. También me resulta interesante su visión sobre el rol social de la garantía en el empleo académico, que coincide con la de mi director de tesis doctoral, Robert Post, quien ha escrito sobre la libertad académica en Estados Unidos. Sin embargo, últimamente he empezado a pensar en una forma diferente sobre el intelectual en la sociedad neoliberal; he empezado a verlo como el bufón de la corte, quien está autorizado a decir lo que piensa, incluso a decir la verdad, a condición de que realice su labor, que es la de proveer de entretención, en este caso intelectual.

De hecho, este rol tiene sus propios riesgos. Las sociedades liberales modernas usan la libertad de expresión y de la prensa para permitir que emerja un gran ruido en el que no se entienda nada porque todos estamos hablando al mismo tiempo; tienes tus 5 minutos de fama y no más que eso, mientras todo el mundo mira una televisión con cada vez menos contenidos y donde lo único que importa es cómo te vistes y cómo gesticulas. Tienes toda la razón, esto es un serio problema. Sin embargo, no hay nada más que podamos hacer: debemos entender cómo funciona la sociedad mediática para intentar ser serios y críticos en una sociedad donde todo se transforma en entretención.

Lo que no puedo aceptar es lo que la mayoría de nuestros colegas hacen, que es reaccionar profesionalizándose; hablarle solamente a otros cientistas sociales. Si observas lo que ocurre en Estados Unidos, donde están los profesores de sociología y ciencia política mejor pagados del mundo, te darás cuenta de que lo único que ellos hacen es hablarse entre ellos, pues hace mucho que renunciaron a la posibilidad de establecer cualquier conexión con el público. La excepción se da entre los intelectuales que trabajan en centros de estudios de derecha y que presentan sus puntos en público con mucho ahínco (a ellos no los considero, por cierto, cientistas sociales).

Como sea, debemos preguntarnos cómo es posible que la generación de politólogos y de sociólogos mejor educada en la historia del mundo pueda haber formado parte del entorno que produjo a George W. Bush y, ahora, a Donald Trump. Hay ahí un problema. Tienen los departamentos de ciencia política y de sociología mejor pagados y más talentosos, pero ¡no tienen conexión con la sociedad! Mi amigo Joel Rogers, quien trabaja en la escuela de derecho de la Universidad de Wisconsin-Madison, ha trabajado incansablemente durante décadas para restablecer alguna forma de involucramiento público de las ciencias sociales de carácter crítico, no servicial. Pero es muy difícil, pues los académicos a menudo son incapaces de distinguir entre comunicación expresiva y comunicación instrumental; firman una petición en internet y creen que han hecho su trabajo. Pero el trabajo que deben realizar va más allá que eso, pues consiste en intentar influenciar cómo se dan las discusiones públicas. Matthew Desmond, por ejemplo, un sociólogo cuyo trabajo sobre la pobreza urbana en Milwaukee ha sido difundido en diversos medios como el New York Times y por el cual ha recibido diversos reconocimientos, fue a vivir a dicho sector para entender realmente sus condiciones de vida. O, por ejemplo, si uno quiere entender el fenómeno Trump, ahí está el libro de Robert Putnam, Our Kids, donde regresa al pueblo donde nació y compara las vidas de los estudiantes de la escuela donde él estudió con la vida que su generación tuvo. El gran cambio es la desigualdad; claro, en su época aquella también existía, pero ahora hay algunos estudiantes que deben caminar a la escuela mientras otros llegan en autos BMW. Libros como estos nos permiten entender porqué el desastre de Trump ocurrió; y si bien es algo pequeño, eso es lo que los cientistas sociales podemos aportar.

En el contexto de pesimismo en el que estamos viviendo, lo que usted dice es revitalizador, pues significa que los académicos podemos hacer algo.

Sí, pero requiere dedicación, no es fácil; te pone en una posición de “outsider”, y puede incluso implicar que no puedas ir a las conferencias académicas más atractivas pues estás ocupando trabajando. Pero puede ser logrado.

Pasando a otro tema, pareciera ser que en esta época de “pensamiento débil” hay una tendencia en las ciencias sociales, que usted ha criticado, hacia el enfocarse en variables  “discretas ” y cuantificables pero aisladas de todo contexto. Dicho en términos hegelianos o marxistas, pareciera ser que usted aboga por un regreso a la preocupación por la “totalidad”, hacia el estudio de sistemas o estructuras compuestas por diversas partes profundamente interrelacionadas entre sí y cuya comprensión sólo se puede lograr de manera holística y contextualizada.

Al comienzo de mi carrera recibí lo que en la época era una formación muy rigurosa en sociología en Frankfurt y Columbia –Habermas fue alguien en aquella época muy influyente en mi pensamiento; también estaba Claus Offe–, pero esta era todavía la sociología de los 60’s y 70’s, caracterizada por exhibir importantes influencias de algo que, en aras de la brevedad, denominaré como “materialismo histórico”. Esas influencias, por diversas razones, han sido desde entonces suprimidas en la disciplina. Habermas se desplazó hacia una teoría normativa de la democracia, lo que le exigió neutralizar la importancia en ella de lo económico y transformarla en una máquina kantiana administrable; el giro de Offe en este sentido fue más discreto, pero también existió; en Columbia, en tanto, la economía también dejó de jugar un rol importante en la sociología. Por mi parte, yo me dediqué al estudio de la sociología de las relaciones industriales, y durante un tiempo yo me encontraba satisfecho intentando comprender las dinámicas políticas construidas en torno a ellas; la idea de capitalismo, por supuesto, estaba presente, pues mi objeto de estudio estaba conformado por empresas controladas por privados que producían para generar ganancias.

Pero, a fin de comprender nuestra sociedad, debes entenderla como una sociedad dinámica, que cambia constantemente en algún sentido u otro, cambio que no está conducido por grandes ideas sobre la democracia; esas ideas juegan algún rol, pero el cambio está conducido por la tendencia de la economía política capitalista por expandirse horizontalmente hacia nuevos lados del mundo, y verticalmente hacia estratos cada vez más profundos de la vida social. Y este inherente expansionismo y dinamismo subyace a las luchas que existen en nuestras sociedades entre clases, entre formas de vida, incluso entre naciones. Todo está relacionado con cómo respondemos a las manifestaciones presentes de este demonio que yace dentro de la estructura de nuestras sociedades y dentro de nosotros mismos; y con quién gana y quién pierde; y esa es la idea central del materialismo histórico. Yo diría que el tipo de sociología que he conocido sufre de haber olvidado esta idea, como resultado de haberse enfrentado a un “materialismo dialéctico” estalinista y ortodoxo que asumía que si sabes lo que acabo de explicar, entonces conoces el sentido de la historia. Eso es determinismo económico, y estoy de acuerdo con Habermas en que es un error. No hay necesidad histórica. Pero, así y todo, los procesos históricos claramente giran en torno a estos temas, los cuales se nos presentan de manera tan reconocible como los temas musicales que integran cualquier sinfonía de Beethoven. Y esta analogía es de utilidad, pues al igual que ocurre con la historia, en cada momento de la sinfonía, aun cuando conozcamos sus temas principales, los instrumentos, y las reglas propias de la música, no podemos saber lo que vendrá a continuación; pues hay un momento de creatividad entre medio, hay sorpresas.

En otras palabras, el desafío planteado por una sociología de inspiración marxista todavía subsiste. El verdadero desafío es articular una teoría de la historia –lo sé, hoy en día esa palabra está proscrita– que dé cuenta de la existencia de fuerzas impersonales básicas que se despliegan temporalmente dentro de determinadas estructuras, y cuyos efectos se dan en un futuro abierto, indeterminado, pero inteligible, al menos de manera retrospectiva. Y entonces, si uno es cuidadoso, y si uno no sobreestima algunas de las implicancias de este modelo, entonces podemos llegar a una especie de teoría evolutiva de la sociedad, teoría cuya utilidad es que te permite observar que hay un conjunto de fuerzas que se articulan en un proceso mediante el cual son seleccionados algunos posibles resultados de tal interacción–desde luego, no mediante la “sobrevivencia del más fuerte”–, proceso que es susceptible de ser comprendido retrospectivamente, de tal manera de que podemos entender cómo el mundo ha llegado a ser como es, sin que ello nos permita predecir cómo se seguirá desenvolviendo.

Para los seres humanos, en cuanto agentes, eso significa que somos capaces de comprender sobre qué versa la historia, pero dejando suficiente espacio para nosotros en cuanto agentes, puesto que el juego en cuestión no es determinista; sigue una lógica, pero en ella el futuro permanece abierto, y dado que somos parte de ese futuro, nuestro trabajo es hacer comprensibles las principales fuerzas subyacentes al proceso histórico, evidenciando que las fuerzas mismas cambian con el tiempo, por así decirlo, y que se van renovando constantemente. La intuición más significativa de la teoría de la evolución es –creo que Darwin lo puso en estos términos– que la naturaleza sólo puede trabajar con el material que ella misma ha producido. Eso es también cierto respecto de la historia: ella sólo puede trabajar con el material que ella misma ha producido. O, en otros términos, las sociedades humanas sólo pueden trabajar con el material que ellas mismas han producido, el cual cambia constantemente. De ahí que las ciencias sociales no puedan detenerse; siempre estamos frente a una nueva situación, siempre hay nuevas sorpresas, y por lo tanto la necesidad de entender nuestro rol en esta corriente de eventos.

Respecto a las ciencias sociales en sí mismas, me parece que en su trabajo hay una interesante crítica dirigida contra el esfuerzo por transformarlas de acuerdo a un modelo inspirado en la física o las matemáticas, junto a una reivindicación de las humanidades como inspiración para ellas.

Efectivamente, lo podría haber dicho exactamente con esas mismas palabras. Añadiré que, a menudo, cuando me encuentro con personas de mentalidad “cientificista” y que creen que las humanidades no son científicas debido a su incapacidad de formular predicciones, les hago ver que existe una teoría indiscutiblemente científica que no puede realizar predicciones pero tiene un alto poder explicativo: la teoría de la evolución. No hay ningún biólogo, por supuesto, que dispute la naturaleza científica de la teoría evolutiva. Y, sin embargo, Darwin siempre sostuvo que aquello que ocurre en este campo es tan complejo y tan indeterminado que, pese a que podamos comprender por qué un determinado organismo tiene determinadas características, no podemos saber cómo esa especie se transformará en el futuro. La diferencia entre la naturaleza y la sociedad, en este sentido, es que desde la intersección entre el pasado y el futuro, es decir, en ese presente en el que vivimos, los seres humanos podemos reflexionar sobre lo que ocurre, algo que los organismos y la naturaleza no pueden hacer; o, más bien, somos el único organismo en la historia de la evolución natural que puede reflexionar sobre el pasado y el futuro, lo que nos permite sacar conclusiones, a partir de la comprensión de los procesos que nos trajeron al punto en donde estamos, sobre hacia dónde queremos ir. Y, desde luego, tienes razón: esta es una perspectiva humanista, la cual estoy dispuesto a defender como plenamente científica al mismo tiempo.

Creo que se está acabando el tiempo de nuestra entrevista; y justamente ese es un concepto que usted ha utilizado para describir lo que está ocurriendo hoy en día. En ese sentido, mi última pregunta versa sobre su conceptualización de la idea de un “interregno” en proceso de emergencia tras el colapso de la hegemonía global neoliberal. ¿Cree usted que ese colapso, y la llegada de ese “interregno”, se están acelerando?

Creo que ya hemos llegado a ese punto. Hoy en día contemplamos un orden global que es casi irreconocible en términos de las tradicionales categorías del sistema global de estados. Tenemos “estados fallidos” por doquier, hemos perdido noción de cuáles son los contenidos del sistema jurídico internacional, no sabemos cómo definir lo que es hoy una guerra. El anterior Presidente de los Estados Unidos autorizó en promedio un ataque con drones a la semana, y varios miles de personas murieron a consecuencia de ello; sin embargo, eso no calificó como una guerra. La hegemonía de Estados Unidos está severamente debilitada; pero no podemos ver de qué manera podría surgir un nuevo orden global, y ya está claro que los Estados Unidos y China difícilmente lograrán establecer una especie de codirección del mundo. Entonces, quizás estamos viviendo un proceso similar al que ocurrió hace siglos cuando los británicos y los holandeses se enfrentaron para determinar quién de ellos sería la potencia del mundo colonial; o a la situación de comienzos del siglo XX cuando los británicos perdieron su liderazgo mundial, los norteamericanos todavía no deseaban asumir ese rol, y los alemanes intentaron asumir ese rol. El resultado de esa situación, por cierto, fueron dos terribles guerras.

Por otro lado, si observamos el plano doméstico, está claro que la fórmula social demócrata, de centro izquierda, mediante la cual nuestras sociedades lograron recuperar la cohesión en la postguerra, fue modificada profundamente en los 80s y los 90s, si bien en aquel entonces ya estaba exhausta. Las fuerzas que permitían la estabilidad doméstica están en quiebra. Numerosas razones, entonces, nos permiten sostener que el modelo estatal no está funcionando ni doméstica ni internacionalmente. Yo no veo una solución a este predicamento. En ese sentido, creo que estamos comenzando a vivir un período de anarquía global. Esto no significa que todos los días vaya a estallar una bomba, pero es posible que eso sí ocurra cada semana. Y mientras tanto las unidades políticas siguen fragmentándose; los escoceses siguen intentando salir de Gran Bretaña, los catalanes quieren independizarse de España, y los británicos ya iniciaron el proceso de separarse de la Unión Europa. Otros países pueden seguir su ejemplo. El Euro es un desastre. En conclusión, si me preguntan a mí, mi respuesta es la siguiente: efectivamente, el interregno ya ha comenzado.

*Fuente: Red Seca

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