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Uruguay: Progresismo y anticorrupción

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La heterogeneidad y complejidad de la coyuntura política latinoamericana, no impide trazar algunas coordenadas analíticas groseras, aún con las desigualdades que cada país experimenta. Particularmente en lo que a la ofensiva derechista respecta. Tres grandes lineamientos ideológicos componen el trípode sobre el que asientan sus adaptaciones retóricas y énfasis a cada circunstancia y latitud. El primero refiere a la recesión o directamente la ausencia de desarrollo capitalista y el consecuente deterioro social. El segundo apela a la inseguridad y por último sobresale la recurrente denuncia de corrupción. Todas variables que en diversa proporción y magnitud pueden reconocerse en la discursividad hegemónica de la totalidad de los países, donde la maniobra ilusionista consiste en desvincularse de la propia responsabilidad en los problemas expuestos, atribuyéndoselos a las alternativas progresistas o de izquierda allí donde alcanzaron o mantienen el poder político o, en su defecto, proyectando la expansión de estos flagelos donde tendrían chances de disputarlo.

En todos los casos del giro progresista, ya se sustenten o hayan intentado mayor o menor radicalización de sus acciones, el límite siempre estuvo y estará demarcado por la regulación del capitalismo, cada vez más global e interdependiente, lo que impide la mitigación inmediata o de corto plazo de los dos primeros problemas sociales endémicos aludidos. Resulta imposible una drástica reducción capitalista de la inequidad, tanto como de la llamada inseguridad, es decir la violencia física para la apropiación individual de alguna forma de riqueza ajena. Sin embargo, ni deben soslayarse los avances en la reducción de la pobreza, o de inclusión con derechos sociales que permiten mitigar parcialmente la barbarie explotadora, ni menos aún expandir la búsqueda de políticas que atiendan las más graves situaciones de abandono y deterioro. Sólo intento subrayar que será necesaria fuerza y lucidez suficiente para remar contra una barrosa corriente descendente, cuyo torrente se acrecienta donde mayor sea la concentración de los medios de comunicación de masas y recurrencia de los mensajes porque no sólo adoptando medidas se alteran las relaciones de fuerza, sino también comunicándolas pedagógicamente.

En otros términos, si no se despliega una lucha contrahegemónica en la esfera ideológica y cultural, con precisos medios de comunicación y claros mensajes, el desgaste ciudadano será inevitable, por imposibilidad de diferenciación. Al modo del estructuralismo más duro y determinista, casi althusseriano, las derechas aludirán a leyes inexorables del devenir capitalista, presentándose luego como los más eficientes operadores sobre ellas. Su objetivo último es poder instaurar un sentido común de la linealidad histórica y de sus capacidades gerenciales alineadoras. Sin embargo, la ofensiva no concluye allí, sino que su desembocadura última es la extensión de la igualación hacia el plano moral, deteriorando la propia política como instrumento de regulación de la vida social.

Sin duda las empresas en general apoyarán y estimularán el desarrollo de las opciones políticas conservadoras, en virtud de las garantías de continuidad que ellas ofrecen a sus intereses. Pero en lo concerniente a los mass-media, que son parte constitutiva de la industria cultural capitalista, la relación entre discursividad y ganancia se potencia adquiriendo el carácter de alianza. El escándalo, la violencia, la miseria humana, material, simbólica y moral, multiplican su masa de plusvalía, tanto como la demanda solvente en el resto de las ramas industriales. Mucho más aún cuando tales denuncias y exhibiciones cuentan con verosimilitud y hasta encarnadura, como en buena parte de América Latina.

La asunción de Macri en la presidencia argentina, resulta inseparable de la corrupción indisimulable del movimiento peronista en general y del kirchnerismo en particular, aunque el primero no logre por ello disimular su propio involucramiento en la corrupción estructural. Del mismo modo, la maniobra de impeachment que expulsó a Rousseff del Palacio de Planalto, no podría haber resultado sin previa revelación, por caso, del “mensalão” que involucró no sólo al Partido de los Trabajadores sino también a varios de sus aliados y que junto a otros episodios degradantes fue minando la credibilidad política no sólo de la fuerza progresista sino del cojunto. Que tanto Lula como Dilma estén exentos de pruebas sobre posible enriquecimiento o usufructo personal (a diferencia de los líderes argentinos) no contiene ni menos aún supera el grave deterioro e indiferenciación ética del progresismo brasilero.

Justamente la asociación entre progresismo y corrupción, erosiona toda credibilidad en las posibilidades de cambio, cualquiera sea su profundidad. E induce a la práctica del “voto castigo”, ilusión sancionatoria carente de otro contenido político que la mera negatividad, a la sazón continuista del régimen. Vecino ideológico, a su vez, de la pretensión de votar “políticos honestos” que perpetúa la índole del sistema político, cuando no sienta un nuevo corrupto en el sillón presidencial como lo viene mostrando la historia argentina desde el menemismo hasta nuestros días.

No debe extrañar entonces que en un país como Uruguay, con escasísimos sino nulos antecedentes de corrupción, haya aparecido en el principal semanario de la derecha una denuncia sobre el vicepresidente Sendic que describe la utilización personal de una tarjeta de crédito corporativa, de su período previo al frente de la empresa petrolera estatal. Aunque por monto irrelevante, se induce a la sospecha de dolo y provecho indebido que es a la vez, advertencia y oportunidad. Advertencia de la estrategia de la derecha uruguaya en sintonía con los ejes señalados aquí, pero a la vez oportunidad, ya sea para probar con todo detalle, transparencia e inmediatez la falsedad de lo publicado -no sólo en sede judicial sino ante la opinión pública y sus compañeros de militancia- tanto como para que la fuerza política ajuste su scanner de honestidad para anticipar cualquier posible actitud inmoral en cualquiera de los ámbitos de intervención. Si algún acto de corrupción, por mínimo que fuera, es descubierto por la prensa, la oposición, o la sociedad civil, antes que por el propio Frente Amplio (FA), la lesión de credibilidad que sufrirá, será inevitable. Nadie debería estar más atento que el propio FA a cualquier posible desviación moral. Considero que la legitimidad frentista no depende tanto de la recomendación concreta que el tribunal de conducta política pueda emitir ante un posible acto innoble, sino de quién propicia su llegada a esa instancia.

Descreo que resulte casualidad que el mismo día de la publicación contra el vicepresidente, circuló por varios grupos uruguayos de whatsapp un mensaje proponiendo iniciativas de reducción de privilegios de los parlamentarios totalmente superados precisamente por las reformas impulsadas desde el progresismo. Y fue reproducido por militantes frentistas diversos. Probablemente tuviera origen argentino, dado que en estos días los legisladores se autoincrementaron las dietas. Afortunadamente en los grupos en los que participo había legisladores que inmediatamente aclararon la real situación de los representantes, pero su difusión puede volverse viral y requerirá desmentidas más amplias que en los estrechos círculos virtuales. De conjunto, estos mensajes van limitando las posibilidades de la política, hasta de pensarse y reformarse a sí misma.

Esta ofensiva puntual del semanario posa la mirada sobre un integrante gubernamental, reforzando la personalización de la política. De este modo, opaca la posible visualización de las razones estructurales por las que los comportamientos políticos pueden eventualmente contrariar la ética. Verdadero círculo vicioso, donde cada vez que el ciudadano percibe en los políticos profesionales conductas desleales o abusos de poder o corrupción, es inducido a juzgar sólo a las personas que los protagonizan y no a las estructuras que los posibilitan.

Tal vez sea hora de pensar en ellas.

-El autor, Emilio Cafassi, es uruguayo, profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, cafassi@sociales.uba.ar

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