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Brasil: la democracia al borde del caos y los peligros del desorden jurídico

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Versión en idioma inglés el final de esta traducción  
Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
Cuando, hace casi treinta años, empecé los estudios sobre el sistema judicial en diferentes países, la administración de justicia era la dimensión institucional del Estado con menos visibilidad pública. La gran excepción era Estados Unidos debido al papel crucial del Tribunal Supremo en la definición de las políticas públicas más decisivas. Siendo el único órgano de soberanía no electo, con un carácter reactivo (no pudiendo, en general, movilizarse por propia iniciativa) y dependiendo de otras instituciones del Estado para hacer cumplir sus decisiones (servicios penitenciarios, administración pública), los tribunales tenían una función relativamente modesta en la vida orgánica de la separación de poderes instaurada por el liberalismo político moderno, y tanto es así que la función judicial se consideraba apolítica. A ello también contribuía el hecho de que los tribunales sólo atendían conflictos individuales y no colectivos y estaban diseñados para no interferir en las élites y las clases dirigentes, protegidas por inmunidades y otros privilegios. Poco se sabía sobre cómo funcionaba el sistema judicial, las características de los ciudadanos que recurrían a él y con qué objetivos.
Todo ha cambiado desde entonces hasta nuestros días debido, entre otros factores, a la crisis de representación política que afectó a los órganos de la soberanía electos, a una mayor conciencia de los derechos por parte de los ciudadanos y al hecho de que las élites políticas, desafiadas por algunos impasses políticos sobre temas controvertidos, han comenzado a ver el recurso selectivo a los tribunales como una forma de descargar el peso político de ciertas decisiones. También fue importante el hecho de que el neoconstitucionalismo emergente de la Segunda Guerra Mundial otorgara un peso muy fuerte al control de constitucionalidad por parte de los tribunales constitucionales. Esta innovación tuvo dos lecturas opuestas. Según una de ellas, se trataba de someter la legislación ordinaria a un control que impidiese su fácil instrumentalización por fuerzas políticas interesadas en hacer tabula rasa de los preceptos constitucionales, como sucedió, de manera extrema, en los regímenes dictatoriales nazis y fascistas. Según la otra lectura, el control de constitucionalidad era el instrumento del que se servían las clases políticas dominantes para defenderse de posibles amenazas a sus intereses resultantes de las vicisitudes de la política democrática y de la “tiranía de la mayoría”. Sea como sea, por todas estas razones surgió un nuevo tipo de activismo judicial que se conoció como judicialización de la política y que inevitablemente condujo a la politización de la justicia.
La gran visibilidad pública de los tribunales en las últimas décadas resultó, en buena medida, de los casos judiciales que involucraron a miembros de las élites políticas y económicas. El gran punto de inflexión fue el conjunto de procesos criminales que alcanzó a casi toda la clase política y a gran parte de la élite económica de Italia conocido como operación Manos Limpias. Iniciada en Milán en abril de 1992, consistió en investigaciones y detenciones de ministros, dirigentes partidarios, miembros del Parlamento (en un momento dado estaban siendo investigados alrededor de un tercio de los diputados), empresarios, funcionarios públicos, periodistas, miembros de los servicios secretos acusados de delitos de soborno, corrupción, abuso de poder, fraude, quiebra fraudulenta, contabilidad falsa y financiación política ilegal. Dos años más tarde, 633 personas habían sido detenidas en Nápoles, 623 en Milán y 444 en Roma. Por haber alcanzado a toda la clase política con responsabilidades de gobierno en el pasado reciente, el proceso Manos Limpias sacudió los cimientos del régimen político italiano y estuvo en el origen de la emergencia, años más tarde, del “fenómeno” Berlusconi. Con los años, por estas y otras razones, los tribunales han adquirido gran notoriedad pública en muchos países. El caso más reciente, y quizá el más dramático de todos los que conozco, es la operación Lava Jato en Brasil.
Iniciada en marzo de 2014, esta operación judicial y policial de lucha contra la corrupción, en la que están involucrados más de un centenar de políticos, empresarios y administradores, ha venido convirtiéndose poco a poco en el centro de la vida política brasileña. Al entrar en su 24ª fase, con la implicación del expresidente Lula da Silva y la forma en que fue ejecutada, está provocando una crisis política de dimensiones similares a la que precedió el golpe de Estado que en 1964 instauró una odiosa dictadura militar que duraría hasta 1985. El sistema judicial, que tiene a su cargo la defensa y garantía del orden jurídico, se transforma en un peligroso factor de desorden jurídico. Medidas judiciales flagrantemente ilegales e inconstitucionales, la selectividad grosera del celo persecutorio, la promiscuidad aberrante con los medios de comunicación al servicio de las élites políticas conservadores, el hiperactivismo judicial aparentemente anárquico, traducido, por ejemplo, en 27 medidas cautelares que buscan el mismo acto político (impedir la nominación ministerial de Lula da Silva), todo esto conforma una situación de caos judicial que resalta la inseguridad jurídica, profundiza la polarización social y política y pone la propia democracia brasileña al borde del caos.
Con el orden jurídico transformado en desorden jurídico, con la democracia secuestrada por el órgano soberano que no es elegido, la vida política y social se convierte en un potencial campo de despojos a merced de aventureros y buitres políticos. Llegados hasta aquí, se imponen varias preguntas. ¿Cómo se ha llegado a este punto? ¿Quién se aprovecha de esta situación? ¿Qué debe hacerse para salvar la democracia brasileña y las instituciones que la sostienen, incluyendo en particular a los tribunales? ¿Cómo atacar esta hidra de muchas cabezas de modo que a cada cabeza cortada no crezcan más cabezas? Trato de identificar en este texto algunas pistas de respuesta.
 
¿Cómo hemos llegado a este punto?
¿Por qué razón la operación Lava Jato está sobrepasando todos los límites de la polémica que normalmente suscita cualquier caso destacado de activismo judicial? Téngase en cuenta que a menudo se ha invocado la similitud con el proceso de Manos Limpias en Italia para justificar la notoriedad y agitación públicas causadas por el activismo judicial. Sin embargo, las similitudes son más aparentes que reales. Hay, por el contrario, dos diferencias decisivas entre ambas operaciones. Por un lado, los magistrados italianos mantuvieron un escrupuloso respeto por el proceso penal y, a lo sumo, se limitaron a aplicar normas estratégicamente olvidadas por un sistema judicial conformista y connivente con los privilegios de las elites políticas dominantes en la vida política italiana de posguerra. Por otro, procuraron investigar con el mismo celo los delitos de dirigentes políticos de diferentes partidos políticos con responsabilidades gubernamentales. Asumieron una posición políticamente neutral precisamente para defender el sistema judicial de los ataques que sin duda recibiría por parte de los afectados de sus investigaciones y acusaciones. Todo esto está en las antípodas del triste espectáculo que un sector del sistema judicial brasileño está dando al mundo. El impacto del activismo de los magistrados italianos llegó a ser designado como República de los Jueces. En el caso del activismo del sector judicial “lavajatista”, podemos hablar, como mucho, de República judicial bananera. ¿Por qué? Por el impulso externo que con toda evidencia está detrás de esta instancia específica de activismo judicial brasileño y que estuvo en gran medida ausente en el caso italiano. Este impulso dicta la selectividad flagrante de celo investigador y acusador. A pesar de estar involucrados responsables de varios partidos, la operación Lava Jato, con la complicidad de los medios de comunicación, se ha esmerado en la implicación de líderes del PT con el objetivo, hoy indisimulable, de suscitar el asesinato político de la presidenta Dilma Rousseff y del expresidente Lula da Silva.
Por la importancia del impulso externo y la selectividad de la acción judicial que tiende a provocar, la operación Lava Jato tiene más similitudes con otra operación judicial llevada cabo en Alemania, durante la República de Weimar, tras el fracaso de la revolución alemana de 1918. A partir de ese año, y en un contexto de violencia política proveniente tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha, los tribunales alemanes revelaron una dualidad chocante de criterios: castigar severamente la violencia de la extrema izquierda y tratar con gran benevolencia la violencia de la extrema derecha, la misma que años más tarde llevaría a Hitler al poder.
En el caso brasileño, el impulso externo son las élites económicas y las fuerzas políticas a su servicio que no se conforman con la pérdida de las elecciones en 2014 y que, en un contexto global de crisis de acumulación del capital, se sintieron fuertemente amenazadas por cuatro años más sin controlar la parte de los recursos del país directamente vinculada al Estado en el que siempre se basó su poder. Esta amenaza ha llegado al paroxismo con la perspectiva de que Lula da Silva, considerado el mejor presidente de Brasil desde 1988 y que dejó el gobierno con un índice de aprobación del 80%, se postule como candidato presidencial en 2018. A partir de ese momento, la democracia brasileña dejó de ser funcional para este bloque político conservador y comenzó la desestabilización política.
La señal más evidente de la pulsión antidemocrática fue el movimiento por el impeachment [proceso de destitución] de la presidenta Dilma pocos meses después de su toma de posesión, algo si no insólito, al menos muy poco común en la historia democrática de las últimas tres décadas. Bloqueados en su lucha por el poder a través de la regla democrática de las mayorías (la “tiranía de las mayorías”), trataron de poner a su servicio el órgano de soberanía menos dependiente del juego democrático y específicamente diseñado para proteger a las minorías, es decir, los tribunales. La operación Lava Jato, en sí misma extremamente meritoria, fue el instrumento utilizado. Contando con la cultura jurídica conservadora dominante en el sistema judicial, en las facultades de derecho y en el país en general, y con un arma mediática de alta potencia y precisión, el bloque conservador ha hecho todo lo posible para desvirtuar la operación Lava Jato, desviándola de sus objetivos judiciales, en sí mismos fundamentales para la profundización democrática, y convirtiéndola en una operación de exterminio político. Esta alteración consistió en mantener la fachada institucional de la operación Lava Jato, pero adulterando profundamente la estructura funcional que la animaba mediante la sobreposición de la lógica política a la lógica judicial. En tanto la lógica judicial se asienta en la coherencia entre medios y fines dictada por las reglas procesales y las garantías constitucionales, la lógica política, cuando es animada por la pulsión antidemocrática, subordina los fines a los medios y define su eficacia por el grado de esa subordinación.
En todo este proceso, tres grandes factores juegan a favor de los designios del bloque conservador. El primero resultó de la dramática descaracterización del PT como partido democrático de izquierda. Una vez en el poder, el PT decidió gobernar a la antigua usanza (es decir, oligárquica) para fines nuevos e innovadores. Ignorante de la lección de la República de Weimar, creyó que las “irregularidades” que cometiese serían tratadas con la misma benevolencia con que eran tradicionalmente tratadas las irregularidades de las élites y clases políticas conservadoras que habían dominado el país desde la independencia. Ignorante también de la lección marxista que decía haber asumido, no fue capaz de ver que el capital solo confía en los suyos para gobernar y que nunca es grato con quien, no siendo suyo, le hace favores. Aprovechando un contexto internacional de excepcional valorización de los productos primarios, provocado por el desarrollo de China, incentivó a los ricos a enriquecerse como condición para disponer de los recursos necesarios para llevar a cabo las extraordinarias políticas de redistribución social que hicieron de Brasil un país sustancialmente menos injusto al liberar a más de 45 millones de brasileños del yugo endémico de la pobreza. Terminado el contexto internacional favorable, solo una política «a la nueva moda» podría dar sustento a la redistribución social, o sea, una política que, entre muchas otras vertientes, se asentase en la reforma política para neutralizar la promiscuidad entre el poder político y el poder económico, en la reforma  fiscal para que tributen los ricos a fin de financiar la redistribución social después del fin del boom de las commodities, y en la reforma de los medios de comunicación, no para censurar sino para garantizar la diversidad de la opinión publicada. Era, sin embargo, demasiado tarde para tanta cosa que solo podría haber sido hecha a su tiempo y fuera del contexto de crisis.
El segundo factor, relacionado con éste, es la crisis económica global y el férreo control que tiene sobre ella quien la causa, el capital financiero, entregado a su vorágine autodestructiva, destruyendo riqueza bajo el pretexto de crear riqueza,  transformando el dinero de medio de intercambio en mercancía por excelencia del negocio de la especulación. La hipertrofia de los mercados financieros no permite el crecimiento económico y, por el contrario, exige políticas de austeridad mediante las cuales los pobres son conferidos al deber de ayudar a los ricos a mantener su riqueza y, si es posible, a ser más ricos. En estas condiciones, las precarias clases medias creadas en el período anterior quedan al borde del abismo de la pobreza abrupta. Intoxicadas por los media conservadores, convierten fácilmente a los gobiernos responsables de lo que son hoy en responsables de lo que les puede suceder mañana. Esto es tanto más probable en cuanto que su viaje desde la senzala hacia los patios exteriores de la Casa Grande fue realizado con el billete del consumo y no con el de la ciudadanía [1].
El tercer factor a favor del bloque conservador es el hecho de que el imperialismo norteamericano está de regreso en el continente después de sus aventuras en Oriente Medio. Hace cincuenta años, los intereses imperialistas no conocían otro medio sino las dictaduras militares para alinear a los países del continente con sus intereses. Hoy disponen de otros medios que consisten básicamente en financiar proyectos de desarrollo local y organizaciones no gubernamentales en las que la defensa de la democracia es la fachada para atacar de forma agresiva y provocadora a los gobiernos progresistas («fuera el comunismo», «fuera el marxismo», «fuera Paulo Freire», «no somos Venezuela», etcétera). En tiempos en que la dictadura puede ser dispensada si la democracia sirve a los intereses económicos dominantes, y en que los militares, todavía traumatizados por las experiencias anteriores, parecen no estar disponibles para nuevas aventuras autoritarias, estas formas de desestabilización son consideradas más eficaces porque permiten sustituir gobiernos progresistas por gobiernos conservadores manteniendo la fachada democrática. Los financiamientos que hoy circulan abundantemente en Brasil provienen de una multiplicidad de fondos (la nueva naturaleza de un imperialismo más difuso), desde las tradicionales organizaciones vinculadas a la CIA hasta los hermanos Koch, que en los Estados Unidos financian la política más conservadora y tienen intereses sobre todo en el sector del petróleo, y las organizaciones evangélicas norteamericanas.
¿Cómo salvar la democracia brasileña?
La primera y más urgente tarea es salvar el órgano judicial brasileño del abismo en que está entrando. Para eso, el sector íntegro del sistema judicial, que ciertamente es mayoritario, debe asumir la tarea de reponer el orden, la serenidad y la contención en el interior del sistema. El principio orientador es simple de formular: la independencia de los tribunales en el Estado de derecho busca permitir a los tribunales cumplir con su cuota de responsabilidad en la consolidación del orden y la convivencia democráticas. Para ello no pueden poner su independencia al servicio de intereses corporativos, ni de intereses políticos sectoriales, por muy poderosos que sean. El principio es fácil de formular pero muy difícil de aplicar. La responsabilidad mayor en su aplicación reside ahora en dos instancias. El STF (Supremo Tribunal Federal) debe asumir su papel de máximo garante del orden jurídico y poner término a la anarquía jurídica que se está instaurando. Muchas decisiones importantes recaerán sobre el STF en los próximos tiempos y ellas deben ser acatadas por todos, cualquiera sea su tenor. El STF es en este momento la única institución que puede trabar la dinámica de estado de excepción que está instalada. Por su parte, el CNJ (Consejo Nacional de Justicia), al que compete el poder disciplinario sobre los magistrados, debe instaurar de inmediato procesos disciplinarios por reiterada prevaricación y abuso procesal, no solo al juez Sérgio Moro sino también a todos los otros que siguieron el mismo tipo de actuación. Sin medidas disciplinarias ejemplares, el órgano judicial brasileño corre el riesgo de perder todo el peso institucional que cimentó en las últimas décadas, un peso que, como sabemos, no fue siquiera usado para favorecer fuerzas o políticas de izquierda. Solo fue conquistado manteniendo la coherencia y la isonomía entre medios y fines.
Si esta primera tarea fuese realizada con éxito, la separación de poderes estará garantizada y el proceso político democrático seguirá su curso. El gobierno de Dilma decidió acoger a Lula da Silva entre sus ministros. Está en su derecho de hacerlo y no compete a ninguna institución, y mucho menos al órgano judicial, impedirlo. No se trata de huir de la justicia por parte de un político que nunca huyó de la lucha, dado que será juzgado (si ese fuera el caso) por quien siempre lo juzgaría en última instancia: el STF. Sería una aberración jurídica aplicar en este caso la teoría del “juez natural de la causa”. Puede, eso sí, discordarse del acierto de la decisión política tomada. Lula da Silva y Dilma Rousseff saben que hacen una jugada arriesgada. Tanto más arriesgada si la presencia de Lula no significa un cambio de rumbo que arrebate a las fuerzas conservadoras el control sobre el grado y el ritmo de desgaste que ejercen sobre el gobierno. En el fondo, solo elecciones presidenciales anticipadas permitirían reponer la normalidad. Si la decisión de Lula-Dilma saliera mal, la carrera de ambos habrá llegado a su fin, un fin indigno y particularmente indigno para un político que tanta dignidad devolvió a tantos millones de brasileños. Además, el PT necesitará muchos años hasta volver a ganar credibilidad entre la mayoría de la población brasileña, y para eso tendrá que pasar por un proceso de profunda transformación. Si todo sale bien, el nuevo gobierno tendrá que cambiar urgentemente de política para no frustrar la confianza de los millones de brasileños que están saliendo a las calles contra los golpistas. Si el gobierno brasileño quiere ser ayudado por tantos manifestantes, tiene que ayudarlos a tener razones para  ayudarlo. Es decir, sea en la oposición, sea en el gobierno, el PT está condenado a reinventarse. Y sabemos que en el gobierno esta tarea será mucho más difícil.
La tercera tarea es todavía más compleja porque en los próximos tiempos la democracia brasileña tendrá que ser defendida tanto en las instituciones como en las calles. Como en las calles no se hace formulación política, las instituciones tendrán la prioridad debida incluso en tiempos de pulsión autoritaria y de excepción antidemocrática  Las maniobras de desestabilización van a continuar y serán tanto más agresivas cuanto más visible sea la debilidad del gobierno y de las fuerzas que lo apoyan. Habrá infiltración de provocadores tanto en las organizaciones y movimientos populares como en las protestas pacíficas que realicen. La vigilancia tendrá que ser total ya que este tipo de provocación está hoy siendo utilizado en muchos contextos para criminalizar la protesta social, fortalecer la represión estatal y crear estados de excepción, utilizando para ello la fachada de normalidad democrática. De algún modo, como ha sostenido Tarso Genro, el estado de excepción ya está instalado, por lo que la bandera «No habrá golpe» tiene que ser entendida como denuncia del golpe político-judicial que ya está en curso, un golpe de nuevo tipo que es necesario neutralizar.
Finalmente, la democracia brasileña puede beneficiarse de la experiencia reciente de algunos países vecinos. El modo en que las políticas progresistas fueron realizadas en el continente no permitió dislocar hacia la izquierda el centro político a partir del cual se definen las posiciones de izquierda y de derecha. Por eso, cuando los gobiernos progresistas son derrotados, la derecha llega al poder poseída por una virulencia inaudita orientada a destruir en poco tiempo todo lo que fue construido a favor de las clases populares en el período anterior. La derecha viene entonces con un ánimo revanchista destinado a cortar de raíz la posibilidad de que vuelva a surgir un gobierno progresista en el futuro. Y logra la complicidad del capital financiero internacional para inculcar en las clases populares y en los excluidos la idea de que la austeridad no es una política con la que se puedan enfrentar, sino un destino al que se deben acomodar. El gobierno de Macri en Argentina es un caso ejemplar al respecto.
La guerra no está perdida, pero tampoco se ganará si solamente se acumulan batallas perdidas, lo que sucederá si se insiste en los errores del pasado.
Notas
[1] Casa-Grande e Senzala (1933), traducido al castellano como Los maestros y los esclavos, es una obra del antropólogo Gilberto Freyre que trata sobre la formación de la moderna sociedad brasileña bajo el régimen del monocultivo colonial de la caña de azúcar. La Casa Grande alude al lugar donde vivían los señores explotadores de esclavos que cultivaban el azúcar y la senzala se refiere a las habitaciones de los esclavos negros [N. del T.].

BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS
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Brazil: democracy on the edge of chaos and the dangers of legal disorder
Boaventura de Sousa Santos*
When I began studying the judicial system of various countries, almost thirty years ago, the administration of justice had the least public visibility among the state’s institutional dimensions. The big exception was the US, because of the central role played by the Supreme Court in defining the truly decisive public policies. Being part of the sole non-elected sovereign body and given their reactive nature (for as a rule they cannot be mobilized of their own initiative) as well as the fact that they depend on other state institutions (correctional services, public administration) to have their decisions enforced, the courts tended to play a relatively modest role within the organic life of the separation of powers introduced by modern political liberalism, so much so that the judicial function was viewed as apolitical.
The reason for that had also to do with the fact that the courts dealt exclusively with individual rather than collective disputes and were designed not to interfere with the ruling classes and elites, which were protected by immunity and other privileges. Little was known about how the judicial system worked, the citizens who typically used it and their purpose in doing so. Since then everything has changed. This was caused, among other things, by the crisis of political representation that hit elected sovereign bodies, by the citizens’ growing awareness of their rights, and by the fact that, when faced with political deadlocks in the midst of controversial issues, the political elites began to regard the selective use of the courts as a way of lifting the political weight off certain decisions. Equally important was the fact that the neoconstitutionalism that came out of the second world war assigned a considerable weight to the control of constitutionality by constitutional courts. This novel development lent itself to two opposite readings. According to one reading, ordinary legislation had to be subjected to control in order to prevent it from being instrumentalized by political forces bent on scrapping all constitutional requirements – as had been the case, in the most extreme fashion, with the Nazi and fascist dictatorships. According to the other interpretation, the control of constitutionality was the tool used by the ruling political classes to defend themselves against potential threats to their interests, as a result of the vicissitudes of democratic politics and of “majority tyranny”. Be it as it may, these developments all led to a new kind of judicial activism that came to be known as the judicialization of politics and inevitably led to the politicization of justice.
The high public visibility of the courts over the last decades was largely caused by court cases involving members of the political and economic elites. The major watershed was the series of criminal proceedings known as Operation Clean Hands (Mani Pulite), which struck virtually all of Italy’s political class and much of its economic elite. Starting in Milan in April 1992, the operation comprised the investigation and arrest of cabinet ministers, party leaders, members of parliament (with about one third of all members being investigated at one point), businessmen, civil servants, journalists and members of the secret services, variously accused of such crimes as bribery, corruption, abuse of power, fraud, fraudulent bankruptcy, false accounting, and illegal political funding. Two years later, 633 people had been arrested in Naples, 623 in Milan and 444 in Rome. As a result of its having hit the entire political class under whose leadership the country had been governed in the recent past, the Clean Hands investigation shook the foundations of the Italian political system and led to the emergence, years later, of the Berlusconi “phenomenon”. Given these and other reasons, the courts of many countries have gained much public notoriety ever since. The most recent, and perhaps the most dramatic of all, to my knowledge, is Brazil’s Operation Lava Jato (“Car Wash” – or rather, and literally, “speed laundering”).
This anti-corruption operation mounted by the judiciary and the police was first launched in March 2014. Targeting more than a hundred politicians, businessmen and managers, it has gradually come to occupy centre stage in Brazil’s political life. As it enters its 24th phase, and in view of the criminal charges brought against former President Lula da Silva and the way this was effected, it is generating a political crisis similar to that which led to the 1964 coup whereby a vile military dictatorship was established that was to last until 1985. The judicial system – supposedly the ultimate defendor and guarantor of the legal order – has become a dangerous source of legal disorder. Blatantly illegal and unconstitutional judicial measures, a crassly selective persecutory zeal, an aberrant promiscuity in which media outlets are at the service of the conservative political elites, and a seemingly anarchic judicial hyper-activism – resulting, for instance, in 27 injunctions relating to a single political act (President Dilma’s invitation to Lula da Silva to join the government) –, all these bespeak a situation of legal chaos that tends to foster uncertainty, deepen social and political polarization and push Brazilian democracy to the edge of chaos. With legal order thus turned into legal disorder and democracy being highjacked by the non-elected sovereign body, political and social life has become a potential field of spoils at the mercy of political adventurers and vultures. At this point, several questions have to be addressed.
How did it come to this?
Who benefits from the present situation? What should be done to save Brazilian democracy and the institutions on which it stands, including its courts? How is one to attack this many-headed hydra, so that new heads do not grow for each severed head? In the present text I suggest a few answers.
How did it come to this? Why has Operation Lava Jato gone well beyond the limits of the controversies that habitually arise in the wake of any prominent case of judicial activism? Let me point out that the similarity with Italy’s Clean Hands probe has often been invoked to justify the public display and the public unrest caused by this judicial activism. But the similarities are more apparent than real and there are indeed two very definite differences between the two investigations. On the one hand, the Italian magistrates always kept a scrupulous respect for the criminal proceedings and, at most, did nothing but apply rules that had been strategically ignored by a judicial system that was not only conformist but also complicit with the privileges of the ruling political elites in Italy’s post-war politics.
On the other hand, they sought to apply the same unvarying zeal in investigating the crimes  committed by the leaders of the various governing political parties. They assumed a politically neutral position precisely to defend the judicial system from the attacks it would surely be subjected to by those targeted by their investigations and prosecutions. This is the very antithesis of the sad spectacle currently offered to the world by a sector of the Brazilian judicial system. The impact caused by the activism of Italy’s magistrates came to be called the Republic of Judges. In the case of the activism displayed by the sector associated with Lava Jato, it would perhaps be more accurate to speak of a judicial Banana Republic. Why? Because of the external push that clearly lies behind this particular instance of Brazilian judicial activism, but which was largely absent in the Italian case. That push is what is dictating the glaring selectivity of such investigative and accusatory zeal. For although it involves the leaders of various parties, the fact is that Operation Lava Jato – and its media accomplices – have shown to be majorly inclined towards implicating the leaders of PT (the Workers’s Party), with the by now unmistakable purpose of bringing about the political assassination of President Dilma Rousseff and former President Lula da Silva.
In view of the importance of this external push and of the selective nature of the legal action it tends to generate, Operation Lava Jato shares more similarities with another judicial investigation, one that took place in the Weimar Republic after the failure of the German revolution of 1918. Starting that year, and in a context of political violence originating both in the extreme left and the extreme right, Germany’s courts showed a shocking display of double standards, punishing with severity the kind of violence committed by the far left and showing great leniency towards the violence of the far right – the same right that in only a few years was to put Hitler in power.
In Brazil, the external push comes in the shape of the economic elites and the political forces at their service, which did not accept the fact that they lost the 2014 elections and, in the midst of the current global crisis of capital accumulation, felt seriously threatened by the prospect of another four years with no control over that government-dependent portion of the country’s resources on which their power has always rested. The height of that threat was reached when Lula da Silva – viewed as the best Brazilian president since 1988, with an 80% approval rate at the end of his term – began being regarded as a potential presidential candidate for 2018. At that moment Brazilian democracy ceased to be functional for this conservative political bloc, and political destabilization ensued.
The most obvious sign of the anti-democratic drive was the movement to impeach President Dilma Rousseff within a few months of her inauguration – a fact that was, if not totally unheard of, at least highly unusual in the democratic history of the last three decades. Realizing that their struggle for power was blocked by democracy’s majority rule (“majority tyranny”), they sought to make use of that sovereign body which is the least dependent on the rules of democracy and specifically designed to protect minorities, i.e., the courts. Operation Lava Jato – an otherwise highly worthy investigation – was the tool to which they resorted. Backed by the conservative legal culture that is widely predominant in Brazil’s judicial system, its Law Schools and the country at large, as well as by a full arsenal of high-powered, high-precision media weapons, the conservative bloc did everything it could to distort Operation Lava Jato. It thus diverted it from its judicial goals, which in themselves were crucial for the consolidation of democracy, and turned it into an operation of political extermination. The distortion consisted in keeping the institutional façade of Operation Lava Jato while profoundly changing its underlying functional structure, which was accomplished by seeing to it that the political took precedence over the judicial. Whereas the judicial logic is based on the fit between means and ends, as dictated by procedural rules and constitutional guarantees, the political logic, if propelled by the anti-democratic drive, subordinates ends to means and defines its own efficacy according to the degree of that subordination.
In this process, the intents of the conservative bloc had three major factors in their favor. The first was the dramatic change in character undergone by the PT as a democratic party of the left. Once in power, the PT decided to rule according to the «old style» (i.e., oligarchic style) to attain its new, innovative goals. Ignorant of the Weimar lesson, it believed that any “irregularities” it might commit would be met with the same leniency traditionally reserved for the irregularities committed by the elites and the conservative political classes that had ruled the country since its independence. Ignorant of the Marxist lesson it claimed to have absorbed, it failed to see that capital will allow no one to govern it but its own and is never grateful to any outsiders who happen to do it favors. Taking advantage of an international context in which, as a consequence of China’s development, the value of primary products had an exceptional increase, the PT government encouraged the rich to get richer. This was seen as a precondition for raising the resources it needed to carry out the extraordinary measures of social redistribution that made Brazil a substantially less unjust country, thanks to which more than 45 million Brazilians were freed from the yoke of endemic poverty. When the international context was no longer favorable, nothing short of a “new style” type of politics would do to ensure social redistribution. In other words, a new policy was required that, among other things, might use political reform to end the promiscuous relationship between political and economic power, tax reform to tax the rich as a way of financing social redistribution in the post-commodity boom period, and finally media reform, not to impose censorship, but rather to ensure diversity in published opinion. As it turned out, however, it was too late for all those things that should have been done in their own time and not in a context of crisis.
The second factor is linked to the first. It is the global economic crisis and the iron grip in which it is held by that which causes it – finance capital and its relentless self-destructiveness, which also destroys wealth under the pretext of creating wealth and turns money from a medium of exchange into a prime commodity of the speculation business. The hypertrophy of financial markets is an impediment to economic growth. Instead, it calls for austerity policies under which the poor are invested with the duty of helping the rich to stay rich and, if possible, to get richer. Under these conditions, the frail middle classes created in the previous period find themselves on the brink of sudden poverty. With their minds poisoned by the conservative media, they are quick to hold the very governments that turned them into what they are now responsible for what may befall them in the future. This is all the more likely to happen since a consumption ticket rather than a citizenship ticket was the fare they paid to travel from the slave quarters to the Manor’s outside patios.
The third factor working in favor of the conservative bloc is the fact that, after its adventures in the Middle East, US imperialism has returned to the continent. Fifty years ago, imperialism knew no means other than military dictatorship to submit the countries of the continent to its own interests. Today, imperialist interests have other means at their disposal, namely the financing of local development projects run by nongovernmental organizations whose gestures in defence of democracy are just a front for covert, aggressive attacks and provocations directed at progressive governments (“down with communism”, “down with Marxism” “down with Paulo Freire”, “we are not Venezuela,” etc.). In such times as these, when the establishment of dictatorships can be avoided because democracy sees to it that the dominant economic interests are served, and when the military, still traumatized by past experiences, seem unwilling to embark on new authoritarian adventures, these forms of destabilization are viewed as more effective in that they allow replacing progressive governments with conservative governments while maintaining the democratic façade. All the financing currently abounding in Brazil comes from a wide variety of funds (the novel nature of a more pervasive imperialism), from the proverbial CIA-related organizations to the Koch brothers – who fund the most conservative policies in the US, their money coming mostly from the oil sector – to North-American evangelical organizations.
How can Brazilian democracy be saved?
The first and most pressing task is to save the Brazilian judiciary from the abyss into which it is sinking. In order to achieve that, its wholesome sector – surely the majority of the judicial system – must take upon itself the task of reestablishing order, serenity and restraint among its members. The guiding principle is simple enough to state: the independence of the courts under the rule of law is intended to allow them to fulfill their share of responsibility in consolidating democratic order and democratic coexistence. For that to happen, they are barred from putting their own independence at the service of any corporate or sectorial political interests, no matter how powerful. Although easy to state, the principle is very difficult to enforce. The top responsibility for enforcing it, at this point, lies with two different bodies. The STF (Federal Supreme Court) must assume its role as the ultimate guarantor of the legal order and put an end to the spreading legal anarchy. The STF will be faced with many important decisions in the near future, which must be obeyed by all, irrespective of what it decides.
At present, the Supreme Court is the only institution capable of halting the plunge towards the state of emergency. As to the CNJ (National Council of Justice), which has disciplinary power over the magistrates, it should initiate immediate disciplinary proceedings by reason of reiterated prevarication and procedural abuse, not only against judge Sérgio Moro, who is directing the investigation in a blatantly biased manner, but against all those who have conducted themselves in similar fashion. If no exemplary disciplinary action is taken, the Brazilian judiciary runs the risk of squandering the institutional sway it has earned in recent decades, which, as we know, has not even been used to benefit left-wing forces or policies. It was earned simply by ensuring sustained consistency and the right balance between means and ends.
If the first task is successfully carried out, the separation of powers shall be preserved and the democratic political process shall resume its course. President Dilma Rousseff’s cabinet has decided to include Lula da Silva among its ministers. It is its right to do so and no institution, least of all the judiciary, has the power to prevent it. We are not talking about dodging justice on the part of a politician who never backed away from a fight, for he will eventually be tried (if that be the case) by that entity – the Supreme Court – which in the last analysis would try him anyway.
From the legal point of view, it would be an aberration to apply here the principle of the “natural court”. One may, of course, disagree with the political decision in question. Lula da Silva and Dilma Rousseff know they are making a risky move, all the more risky in case Lula’s joining the cabinet does not translate into a change of course to wrest from the hands of the conservative forces the control over the extent and the pace of the erosion they have caused in the government. In fact, only early presidential elections could bring normalcy back. If the Lula-Dilma decision goes wrong, their careers will have come to an end,  and a very undignified end it shall be, especially in the case of a man who restored dignity to so many millions of Brazilians. Besides, it will take PT many years to restore its credibility among the majority of the Brazilian people, not to mention that it will have to undergo a process of radical change. If all goes well, the new government will have to effect a change in policy, starting immediately, so as not to let down the trust of  the millions of Brazilians who are taking to the street to protest against the putschists. If the Brazilian government has any desire to find help on the part of so many demonstrators, it will have to help them find reasons to help. Which is to say that, whether as opposition or as government, the PT will be forced to reinvent itself. And we know, this will be a lot more difficult to do when in government.
The third task is even more complex, because in the near future Brazilian democracy will have to be defended both in the country’s institutions and in the streets. And since policy-making is not conducted in the streets, institutions will be given due priority even in these times of authoritarian drive and antidemocratic emergency. The attempts at destabilization will continue and become more aggressive as the weakness of the government and the forces that support it become more visible. Popular organizations and movements, as well as peaceful demonstrations, will be infiltrated by provocateurs. Constant watchfulness is in order, as this type of provocation is currently being used in many contexts to criminalize social protest, reinforce state repression and declare states of emergency, albeit behind a façade of democratic normalcy. As Tarso Genro has argued, the state of emergency is somehow in place, which is why the “There will be no coup” flag has to be understood as a denunciation of the political-judicial coup that is already underway. A new type of coup, that needs to be neutralized.
Finally, Brazilian democracy can benefit from the recent experience of some neighbor countries. The way in which the progressive policies were implemented on the continent made it impossible to shift towards the left the political centre from which the positions of both the left and the right get to be defined. That is why, when progressive governments are defeated, the right comes to power possessed with an unprecedented virulence and bent on destroying, in no time, all that was built in favor of the popular classes during the previous period. Then along comes the right in its vindictiveness, to nip in the bud the possibility of a progressive government reemerging in the future. For that, it counts on the complicity of international finance capital to instill in the popular classes and in the excluded the notion that austerity is not a policy that can be challenged but rather a fate to which they must resign themselves. Macri’s government, in Argentina, is a case in point.
The war is not lost, but it will not be won if one battle after another is lost, which is what will happen if one keeps repeating past mistakes.
*Boaventura de Sousa Santos is portuguese professor of Sociology at the School of Economics, University of Coimbra (Portugal), distinguished legal scholar at the University of Wisconsin-Madison Law School, and global legal scholar at the University of Warwick. Co-founder and one of the main leaders of the World Social Forum. Article provided to Other News by the author
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