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Brasil, Uruguay: Defender las conquistas en las urnas

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Llegó el día. Se juega el destino inmediato de 204 millones de seres humanos que habitan lo que la geografía política designa como Brasil y Uruguay con repercusiones determinantes para el resto de la propia región, además del avance del BRIC y sus propósitos multilateralistas. Las opciones que sus ciudadanos tienen ante sí están claramente demarcadas en ambos casos, aunque por tratarse de la primera vuelta en Uruguay, se dirimen también matices y correlaciones internas de fuerzas que se verán reflejadas en el próximo parlamento, tal como prevén sus rancias y hasta ahora intactas constituciones. El arribo a esta coyuntura definitoria que las encuestadoras vaticinan abierta, está reflejando, entre otras cosas, la consolidación de una injerencia de las estrategias publicitarias -con sus cuantiosos gastos- en la construcción y manipulación de las voluntades populares, que asedia y acorrala a la polis desviándola de sus asuntos. Mientras los ciudadanos van resignando su rol de autores del guión que afectará sus vidas, surgen actores profesionales que se dedican a interpretar los personajes que escriben sus publicistas. La simulación arrincona a la autenticidad. El elaborado envase disimula su contenido. Los propulsores de cambios han olvidado el cambio -y hasta la crítica- de reglas de juego desde las que pueden potenciarse sus propósitos transformadores.

En sociedades salvajemente capitalistas se impone un silogismo ideológico pueril: si las actividades económicas deben ser reguladas por el mercado y la comunicación política y social es una actividad económica, luego tal comunicación social debe ser regulada por el mercado. Para este tipo de concepciones, cualquier interferencia estatal o dispositivo político socializante, cualquier límite a la inversión publicitaria, transparencia sobre recursos y aportantes o intereses vinculados a la inversión alteraría los “óptimos neoclásicos” económicos y sociales.

Como en otras ocasiones electoralmente definitorias, vine a Montevideo a vivir la –irrepetiblemente uruguaya- experiencia de la movilización cívica y popular que a priori podría parecer un desmentido de lo expuesto líneas arriba. El jueves previendo la congestión decidimos ganar velocidad por la rambla, conscientes de que allí se desarrollaba también el acto de cierre de campaña del candidato derechista Bordaberry, a la espera de que en algún momento se derivara el tráfico. Pero no hubo desvío, el tráfico fluyó normalmente en la esquina de Luis Alberto Herrera (sede central de su campaña) donde el inmenso escenario a pocos metros hacia el mar congregaba –siendo indulgente- a algún centenar de partidarios despojados de todo fervor. Inversamente, para asistir al acto del Frente, debimos dejar el vehículo a 35 cuadras. Una pleamar humana de algún/os centenar/es de mil/es de emociones y entusiasmos corporizados, apretujada como puño colectivo, resultó el orfeón de sueños para una partitura inconclusa. El escenario fue sólo la excusa, un capricho ritual de elevación que dio lugar a una fiesta a ras del suelo, con los pies en el asfalto, la gramilla y hasta el barro. Una celebración de los de abajo en una doble acepción que Constanza Moreira justificó en una contratapa de este diario antes de ser senadora “por el (mero) hecho de estar juntos”. Los asistentes a éste y otros actos de cualquier color partidario, entienden que la vida política excede el acto privado y secreto de alimentación de una urna. La conciben como parte del compromiso social. Sin embargo, masas silenciosas y espectadoras lejanas, tienen el legítimo derecho a decidir como los primeros.

Pero si la encuestología pronostica incertidumbre ante tan abismal disparidad movilizatoria y compromiso público, es porque las proporcionalidades entre las capacidades organizativas, de convocatoria y participación están perdiendo influencia sobre el resto de la ciudadanía, capturada por la cosmética publicitaria y la banalidad de sus slogans.

Hoy se contarán papeletas engullidas por urnas ansiosas como ayer se contaron banderas sostenidas por brazos memoriosos como aquellos que en 1789 abanderaron con rojo, azul y blanco la experiencia pionera de comenzar a igualar los derechos de todos los ciudadanos en una república.

Siglos después, en otra latitud, idénticos colores continúan simbolizando derechos.

El autor, Emilio Cafassi, es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar

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