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¿Programa político o publicidad?

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En artículos recientes me propuse poner a consideración de los lectores una batería de institutos que permitan la transferencia del poder decisional hacia los afectados por las decisiones adoptadas, cosa que necesariamente implica un detrimento de las potestades de las que actualmente goza la llamada sociedad política, o más personalizadamente, los políticos profesionales. La aplicabilidad reconoce ámbitos institucionales muy diversos, el más importante de los cuales es el Estado como regulador de la vida política que depende de la articulación constitucional, cuyo alcance es la totalidad de la ciudadanía.

Entre otras conjeturas, partí de la hipótesis de la existencia de una enorme desigualdad entre las diferentes alternativas políticas cuya magnitud resulta dependiente de las reglas del mercado. Porque la extensión y variedad de los mensajes es casi directamente proporcional a los recursos monetarios con los que cuenta el emisor y éstos sólo muy parcialmente relacionados con el caudal de votos cosechados. El grueso de los recursos los obtiene por vías privadas, no necesariamente cristalinas. Sostuve además que no encuentro justificación alguna para distribuir recursos estatales a los partidos en función de la cantidad de votos. Muchas variables intervienen en la evaluación de la cualidad de las propuestas, cuyos valores y profundidad no garantiza mayoría alguna, que sin embargo sí otorga legitimidad. En cualquier caso, con o sin correlato con la cosecha electoral, la preocupación recurrente de los partidos políticos y candidatos en períodos electorales, por exceso o defecto, es la intervención en los medios.

La entronización de lo que algunos autores denominan “cultura audiovisual” y otros como el politólogo italiano Giovanni Sartori “videopolítica”, provocó una adaptación de las antiguas prácticas políticas a las nuevas condiciones comunicacionales, con pocas reflexiones sobre la relación entre medios y democratización de la vida institucional. Los medios –particularmente los audiovisuales- resultan un poderoso instrumento de poder y en consecuencia se hace indispensable una regulación legal de su utilización que garantice información plural e imparcial, esenciales para la toma de decisiones. Aún en USA, capital mundial de la videopolítica y el mercado, existen regulaciones antimonopólicas, sin por ello llegar a considerar siquiera a los medios como servicio público, cosa que tampoco garantiza plenamente -digamos de paso- la existencia de un medio estatal. Me refiero aquí a la totalidad de la oferta audiovisual. El carácter público del conjunto, deviene inevitablemente de la concesión política del éter que no puede pertenecer sino a la sociedad toda.

La discusión sobre la información en general y el mensaje político –o político/electoral- en particular como servicio público, la garantía de la difusión igualitaria de todas las opiniones y opciones, la existencia de un ente que defienda al ciudadano frente al emisor del mensaje, a la información imparcial, a la réplica, entre una larga lista de derechos sociales y democráticos, está ausente en la agenda de partidos y dirigentes, ya sean radicales, progresistas, reformistas o defensores del statu quo. El sistema de comunicaciones, tal cual lo conocemos en el modelo mercantil, requiere ser por lo tanto democratizado. Dada la situación desigual de que se parte, cualquier política de “laissez faire” sólo tendería a reproducir las estructuras preexistentes y no habría efectivo pluralismo, ni democratización alguna.

Ante la fascinación por el poder de los medios, la videopolítica es la nueva pócima rejuvenecedora de la moda partidocrática. La fórmula del éxito, es decir el ingreso o la consolidación en la sociedad política de los candidatos, depende casi directamente de la aparición -o no- en los medios, que a su vez es razón de existir para las encuestadoras. Los dirigentes políticos rápidamente se adaptaron a las exigencias de la imagen y no faltarán autores que sostengan que los medios sustituyeron a los partidos. Aunque no resulte única causa, la desmovilización y la apatía militante encuentran parcial explicación en este fenómeno. Si el rating domina la escena, ¿para qué las reuniones de base, los actos públicos, las movilizaciones, los periódicos partidarios, los congresos y hasta los propios partidos, si el rating y el marketing encuestológico todo lo pueden? Cuando la imagen depende del rating, los candidatos tienen que adaptarse cada vez más a las exigencias del medio, hasta el momento en que sus gestos y su discurso lograrán asimilarse inclusive a la banalidad de ciertos programas, bajo amenaza de zapping. Algo que había anticipado en los años ´60 y ´70 el filósofo canadiense Marshal McLuhan. Esta mimetización forzada tiene como contrapartida a los “famosos” (artistas, animadores, deportistas, etc.) en una doble sustitución de los políticos. Por un lado integrando listas electorales y eventualmente ocupando cargos por la sola razón de su popularidad. Por otro -en aquellos que no son cooptados por la política- formulando opiniones políticas en una suerte de sustitución de los profesionales.

No propongo aquí apagar las emisiones audiovisuales privadas, mientras perviva el capitalismo, sino incorporar un conjunto de institutos que permitan garantizar las condiciones más igualitarias posibles. Por un lado, aquel que obligue a conceder espacios gratuitos y paritarios a todas las opciones en cada distrito electoral en horarios centrales. Obviamente se deberá discutir previamente un umbral de afiliados originarios, o de votos para los partidos ya incorporados, a fin de asegurar que las alternativas que se presentan y hacen uso del derecho a exponer sus propuestas, no sean pequeños grupos o sectas carentes de representatividad. Luego de tal umbral, todos deberán poder gozar de las mismas condiciones y garantías. Pero a la vez este instituto que concede derechos debería combinarse con otro restrictivo respecto a la publicidad paga. Ya suficiente daño produce la práctica publicitaria mercantil sobre los consumidores como para extenderla además a la política. El discurso publicitario, cualquiera fuera su objeto, es por definición engañoso, carente de confrontación, de debate y comparación, además de verificación empírica. Es por esencia, ideología pura. La publicidad política paga debería prohibirse, tal como se hace con el tabaco o el alcohol, por su carácter nocivo. El objetivo último es que las contribuciones privadas se reduzcan al mínimo, se transparenten y que sea el Estado el mayoritario sostén del sistema de partidos.

Pero además de los medios audiovisuales privados y uno o más estatales generalistas, es indispensable contar con al menos un medio dedicado exclusivamente a la política, administrado parlamentariamente. La opinión que los electores se forjen no puede depender exclusivamente de los monólogos que cada opción realice en los espacios concedidos en períodos electorales, sino del debate entre sí de manera continua en el tiempo y de carácter plural. La coherencia entre discursos y propuestas y acciones concretas, las trayectorias, también deben formar parte de la evaluación ciudadana. Pero como insinué en algún artículo previo, la prensa escrita no puede ser sustituida por medios audiovisuales. Los partidos no sólo tienen derecho a contar con prensa partidaria que una imprenta estatal debería garantizar, al igual que la distribución en los ámbitos de alcance, sino como exigencia para la formulación de programas y propuestas. Porque el instituto fundamental que permitirá dar encarnadura al propósito redistributivo del poder es el revocatorio.

La revocación pertenece a la doctrina de la democracia directa, que no debe ser puerilmente reducida exclusivamente a la asamblea (su institución principal, en todo caso, aplicable exclusivamente a ámbitos institucionales muy reducidos) sino basada en el principio social del productor en oposición al principio territorial del ciudadano que suprimió explícitamente el mandato imperativo (o a secas) y prohibió a los electores que transmitieran cualquier instrucción a los representantes, o calificaran electoralmente el cumplimiento de sus propuestas. Tampoco puede sustituir a otros institutos pertenecientes a la democracia directa como el referéndum o plebiscito. La democracia directa puede también ser delegativa, si incluye dispositivos de exigencias, control y punición por parte de los representados. No hay sistema político viable, ni lo hubo, sin mediaciones delegativas, que no es sinónimo de sistema representativo sin más. El régimen vigente es el de irresponsabilidad jurídica del representante, dando lugar a la desconexión o autonomización de los representantes respecto de los representados. La implantación de la revocación permitiría comenzar a clausurar esa desconexión e instaurar una forma de control sobre los representantes. La revocación de un funcionario electo, como máximo castigo que éste puede recibir de sus electores, requerirá por consiguiente de un mecanismo procedimental cuidadoso mediante el que pueda defender su actividad o explicar las razones o imposibilidad de incumplimiento programático.

En la dinámica actual, el ciudadano es también un consumidor y las opciones políticas otro tipo de mercancías en el anaquel de las promociones. En consecuencia está siempre expuesto a comprar -como se dice en el Río de la Plata- “pescado podrido”.

El autor, Emilio Cafassi, es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar

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