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Estado o mercado en la comunicación política

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La lucha por la igualdad en las sociedades afortunadamente involucra un sinnúmero de aspectos y particularidades de su vida. Muchos de ellos están actualmente identificados y colocados en las agendas de reivindicaciones mientras otros quedan aún por descubrirse y precisar, para futuras inclusiones en el conjunto de demandas, a medida que el velo naturalizador que las (re)cubre -y (en)cubre consecuentemente con renegaciones y falsas armonías- vaya debilitándose o descorriéndose. No sólo nadie nace socialista, feminista o ecologista entre otros posibles “istas” “progres”, sino que a lo largo del proceso de socialización primaria recibe una andanada de sentidos y significaciones impregnados de mercantilismo, patriarcalismo, racismo y muchas otras excrecencias ideológicas segregacionistas que con total facilidad se nos inoculan desde los primeros años de vida en el sentido común. Liberarse de ellas es un largo proceso, de ejercicio ético e intelectual, siempre inacabado, siempre pasible de tropiezos, lapsus y parciales regresiones. Pero además de las desigualdades visibilizadas, quedan aún muchas por transparentar, aún agazapadas en nuestras trampas ideológicas que acompañan tanto agresividades como ternuras. Liberación que a la vez supone como paso siguiente, la lucha por la supresión de las causas que producen las inequidades ahora resignificadas por la militancia social con indignación.

Considero una conquista de las últimas décadas que buena parte de las izquierdas hayan resemantizado y ampliado significativamente la noción de igualdad, tanto como abandonado la pueril concepción según la cuál la emancipación plena (por lo demás vaga e indefinida) se lograría sólo después de una futura e hipotética revolución de las relaciones de producción, distribución y propiedad. No porque me resulte indeseada tal transformación radical de la economía, la sociedad y la vida laboral, la que también hago propia, sino porque lejos de distraer ese objetivo, la lucha por la conquista de igualdad en vastas aristas y cortes transversales de la vida social, contribuye a él. Particularmente en este artículo pretendo extender la noción de igualdad a la esfera política, más allá de la abstracción formalista de la ciudadanía. Pero también señalar que pueden coexistir tensiones y hasta contradicciones en el ejercicio de la búsqueda de la igualdad en esferas específicas, tanto más cuanto se alejen del nivel económico y sociológico análisis. Y en tal sentido, las izquierdas no necesariamente acompañan la extensión de la noción de igualdad hacia la política. En el plano concreto de institutos que atañen al sistema de partidos, es indispensable una intervención activa del Estado tanto en el sostenimiento de ellos en condiciones igualitarias, tanto como restricciones a su vinculación económica con el capital.

Muy poco contribuye a pergeñar dispositivos e institutos que tiendan a extender la noción de igualdad hacia el ámbito político, si la democracia se concibe como un sistema totalizante de lo social. Es decir que dé respuesta tanto a la problemática de la libertad y la distribución del poder decisional cuanto de la distribución de la riqueza material y los derechos sociales. Prefiero, inversamente, concebirla como régimen político o forma de gobierno, y por lo tanto como un conjunto de instituciones que establecen las “reglas de juego” de la política. Las que regulan la esfera en que los miembros de una comunidad o institución toman las decisiones que les conciernen. Puesto en estos términos, no supone qué decisiones se tomarán en una sociedad en el campo de la distribución de la riqueza, las que puedan ser igualitaristas, distributivas o inclusive su contrario. Establece los procedimientos a través de los cuales deberán tomarse esas decisiones. La democracia, que en verdad no existe como variable binaria, sino como gradualidad sustantiva procedimental, debería ser pensada como una parte de la totalidad social, la que regula la distribución y ejercicio del poder político y zanja a la vez de un modo pacífico las diferencias ideológicas y de intereses, que serán tanto mayores, cuanto mayor sea la desigualdad material y social entre los ciudadanos.

Hipotetizo que las izquierdas, con todos sus avances en materia de reconocimiento y acompañamiento de las demandas de movimientos sociales y grupos identitarios, aún desde las más radicales hasta el progresismo, dicho a muy grosso modo sin contemplar excepciones puntuales, comparten una concepción totalizante, tanto por razones principistas (como el del modelo deseado de justicia social) cuanto por reduccionismo conceptual. Los dispositivos políticos y el derecho han sido concebidos falazmente como parte de una “superestructura”, es decir, como epifenómenos de una “base económica”, cosa que condujo a subestimar o desentenderse de la especificidad de la organización del poder político, de las garantías y derechos individuales y de la distribución del poder decisional y del mensaje.

Un ejemplo uruguayo ilustra contundentemente la tensión entre un procedimiento político igualitarista y una consecuencia brutalmente inequitativa. El parlamento del primer gobierno del presidente Sanguinetti sancionó una ley que consagró la impunidad de los peores criminales de la historia moderna de ese país. Un plebiscito arrancado a fuerza de militancia de la izquierda, es decir una consulta directa a la totalidad de la ciudadanía que, aún restringida a esa ley llamada popularmente de caducidad, restituía la soberanía popular expropiada por los legisladores, intentó derogarla sin éxito. Otro tanto se volvió a repetir en el 2009 con idéntica suerte, ya con el gobierno del Frente Amplio. La conclusión es que un dispositivo de poder que distribuyó e igualó el poder decisional en la totalidad de la ciudadanía, convalidó de hecho una aberrante y criminal desigualdad ante la ley.

Inclusive el uso ideológico de la fórmula “democracia real” opuesta a “formal” donde la primera sería una alegoría de la distribución de riqueza o de derechos sociales sólo logra disuadir del intento de análisis teórico y de generar las proposiciones prácticas de transformación radical del régimen político y de dar alguna respuesta a la profunda crisis actual de la representación política moderna. Pero esta crisis, además de expresarse como exclusión de los ciudadanos en las decisiones, lo hace también con las diferentes alternativas políticas organizadas, los partidos y su relación con la desigualdad de recursos, como concluí el domingo pasado en relación al caso uruguayo de contribución monetaria estatal ex post, proporcional a la cantidad de votos cosechados.

Personalmente no encuentro justificación –ni justicia- alguna entre el derecho de los partidos políticos de dar a conocer su oferta política y la cantidad de votos recibidos, proporcionados luego con magnitudes dinerarias que previsiblemente se volcarían prioritariamente a multiplicar la difusión. Tal correlato sólo favorece oficialismos de cualquier laya y favorece la preservación de las desigualdades y fundamentalmente a reforzar la pasividad ciudadana mediante el imperio creciente de práctica de videopolítica publicitaria. La estrategia comunicacional masiva contemporánea consiste en su carácter casi exclusivamente mercantil, que ubicado en el contexto capitalista actual adquiere un despliegue completamente industrial. Es así como la producción de mensajes comunicativos asume formas predominantemente industriales con la aplicación de las más modernas tecnologías, donde siempre las ventajas estarán del lado de quién detente los mayores recursos económicos.El razonamiento ideológico justificatorio proviene de un silogismo casi pueril: si las actividades económicas deben ser reguladas por el mercado y la comunicación social es una actividad económica, luego la comunicación social –y también la política- debe ser regulada por el mercado. En este esquema conceptual neoliberal, cualquier interferencia estatal o dispositivo político socializante alteraría los “óptimos neoclásicos” económicos y sociales.

El hecho de que en buena parte de los países sudamericanos, las izquierdas y progresismos hayan logrado imponerse electoralmente y tengan en varios casos perspectivas de continuidad con estas condiciones, no debe soslayar la crítica a la naturaleza del régimen político y la necesidad de transformación de fondo de su carácter. No sólo por el perfeccionamiento de las normas, sino también por los riesgos de acostumbramiento y adaptación a ellas, de los propios dirigentes y representantes de estas izquierdas y progresismos, antiguamente críticos y de vocación reformista.

Particularmente pienso en institutos que ataquen doblemente la desigualdad entre los partidos políticos. Por un lado desmercantilizando buena parte de su sostenimiento y por otro, garantizando espacios comunicacionales e infraestructura en condiciones igualitarias. Un mayor detalle requerirá de otra contribución, pero a grandes rasgos pergeño la posibilidad de que el Estado aporte la infraestructura para las actividades y actos partidarios y fundamentalmente espacio en los medios audiovisuales que a través del Estado se le concede a empresas capitalistas, además de los estrictamente estatales.

Igualar la distribución de los mensajes, es un modo de exhibir las desigualdades de intereses, ideas e iniciativas que porta cada uno de ellos.

–          El autor, Emilio Cafassi, es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar

 

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