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Personalismo ordinario en congreso extraordinario

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La noche había caído con la habitual regularidad indiferente al laborioso y concentrado trajín de militantes ensimismados en resoluciones programáticas y preferencias  representativas, cuando una esquina montevideana se erigió en campo de celebración pública. La cita se fue transmitiendo de boca en boca y de celular en celular a lo largo del extenso día y la fiesta improvisada se vio nutrida de congresales exhaustos que con un último aliento acudieron a la convocatoria uniéndose a transeúntes de redes virtuales y movimientos más proteicos e informales. ¿Qué festejaban? Ningún triunfo que no fuera el mismo hecho de conocerse y reconocerse allí como parte delimitada de una totalidad política. O en otros términos, la reposición de algo del colorido cuya falta nostálgicamente reclamó en la edición de ayer el periodista William Marino evocando congresos pretéritos.
Asistí al VI Congreso Extraordinario del Frente Amplio uruguayo (FA) por simple interés en el curso de la historia oriental en particular y de las izquierdas en general, sobre las que vengo escribiendo. Aunque fue mi primera experiencia hasta el momento, creo entender, al menos parcialmente, la melancolía que aja los viejos corazones que bombearon históricamente la sangre de sueños, resistencias y conquistas. La gestión concreta de gobierno no sólo ha ido esmerilando desbordes y audacias, sino también sus vitalidades simbólicas y disparadores emotivos. Por eso la apelación rejuvenecida a los viejos horizontes utópicos aherrojados en la realpolitik traen consigo incisiones estéticas de nuevas épocas, herederas a su vez de demandas reverdecidas y derechos por conquistar. La fiesta callejera convocó precisamente a puñados de entusiastas en la renovación del FA que se expresan hoy en torno a la candidatura de la senadora Moreira, sin cuya postulación alternativa, no sólo desolarían la esquina festiva sino también sus motivaciones protagónicas y pulsiones, poblando de tal modo tan sólo la propia rutina hogareña. No dejan de ser históricos por sumar a la insignia de Otorgués, pelucas de cotillón, pantallas con clips y géneros musicales simplistas. Por el contrario, son un modo de recreación de la historia al apelar a los viejos ideales emancipatorios, ahora en el contexto de nuevos escenarios de época. El congreso llevó el nombre del historiador y dirigente revolucionario Hugo Cores, justamente una trayectoria biográfica ineludible para el recuento de principios y rebeldías sobre los que moldear identidades dignas y eficacias transformadoras.
Desconociendo la mecánica y tradiciones congresistas, consulté a varios amigos dirigentes sobre la posibilidad de asistencia y la primera sorpresa fue el tiempo transcurrido en obtener una respuesta certera a mi inquietud. No por ausencia de voluntad o interés de mis contactos, sino por aparentes indefiniciones de la organización. Hasta un día antes todos respondían algo así como “de algún modo te haremos entrar”, así que no era difícil deducir cierta importante restricción al público y personalmente lo que menos quería era entrar “por alguna ventana”. Recién a las 20:50 del viernes 22, es decir 15 horas antes del inicio del congreso, recibí el mail de una participante fundamental indicándome que se acababa de decidir la apertura. Se explica por tanto la amarga sorpresa de Marino por las tribunas altas vacías: el público no fue convocado en ningún momento, de forma tal que sólo habría congresales, autoridades, prensa y algún que otro curioso de último momento como quién suscribe. Abrir las puertas un rato antes sin siquiera convocar masiva y públicamente, es el mejor modo de desestimular presencias. Efectivamente ingresé sin apelar a nadie y me moví con la más absoluta libertad por todos los sectores, intentando captar las expresiones, corrillos, alegrías y decepciones de la mayor cantidad de congresales de los diversos departamentos y sectores. Inclusive hasta ingresé en el sector de prensa aclarando que no representaba a medio alguno. Tuve suerte que me reconocieran. Adentro, las facilidades y la fraternidad florecían.
De entre todas mis inquietudes, la procedimental ocupó un lugar especialmente prioritario. Mucho más que sobre las decisiones que el congreso adoptara, mi interés se posó sobre los dispositivos de poder que hicieran posible o limitaran la adopción colectiva de tales decisiones. En mis escuchas de comentarios y mis diálogos de fumador callejero con otros pares tanto ideológicos como de adicción, percibí decepciones por varios resultados, que -aún compartiendo en algunos casos- no deberían eclipsar aspectos centrales de la organización. A la ya inédita y compleja realidad de unificar organizativamente la diversidad teórica e ideológica que distingue al FA dentro de las izquierdas del mundo, se sumaba la de discutir y enmendar colectivamente entre más de un millar de delegados, un documento de más de 300.000 caracteres, el equivalente a un libro entre pequeño y mediano. Aún sin poder compararlo con experiencias previas, el desarrollo me pareció ejemplar y proporcional al lugar del FA en la historia, aunque reconozca algunos claroscuros que intentaré señalar sucintamente en torno al personalismo. Me interrogué sistemáticamente sobre los mecanismos de adopción de decisiones, acerca de las posibilidades igualitarias de elaboración y expresión de los congresales y sobre el cumplimiento de las reglas pactadas. No se me escapa que en proporciones reducidas de independientes respecto a los sectorizados, no sólo el FA se parecerá cada vez más a una coalición de partidos, sino que la dinámica congresista reproducirá proporcionalmente los acuerdos o desavenencias que en ámbitos más enclaustrados interrelacionen a las cúpulas partidarias. Pero en cualquier caso, los mecanismos institucionales de distribución igualitaria del poder decisional resultan una condición necesaria, aunque no suficiente para la participación de militantes de toda laya, aunque más enfáticamente aún los independientes. A la vez, tanto más importante que la radicalización o las precisiones del programa es su efectivo cumplimiento, sin el cual poco importan los esfuerzos de debates y elaboraciones.
Respecto al primer aspecto, no considero inadecuada la exigencia de mayoría calificada para la introducción de modificaciones programáticas. Si bien este criterio tiende a contener la magnitud de los cambios, permite acercarse al criterio de consenso sin llegar a instaurarlo. Una decisión colectiva tomada por simple mayoría no resulta beneficiosa para la adopción de decisiones cardinales como un programa de gobierno en tan diversa pluralidad como la del FA, pues significa de hecho una escisión, aunque sea transitoria. Una alternativa compartida por la mitad de los participantes mientras la otra mitad la desaprueba, revela ausencia de convencimiento colectivo y, como mínimo, la necesidad de continuar la discusión, cosa imposible ante la magnitud del tratamiento ya que se pusieron en discusión y se sometieron a votación centenares de enmiendas. Obviamente el extremo inverso, el método de consenso, produce efectos de entorpecimiento y paralización.
Pero en lo que respecta a la participación de los congresales en la elaboración, estuvo garantizada por dispositivos que generaron prerrequisitos igualitarios tanto para la elaboración de las reformas, cuanto para la toma de decisiones. Desde el momento en que cada uno contó con el derecho de escribir o traer por escrito su contribución -sea de su pluma o de su comité de pertenencia- y luego intervenir en su defensa con idéntico y acotado límite de tiempo en las reuniones de comisión o en el plenario, las intervenciones tanto escritas como orales no se encontraron tan condicionadas por capacidades personales, sea de redacción u oratoria. Cada congresal pudo elaborar con tiempo sus posiciones e influir de esta forma sobre el colectivo. Así se sucedieron en el uso de la palabra tanto legisladores como militantes de base, dirigentes o ministros. Cuando por excepción alguien se excedió en el tiempo de uso de la palabra, fueron los congresales los que con abucheos impidieron la continuidad de tal desigualdad. A la vez, los sucesivos presidentes tuvieron el cuidado de frenar las aclamaciones en favor de algún discurso en particular. Pero la distribución espacial no siguió idéntico criterio. Además de quiénes cumplían funciones de coordinación de los debates o información, la mesa estuvo plagada de tan inexplicables como inútiles presencias.
Las mismas garantías y precauciones que guiaron el tratamiento del programa, cedieron al llegar el momento de oficializar las dos precandidaturas. En primer lugar por el forzamiento al que la casi totalidad de los partidos sometieron al resto llamando a votar las candidaturas de modo individual en una suerte de preelección interna, lo que exhibió, ya sea una impensada proporción de independientes, ya sea una marcada disconformidad de las bases partidizadas. La opción demarcatoria de preferencias se impuso por 652 contra 488 votos, de forma tal que al considerar las abstenciones apenas supera el 50% sobre un total de 1219 congresales. Algo que obviamente no puede considerarse abrumadora mayoría y se diferencia además del 67% que posteriormente optó por el ex presidente Vázquez. Refleja como mínimo la incomodidad de más de un centenar de congresales ante la exigencia de cumplimiento del mandato partidario.
El fin del congreso ratificó la personalización de la actividad política bajo la forma de un culto a la personalidad, en plena contradicción con los mecanismos distributivos subrayados. Ninguno de los candidatos participó del Congreso, al menos en la última sesión plenaria del domingo. Sólo aparecieron al modo de estrellas hollywoodenses directamente al estrado a formular sus discursos. En el caso del ex presidente, la pose de showman y las generalidades discursivas contradicen flagrantemente las dos arduas jornadas de trabajo militante de los congresales. No creo que a la candidata alternativa, Constanza Moreira y a sus seguidores, le convenga aceptar esta mecánica personalista y el consecuente culto a la personalidad.
El congreso extraordinario ratificó institutos que honran su adjetivo. Sólo olvidó derogar lo más ordinario.
– El autor, Emilio Cafassi, ciudadano uruguayo y profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar

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