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Lo que el papa le dijo al periodista y confeso ateo italiano Eugenio Scalfari director del diario italiano La Reppublica

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ROMA, 05 de octubre de 2013 (Zenit.org) –
Aún se comenta en la opinión pública la clarificadora entrevista que le ofreció el papa Francisco al periodista y confeso ateo italiano Eugenio Scalfari, director del diario italiano La Reppublica, cuya síntesis fue publicada en Zenit días atrás.
«Con seguridad. Personalmente pienso que el llamado liberalismo salvaje no hace más que volver a los fuertes más fuertes, a los débiles más débiles y a los excluidos más excluidos. Se necesita gran libertad, ninguna discriminación, no demagogia y mucho amor. Se necesitan reglas de comportamiento y también, si fuera necesario, intervenciones directas del Estado para corregir las desigualdades más intolerables».
Ofrecemos a continuación la traducción íntegra del texto para nuestros lectores.

*****

El ideal de la Iglesia misionera y pobre sigue siendo válido. El Papa: «así cambiaré la Iglesia»
por Eugenio Scalfari
Me dice el Papa Francisco: «Los males más graves que afligen al mundo en estos años son la desocupación de los jóvenes y la soledad en la que se deja a los ancianos. Los ancianos tienen necesidad de cuidados y de compañía; los jóvenes de trabajo y de esperanza, pero no tienen ni lo uno ni lo otro, y el problema es que ya no los buscan. Han sido aplastados en el presente. Dígame usted: ¿se puede vivir aplastados en el presente? ¿Sin memoria del pasado y sin el deseo de proyectarse en el futuro construyendo un proyecto, un porvenir, una familia? ¿Es posible continuar así? Esto, en mi opinión, es el problema más urgente que la Iglesia tiene ante sí».
Santidad, le digo, es un problema sobre todo político y económico, se refiere a los Estados, a los gobiernos, a los partidos, a las asociaciones sindicales.
«Cierto, tiene usted razón, pero se refiere también a la Iglesia, es más, sobre todo a la Iglesia, porque esta situación no hiere sólo los cuerpos, sino también las almas. La Iglesia debe sentirse responsable tanto de las almas como de los cuerpos».
Santidad, usted dice que la Iglesia debe sentirse responsable. ¿Debo deducir que la Iglesia no es consciente de este problema y que usted la incita en esta dirección?
«En amplia medida esa conciencia existe, pero no lo suficiente. Yo deseo que exista más. No es éste el único problema que tenemos delante, pero es el más urgente y el más dramático».
El encuentro con el Papa Francisco tuvo lugar el martes pasado en su residencia de Santa Marta, en una pequeña habitación desnuda, con una mesa y cinco o seis sillas, un cuadro en la pared. Había sido precedido de una llamada telefónica que no olvidaré mientras viva.
Eran las dos y media de la tarde. Suena mi teléfono y la voz bastante agitada de mi secretaria me dice: «Tengo al Papa en línea; se lo paso inmediatamente».
Me quedo desconcertado mientras ya la voz de Su Santidad del otro lado de la línea dice: «Buenos días, soy el Papa Francisco». Buenos días, Santidad —digo yo, y luego—, estoy impresionado, no me esperaba que me llamara. «¿Por qué impresionado? Usted me escribió una carta pidiendo conocerme en persona. Yo tenía el mismo deseo y así que estoy aquí para fijar la cita. Veamos mi agenda: el miércoles no puedo, el lunes tampoco, ¿le iría bien el martes?».
Respondo: está muy bien.
«El horario es un poco incómodo, las 15. ¿Le va bien? Si no, cambiamos de día». Santidad, está muy bien también el horario. «Entonces estamos de acuerdo: el martes 24 a las 15. En Santa Marta. Debe entrar por la puerta del Santo Oficio».
No sé cómo acabar esta llamada y me dejo llevar, diciéndole: ¿puedo abrazarle por teléfono? «Ciertamente, le abrazo también yo. Luego lo haremos en persona. Hasta pronto».
Ahora estoy aquí. El Papa entra y me da la mano, nos sentamos. El Papa sonríe y me dice: «Alguno de mis colaboradores que le conoce me ha dicho que usted intentará convertirme».
Es una broma. Le respondo. También mis amigos piensan que será usted quien querrá convertirme.
Vuelve a sonreír y responde: «El proselitismo es una solemne tontería, no tiene sentido. Hay que conocerse, escucharse y hacer crecer el conocimiento del mundo que nos rodea. A mí me sucede que después de un encuentro tengo ganas de tener otro, porque nacen nuevas ideas y se descubren nuevas necesidades. Esto es importante: conocerse, escucharse, ampliar el círculo de los pensamientos. El mundo está recorrido por caminos que acercan y alejan, pero lo importante es que lleven hacia el Bien».
Santidad, ¿existe una visión del Bien única? ¿Y quién la establece?
«Cada uno de nosotros tiene una visión del Bien y también del Mal. Nosotros debemos incitarlo a proceder hacia lo que él piensa que es el Bien».
Usted, Santidad, ya lo había escrito en la carta que me dirigió. La conciencia es autónoma, dijo, y cada uno debe obedecer a la propia conciencia. Pienso que ese es uno de los pasajes más valientes dichos por un Papa.
«Y aquí lo repito. Cada uno tiene su idea del Bien y del Mal y debe elegir seguir el Bien y combatir el Mal como él los concibe. Bastaría esto para mejorar el mundo».
¿La Iglesia lo está haciendo?
«Sí, nuestras misiones tienen este objetivo: identificar las necesidades materiales e inmateriales de las personas y buscar satisfacerlas como podamos. ¿Usted sabe qué es el “ágape”?».
Sí, lo sé.
«Es el amor por los demás, como nuestro Señor lo predicó. No es proselitismo, es amor. Amor por el prójimo, levadura que sirve al bien común».
Ama al prójimo como a ti mismo.
«Exactamente, es así».
Jesús en su predicación dijo que el ágape, el amor por los demás, es el único modo de amar a Dios. Corríjame si me equivoco.
«No se equivoca. El Hijo de Dios se encarnó para infundir en el alma de los hombres el sentimiento de la fraternidad. Todos hermanos y todos hijos de Dios. Abba, como Él llamaba al Padre. Yo os trazo el camino, decía. Seguidme y encontraréis al Padre y seréis todos sus hijos y Él se complacerá en vosotros. El ágape, el amor de cada uno de nosotros hacia todos los demás, desde los más cercanos hasta los más lejanos, es precisamente el único modo que Jesús nos ha indicado para encontrar el camino de la salvación y de las Bienaventuranzas».
Sin embargo la exhortación de Jesús, lo hemos recordado antes, es que el amor por el prójimo sea igual al que tenemos por nosotros mismos. Así que lo que muchos llaman narcisismo está reconocido como válido, positivo, en la misma medida del otro. Hemos discutido largamente sobre este aspecto.
«A mí —decía el Papa— la palabra narcisismo no me gusta, indica un amor desmedido hacia uno mismo y esto no va bien, puede producir daños graves no sólo al alma de quien lo padece, sino también en la relación con los demás, con la sociedad en la que vive. El verdadero problema es que los más golpeados por esto, que en realidad es una especie de trastorno mental, son personas que tienen mucho poder. A menudo los jefes son narcisos».
También muchos jefes de la Iglesia lo han sido.
«¿Sabe cómo pienso en este punto? Los jefes de la Iglesia a menudo han sido narcisos, adulados y mal excitados por sus cortesanos. La corte es la lepra del papado».
La lepra del papado, lo ha dicho exactamente así. ¿Pero cuál es la corte? ¿Alude tal vez a la Curia?, pregunto.
«No, en la Curia a veces hay cortesanos, pero la Curia en su conjunto es otra cosa. Es lo que en los ejércitos se llama la intendencia, gestiona los servicios que sirven a la Santa Sede. Pero tiene un defecto: es Vaticano-céntrica. Ve y atiende los intereses del Vaticano, que son todavía, en gran parte, intereses temporales. Esta visión Vaticano-céntrica descuida el mundo que nos rodea. No comparto esta visión y haré lo posible por cambiarla.
La Iglesia es o debe volver a ser una comunidad del pueblo de Dios y los presbíteros, los párrocos, los obispos con atención de almas, están al servicio del pueblo de Dios.
La Iglesia es esto, una palabra no por casualidad diversa de la Santa Sede que tiene una función propia importante, pero está al servicio de la Iglesia. Yo no habría podido tener la plena fe en Dios y en su Hijo si no me hubiera formado en la Iglesia y tuve la fortuna de hallarme, en Argentina, en una comunidad sin la cual no habría tomado conciencia de mí y de mi fe».
¿Usted sintió su vocación desde joven?
«No, no jovencísimo. Habría tenido que hacer otro oficio según mi familia, trabajar, ganar algún dinero. Hice la universidad. Tuve incluso una profesora hacia la cual concebí respeto y amistad, era una comunista ferviente. A menudo me leía y me daba a leer textos del Partido comunista. Así conocí también esa concepción muy materialista. Recuerdo que me consiguió el comunicado de los comunistas americanos en defensa de los Rosenberg, que habían sido condenados a muerte. La mujer de la que le estoy hablando fue después arrestada, torturada y asesinada por el régimen dictatorial entonces gobernante en Argentina».
¿El comunismo le sedujo?
«Su materialismo no tuvo ningún arraigo en mí. Pero conocerlo a través de una persona valiente y honesta me fue útil, entendí algunas cosas, un aspecto de lo social, que después encontré en la doctrina social de la Iglesia».
La teología de la liberación, que el Papa Wojtyła excomulgó, estaba bastante presente en América Latina.
«Sí, muchos de sus exponentes eran argentinos».
¿Usted piensa que fue justo que el Papa los combatiera?
«Ciertamente daban una consecución política a su teología, pero muchos de ellos eran creyentes y con un alto concepto de humanidad».
Santidad, ¿me permite decirle también yo algo de mi formación cultural? Fui educado por una madre muy católica. A los 12 años gané incluso una competición de catecismo entre todas las parroquias de Roma y tuve un premio del Vicariato. Comulgaba el primer viernes de cada mes, en síntesis, practicaba la liturgia y creía. Pero todo cambió cuando entré al liceo. Leí, entre los demás textos de filosofía que estudiábamos, el «Discurso del método», de Descartes, y me impactó la frase, convertida ya en un icono, «Pienso, luego existo». El yo se transformó así en la base de la existencia humana, la sede autónoma del pensamiento.
«Descartes, sin embargo, nunca renegó de la fe del Dios trascendente».
Es verdad, pero había puesto el fundamento de una visión del todo diversa y me sucedió que me encaminé en aquel itinerario que después, corroborado por otras lecturas, me llevó a una orilla completamente distinta.
«Pero usted, por lo que he entendido, es un no creyente, pero no un anticlerical. Son dos cosas muy distintas».
Es verdad, no soy anticlerical, pero me vuelvo así cuando encuentro a un clerical.
Él sonríe y me dice: «También me sucede a mí, cuando tengo delante a un clerical me vuelvo anticlerical de golpe. El clericalismo no debería tener nada que ver con el cristianismo. San Pablo, que fue el primero en hablar a los gentiles, a los paganos, a los creyentes de otras religiones, fue el primero en enseñárnoslo».
¿Puedo preguntarle, Santidad, cuáles son los santos que usted siente más cercanos a su alma y en cuáles se ha formado su experiencia religiosa?
«San Pablo es quien puso las bases de nuestra religión y de nuestro credo. No se puede ser cristianos conscientes sin san Pablo. Tradujo la predicación de Cristo en una estructura doctrinal que, si bien con las actualizaciones de una inmensa cantidad de pensadores, teólogos, pastores de almas, ha resistido y resiste después de dos mil años. Y después Agustín, Benito, Tomás e Ignacio. Y naturalmente Francisco. ¿Debo explicarle el por qué?».
Francisco —se me permita en este punto llamar así al Papa, porque es él mismo quien te lo sugiere por cómo habla, por cómo sonríe, por sus exclamaciones de sorpresa o de participación— me mira como para alentarme a plantear también las preguntas más escabrosas y más embarazosas para quien guía a la Iglesia. Así que le pregunto: de san Pablo ha explicado la importancia y el papel que ha desempeñado, pero querría saber ¿a quién, entre los que ha nombrado, siente más cercano a su alma?
«Me pide una clasificación, pero las clasificaciones se pueden hacer si se habla de deporte o de cosas análogas. Podría decirle el nombre de los mejores futbolistas de Argentina. Pero los santos…».
Se dice «scherza coi fanti…». ¿Conoce el proverbio?
«Precisamente. Pero no quiero evadir su pregunta porque usted no me ha pedido una clasificación sobre la importancia cultural y religiosa, sino quién es más cercano a mi alma. Así que le digo: Agustín y Francisco».
¿No Ignacio, de cuya Orden usted proviene?
«Ignacio, por razones comprensibles, es al que conozco más que a los otros. Fundó nuestra Orden. Le recuerdo que de esa Orden procedía también Carlo Maria Martini, a mí y también a usted muy querido. Los jesuitas fueron y todavía son la levadura —no la única, pero tal vez la más eficaz— de la catolicidad: cultura, enseñanza, testimonio misionero, fidelidad al Pontífice. Pero Ignacio, que fundó la Compañía, era también un reformador y un místico. Sobre todo un místico».
¿Y piensa que los místicos han sido importantes para la Iglesia?
«Han sido fundamentales. Una religión sin místicos es una filosofía».
¿Usted tiene una vocación mística?
«¿A usted qué le parece?».
A mí me parece que no.
«Probablemente tiene razón. Adoro a los místicos; también Francisco en muchos aspectos de su vida lo fue, pero yo no creo tener esa vocación y además hay que ponerse de acuerdo sobre el significado profundo de esa palabra. El místico logra despojarse del hacer, de los hechos, de los objetivos y hasta de la pastoralidad misionera y se eleva hasta alcanzar la comunión con las Bienaventuranzas. Breves momentos que, en cambio, llenan toda la vida».
¿A usted le ha ocurrido alguna vez?
«Raramente. Por ejemplo, cuando el Cónclave me eligió Papa. Antes de la aceptación pedí poderme retirar por algún minuto en la estancia junto a la del balcón sobre la plaza. Mi cabeza estaba completamente vacía y una gran ansia me había invadido. Para que se pasara y relajarme cerré los ojos y desapareció todo pensamiento, también el de negarme a aceptar el cargo, como por lo demás el procedimiento litúrgico permite. Cerré los ojos y no tuve ya ningún ansia ni emotividad. En cierto momento una gran luz me invadió, duró un instante pero a mí me pareció larguísimo. Después la luz se disipó, me alcé de golpe y me dirigí a la estancia donde me esperaban los cardenales y la mesa sobre la que estaba el acta de aceptación. La firmé, el cardenal Camarlengo la controfirmó y después en el balcón fue el Habemus Papam».
Nos quedamos un poco en silencio, después dije: hablábamos de los santos que usted siente más cercanos a su alma y nos habíamos quedado en Agustín. ¿Quiere decirme por qué le siente muy cercano a sí?
«También mi predecesor tiene a Agustín como punto de referencia. Ese santo atravesó muchos acontecimientos en su vida y cambió varias veces su posición doctrinal. Tuvo también palabras muy duras respecto a los judíos, que jamás he compartido. Escribió muchos libros y el que me parece más revelador de su intimidad intelectual y espiritual son las Confesiones; contienen también algunas manifestaciones de misticismo pero no es en absoluto, como en cambio muchos sostienen, el continuador de Pablo. Es más, ve la Iglesia y la fe de modo profundamente distinto al de Pablo, tal vez también porque habían pasado cuatro siglos entre uno y otro».
¿Cuál es la diferencia, Santidad?
«Para mí es en dos aspectos, sustanciales. Agustín se siente impotente ante la inmensidad de Dios y las tareas que un cristiano y un obispo debería cumplir. Con todo, él no fue para nada impotente, pero su alma se sentía siempre y en cualquier caso por debajo de cuanto habría querido y debido. Y después la gracia dispensada por el Señor como elemento fundante de la fe. De la vida. Del sentido de la vida. Quien no es tocado por la gracia puede ser una persona sin mancha o sin miedo, como se dice, pero no será nunca como una persona a la que la gracia ha tocado. Esta es la intuición de Agustín».
¿Usted se siente tocado por la gracia?
«Esto no puede saberlo nadie. La gracia no forma parte de la conciencia, es la cantidad de luz que tenemos en el alma, no de sabiduría ni de razón. También usted, sin que lo supiera, podría ser tocado por la gracia».
¿Sin fe? ¿No creyente?
«La gracia se refiere al alma».
Yo no creo en el alma.
«No lo cree, pero la tiene».
Santidad, había dicho que usted no tenía ninguna intención de convertirme y creo que no lo lograría.
«Esto no se sabe, pero en cualquier caso no tengo ninguna intención».
¿Y Francisco?
«Es grandísimo porque es todo. Hombre que quiere hacer, quiere construir, funda una Orden y sus reglas, es itinerante y misionero, es poeta y profeta, es místico, ha constatado sobre sí mismo el mal y ha salido de ello, ama la naturaleza, los animales, la hoja de hierba en el prado y los pájaros que vuelan en el cielo, pero sobre todo ama a las personas, los niños, los ancianos, las mujeres. Es el ejemplo más luminoso de ese ágape del que hablábamos antes».
Tiene razón, Santidad, la descripción es perfecta. ¿Pero por qué ninguno de sus predecesores nunca ha elegido ese nombre? ¿Y en mi opinión después de usted ninguno lo elegirá?
«Esto no lo sabemos, no hipotequemos el futuro. Es verdad; antes que yo ninguno lo eligió. Aquí afrontamos el problema de los problemas. ¿Quiere beber algo?».
Gracias, tal vez un vaso de agua.
Se levanta, abre la puerta y pide a un colaborador que está en la entrada que traiga dos vasos de agua. Me pregunta si desearía un café, respondo que no. Llega el agua. Al final de nuestra conversación mi vaso estará vacío, pero el suyo se ha quedado lleno. Se aclara la voz y comienza.
«Francisco quería una Orden mendicante y también itinerante. Misioneros en busca de encontrar, escuchar, dialogar, ayudar, difundir fe y amor. Sobre todo amor. Y anhelaba una Iglesia pobre que se ocupara de los demás, recibiera ayuda material y la utilizara para sostener a los demás, con ninguna preocupación por sí misma. Han pasado 800 años desde entonces y los tiempos han cambiado mucho, pero el ideal de una Iglesia misionera y pobre permanece más que válida. Esta es en cualquier caso la Iglesia que predicaron Jesús y sus discípulos».
Ustedes, cristianos, ahora son una minoría. Hasta en Italia, que es definida como el jardín del Papa, los católicos practicantes serían, según algunos sondeos, entre el 8 y el 15 por ciento. Los católicos que dicen serlo, pero de hecho lo son bastante poco, son un 20 por ciento. En el mundo hay mil millones de católicos e incluso más, y con las demás Iglesias cristianas superan los mil millones y medio, pero el planeta está poblado por 6 o 7 mil millones de personas. Son ciertamente muchos, especialmente en África y en América Latina, pero minoría.
«Lo hemos sido siempre, pero el tema de hoy no es éste. Personalmente pienso que ser una minoría es incluso una fuerza. Debemos ser una levadura de vida y de amor y la levadura es una cantidad infinitamente más pequeña que la masa de frutos, de flores y de árboles que de esa levadura nacen.
Me parece haber dicho ya que nuestro objetivo no es el proselitismo, sino la escucha de las necesidades, los deseos, las desilusiones, de la desesperación, de la esperanza. Debemos volver a dar esperanza a los jóvenes, ayudar a los ancianos, abrir hacia el futuro, difundir el amor. Pobres entre los pobres. Debemos incluir a los excluidos y predicar la paz.
El Vaticano II, inspirado por el Papa Juan XXIII y por Pablo VI, decidió mirar el futuro con espíritu moderno y abrir a la cultura moderna. Los padres conciliares sabían que abrir a la cultura moderna significaba ecumenismo religioso y diálogo con los no creyentes. Después de entonces se hizo muy poco en aquella dirección. Yo tengo la humildad y la ambición de quererlo hacer».
También porque —me permito añadir— la sociedad moderna en todo el planeta atraviesa un momento de crisis profunda y no sólo económica, sino social y espiritual. Usted al inicio de este encuentro nuestro ha descrito una generación aplastada en el presente. También nosotros, no creyentes, percibimos este sufrimiento casi antropológico. Por esto nosotros queremos dialogar con los creyentes y con quien mejor les representa.
«Yo no sé si soy quien mejor les representa, pero la Providencia me ha puesto en la guía de la Iglesia y de la diócesis de Pedro. Haré cuanto pueda para cumplir el mandato que me ha sido confiado».
Jesús, como usted ha recordado, dijo: ama a tu prójimo como a ti mismo. ¿Le parece que esto ha ocurrido?
«Lamentablemente no. El egoísmo ha aumentado y el amor hacia los demás disminuido».
Este es, por lo tanto, el objetivo que nos reúne: al menos equiparar la intensidad de estos dos tipos de amor. ¿Su Iglesia está dispuesta y preparada para desarrollar esta tarea?
«¿Usted qué piensa?».
Pienso que el amor por el poder temporal es aún muy fuerte entre los muros vaticanos y en la estructura institucional de toda la Iglesia. Pienso que la Institución predomina sobre la Iglesia pobre y misionera que usted desearía.
«Las cosas están en efecto así y en esta materia no se hacen milagros. Le recuerdo que también Francisco en su tiempo tuvo que negociar largamente con la jerarquía romana y con el Papa para que se reconocieran las reglas de su Orden. Al final obtuvo la aprobación pero con profundos cambios y transacciones».
¿Usted tendrá que seguir el mismo camino?
«No soy ciertamente Francisco de Asís y no tengo su fuerza ni su santidad. Pero soy el Obispo de Roma y el Papa de la catolicidad. He decidido como primera cosa nombrar a un grupo de ocho cardenales que sean mi consejo. No cortesanos, sino personas sabias y animadas por mis propios sentimientos. Este es el inicio de esa Iglesia con una organización no sólo verticista, sino también horizontal. Cuando el cardenal Martini hablaba de ello poniendo el acento sobre los Concilios y los Sínodos sabía muy bien cuán largo y difícil era el camino a recorrer en esa dirección. Con prudencia, pero firmeza y tenacidad».
¿Y la política?
«¿Por qué me lo pregunta? He dicho ya que la Iglesia no se ocupará de política».
Pero justamente hace algunos días usted hizo un llamamiento a los católicos para que se comprometieran civil y políticamente.
«No me dirigí sólo a los católicos, sino a todos los hombres de buena voluntad. Dije que la política es la primera de las actividades civiles y tiene un campo propio de acción que no es el de la religión. Las instituciones políticas son laicas por definición y actúan en esferas independientes. Esto lo han dicho todos mis predecesores, al menos desde hace muchos años hasta aquí, si bien con acentos diversos. Yo creo que los católicos comprometidos en la política tienen dentro de ellos los valores de la religión, pero una conciencia madura y competencia para actuarlos. La Iglesia no irá jamás más allá de la tarea de expresar y difundir sus valores, al menos mientras yo esté aquí».
Pero no ha sido siempre así la Iglesia.
«No ha sido casi nunca así. Muy a menudo la Iglesia como institución ha sido dominada por el temporalismo y muchos miembros y altos exponentes católicos tienen todavía este modo de sentir. Pero ahora déjeme a mí hacerle una pregunta: usted, laico no creyente en Dios, ¿en qué cree? Usted es un escritor y un hombre de pensamiento. Creerá entonces en algo, tendrá un valor dominante. No me responda con palabras como honestidad, la búsqueda, la visión del bien común; todos principios y valores importantes, pero no es esto lo que le pregunto. Le pregunto qué piensa de la esencia del mundo, es más, del universo. Se preguntará, ciertamente, como todos, quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. Se hace también un niño estas preguntas. ¿Y usted?».
Le estoy agradecido por esta pregunta. La respuesta es esta: yo creo en el Ser, o sea, en el tejido del que surgen las formas, los Entes.
«Y yo creo en Dios. No en un Dios católico, no existe un Dios católico, existe Dios. Y creo en Jesucristo, su encarnación. Jesús es mi maestro y mi pastor, pero Dios, el Padre, Abba, es la luz y el Creador. Este es mi Ser. ¿Le parece que estamos muy distantes?».
Estamos distantes en los pensamientos, pero semejantes como personas humanas, animadas inconscientemente por nuestros instintos que se transforman en pulsiones, sentimientos, voluntad, pensamiento y razón. En esto somos semejantes.
«Pero lo que ustedes llaman el Ser, ¿quiere definir cómo lo piensa usted?».
El Ser es un tejido de energía. Energía caótica pero indestructible y en eterna caoticidad. De esa energía emergen las formas cuando la energía llega al punto de explotar. Las formas tienen sus leyes, sus campos magnéticos, sus elementos químicos, que se combinan casualmente, evolucionan, finalmente se apagan pero su energía no se destruye. El hombre es probablemente el único animal dotado de pensamiento, al menos en este planeta nuestro y sistema solar. He dicho que está animado por instintos y deseos, pero añado que contiene también dentro de sí una resonancia, un eco, una vocación de caos.
«Está bien. No quería que me hiciera un compendio de su filosofía y me ha dicho cuanto me basta. Observo por mi parte que Dios es luz que ilumina las tinieblas aunque no las disuelve, y una chispa de esa luz divina está dentro de cada uno de nosotros. En la carta que le escribí recuerdo haberle dicho que también nuestra especie acabará, pero no acabará la luz de Dios que en ese punto invadirá a todas las almas y será todo en todos».
Sí, lo recuerdo bien, dijo «toda la luz será en todas las almas», cosa que —si puedo permitirme— da más una figura de inmanencia que de trascendencia.
«La trascendencia permanece, porque esa luz, toda en todos, trasciende el universo y las especies que en esa fase lo pueblan. Pero volvamos al presente. Hemos dado un paso adelante en nuestro diálogo. Hemos constatado que en la sociedad y en el mundo en que vivimos el egoísmo ha aumentado bastante más que el amor por los demás y los hombres de buena voluntad deben actuar, cada uno con la propia fuerza y competencia, para que el amor hacia los demás aumente hasta igualar y si es posible superar el amor por uno mismo».
Aquí también la política está llamada en causa.
«Con seguridad. Personalmente pienso que el llamado liberalismo salvaje no hace más que volver a los fuertes más fuertes, a los débiles más débiles y a los excluidos más excluidos. Se necesita gran libertad, ninguna discriminación, no demagogia y mucho amor. Se necesitan reglas de comportamiento y también, si fuera necesario, intervenciones directas del Estado para corregir las desigualdades más intolerables».
Santidad, usted es ciertamente una persona de gran fe, tocado por la gracia, animado por la voluntad de relanzar una Iglesia pastoral, misionera, regenerada y no temporalista. Pero por cómo habla y por cuanto yo entiendo, usted es y será un Papa revolucionario. Mitad jesuita, mitad hombre de Francisco, una unión que tal vez jamás se había visto. Y además le gusta los «Promessi Sposi» de Manzoni, Hölderlin, Leopardi y sobre todo Dostoevskij, la película «La strada» y «Prova d’orchestra» de Fellini, «Roma città aperta» de Rossellini y también las películas de Aldo Fabrizi.
«Me gustan porque las veía con mis padres cuando era niño».
Eso. ¿Puedo sugerirle que vea dos películas que han salido hace poco? «Viva la libertà» y la película sobre Fellini de Ettore Scola. Estoy seguro de que le gustarán. Sobre el poder le digo: ¿sabe que con veinte años hice un mes y medio de ejercicios espirituales con los jesuitas? Estaban los nazis en Roma y yo había desertado del alistamiento militar. Éramos punibles con la condena a muerte. Los jesuitas nos acogieron con la condición de que hiciéramos los ejercicios espirituales durante todo el tiempo en que estuviéramos escondidos en su casa y así fue.
«Pero es imposible resistir a un mes y medio de ejercicios espirituales», dice él estupefacto y divertido. Le contaré la continuación la próxima vez.
Nos abrazamos. Subimos la breve escalera que nos separa del portón. Ruego al Papa que no me acompañe, pero él lo excluye con un gesto. «Hablaremos también del papel de las mujeres en la Iglesia.
Le recuerdo que la Iglesia es femenina».
Y hablaremos si usted quiere también de Pascal. Me gustaría saber qué piensa de esa gran alma.
«Lleve a todos sus familiares mi bendición y pida que recen por mí. Usted acuérdese de mí, acuérdese a menudo».
Nos estrechamos la mano y él se queda quieto con los dos dedos alzados en señal de bendición. Yo le saludo desde la ventanilla.
Este es el Papa Francisco. Si la Iglesia se vuelve como él la piensa y la quiere habrá cambiado una época.
© Libreria Editrice Vaticana
*Fuente: Zenit.org

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