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Carta para leer cuando reciba el Nobel de Literatura

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Cartas nunca enviadas
Mboto Kumbawa, de Tanzania, 38 años, separado, sabía que iba a morirse. Eso no lo tenía particularmente preocupado; lo aceptaba como una más de las tantas cosas de la vida. Lo que más le preocupaba era qué sucedería con su obra literaria nunca publicada. Aunque en realidad era un tanto exagerado decir «obra literaria». Verdaderamente nunca había publicado, salvo un cuento –uno sólo– que alguna vez se atrevió a enviar a la ahora desaparecida revista cultural «Adelante», editada años atrás en Dar es Salam.
Le gustaba jugar a repetir la historia de Kafka, y solía decir que igual que el célebre checo pediría a su albacea destruir todos sus materiales a su muerte. Pequeño detalle: no había un Max Brod en su vida, y sus escritos eran un misterio. Siempre hablaba de ellos, pero jamás los enseñaba. Nadie lo tomaba muy en serio.
Funcionario menor en el Ministerio de Educación, cuando murió de cáncer de garganta lo lloraron su ex esposa y sus cuatro hijos, pero no hubo grandes pompas funerarias ni discursos de despedida. Nadie lo homenajeó como «escritor»; en todo caso sería recordado como maestro, el trabajo de casi toda su vida.
Quiso el destino que unos pocos meses luego de su deceso, encontraran en la oficina del Ministerio unos papeles que se veía no eran informes de trabajo. Alguien se tomó el trabajo de desempolvarlos y darles una ojeada. Era una colección de cartas, de las más variadas que se pudiera pensar –por supuesto, nunca enviadas. Aquí presentamos sólo algunas, las más significativas.

* * *  O * * *

Carta para exigir compensación al Fondo Monetario Internacional
Sres. Fondo Monetario Internacional:
Es para mí una obligación moral hacerles llegar esta carta. Se preguntarán ustedes quién soy. Pues nada más y nada menos que un ciudadano, uno más de los tantos que nos vemos perjudicados por su accionar.
El motivo de la presente es un pedido; me atrevería a decir que más que un pedido: si ustedes quieren, también una súplica, pero fundamentalmente una exigencia. Señores funcionarios: ¡dejen ya de presionarnos con sus requerimientos! ¡No les pagaremos ni un centavo!
No sólo levanto la voz para hacerles saber de este reclamo; les presento también los motivos que me llevan a ello, que no son en modo alguno caprichosos ni desubicados.
Cada africano nace con una deuda de dos mil trescientos setenta y siete dólares. ¿Cómo es eso? ¿Quién contrajo esa deuda? Es absolutamente inmoral, indigno, injustificable, que una persona nazca y ya tenga hipotecado su porvenir. ¿En nombre de qué esa deuda, señores? ¿Qué beneficio recibimos cada uno de nosotros, los deudores, por esta deuda? ¡Ninguno!
Siendo así, entonces, ¿pueden explicarme por qué esa prepotencia, esa arrogancia de parte de ustedes para con nosotros? Quiero aclararles que esto no es nada personal, por supuesto; yo no les conozco siquiera. Para mí son sólo un nombre, una etiqueta de un impreciso ente que tiene su oficina muy lejos de mi tierra, donde viven hermanos de sangre que siglos atrás fueron arrancados del África para ser llevados como esclavos. Pero fuera de saber que ustedes están por allá, sé –porque lo experimento en carne propia– que por su intervención nosotros estamos en la ruina, y sus créditos, más que ayudarnos, contribuyen a seguir hundiéndonos.
Díganme con toda honestidad: ¿nosotros le pedimos acaso un centavo de su dinero? Yo jamás les solicité algo; ni siquiera los conozco. Jamás de los jamases los llamé para pedirle dinero. ¿Por qué ahora les debo dos mil trescientos setenta y siete dólares? Y ustedes quieren cobrar esa suma. Ese es su trabajo, sin dudas. ¿Entienden entonces lo que quiero transmitirles? Todo esto es un engaño, señores.
Esperando que la explicación haya sido lo suficientemente clara como para no dejar ningún lugar a malentendidos, les ruego recapaciten sobre lo que les acabo de decir.
No tengo nada que agregar sino repetir una vez más que no me siento deudor de nada, por lo que les solicito encarecidamente dejen de reclamar algo que no corresponde. En nombre de mi pueblo –del que me siento en la obligación de representar– y del mío propio les solicitamos dejen de chantajearnos. Si así no lo hicieren, me veo precisado a decirles que deberemos pasar entonces a medidas de fuerza, lo cual –imagino– no habrá de ser de su agrado. Evitemos el uso de la violencia. Por favor absténganse de seguir reclamando.
Esperando que a partir de esta misiva se clarifiquen –y faciliten– los términos de la relación entre nosotros establecida, no diré que tengo el gusto de saludarles sino que ¡basta ya, por favor!
Mboto Kumbawa

* * * O * * *

Carta a mi ex esposa
Querida Patricia:
¿Qué nos pasó? ¿Qué fue lo que deterioró de ese modo la relación?
Te digo «querida» porque, pese a todo lo transcurrido, no tengo motivo para odiarte. No te quiero pasionalmente, por supuesto; ya no. Te quise locamente en otro momento, y lo sabes. Estuve dispuesto a dar todo por ti, pero lamentablemente las cosas luego cambiaron. Pero de todos modos no podría dejar de decirte «querida Patricia» porque sigues siendo alguien muy importante para mí.
Contigo mi vida cambió. En realidad, si bien no fuiste mi primera mujer, fuiste la persona con quien más llegué a unirme, y eso tú lo sabes bien. Te quise, nos quisimos, juntos hicimos cosas hermosas, crecimos. ¿Por qué tuvo que terminarse?
Algún tiempo atrás me hacía esta pregunta, y no encontrándole respuesta, me desconsolaba. Tampoco ahora encuentro respuesta, pero al menos lo tomo con más tranquilidad. «Son cosas de la vida», me digo; y con eso me reconforto. O al menos no me deprimo como antes. Sí, Patricia: son cosas de la vida. La vida está hecha de una suma infinita de retazos; la alegría, el bienestar, la satisfacción son parte…a veces. Pero también hacen parte de esta difícil aventura de vivir los problemas, las insatisfacciones, los tropiezos. Haciendo el balance, creo que hay más espinas que rosas.
Tú eres una buena persona, de verdad. No tengo nada que reprocharte. Si quisiera ver por qué llegamos a separarnos creo –lo digo con toda sinceridad– que tengo yo más responsabilidad que tú. Siempre trataste de moderar las cosas; aguantabas mis gritos, mis ataques de irascibilidad. Me doy cuenta que, para ti, vivir en esas condiciones debe haber sido un infierno.
Si vale decirlo ahora: ¡lo siento! Lo siento muy hondamente, porque de no haber sido yo así, ahora seguramente podríamos seguir juntos. Pero no es el caso.
¿Para qué te escribo ahora?, tú te preguntarás. No lo sé con exactitud. Tenía ganas de hacerlo, o quizá necesidad. Yo también me hago la misma pregunta: ¿para qué te escribo? Lo nuestro se terminó, y estamos claro de ello. Se terminó y sería imposible volver a plantearnos algo en común. Fuera de los hijos, con cuya tenencia hemos logrado un buen equilibrio, ya nada nos une. Mejor que así sean las cosas: no nos guardemos rencor.
Es más: deseo que te vaya bien en tu vida, sinceramente te lo digo.
Si intentara concluir algo de toda nuestra relación diría que el amor es difícil, que las relaciones humanas son difíciles, que los seres humanos estamos condenados a sufrir, que el amor eterno no existe. A lo que agregaría además que yo, dicho con la más absoluta objetividad, con mesura y equilibrada ponderación, yo soy un tipo problemático que no sirve para establecer relaciones duraderas.
Te agradezco haberme aguantado tanto tiempo, y que los dioses del bosque te protejan y te hagan feliz.
Mboto

* * * O * * *


Carta para leer cuando reciba el Nobel de Literatura
Como no sé mucho de formalidades –ni pretendo saberlo– saludo y agradezco por igual a todas y todos los presentes. Es para mí un honor estar hoy aquí, delante de tanta gente distinguida, sabiendo que el mundo entero está viendo esta ceremonia. Espero, por tanto, no defraudar a nadie con estas humildes y breves palabras que, por fuerza, debo pronunciar. Si defraudo, espero que no sea demasiado. Y en el peor de los casos, si defraudo demasiado, espero sepan perdonarme. Por último, el Premio está ya otorgado, y eso demostraría que fue un error concedérmelo, como yo efectivamente pienso.
No sé si en verdad me merezco tan alto galardón. En lo personal, creo que no. Me atrevo a pensar, incluso, que efectivamente fue una equivocación. Yo, como tantas veces lo he dicho, no soy un escritor; muchos menos, un escritor genial que se merezca esta distinción.
Quiero empezar mi discurso excusándome si no puedo expresarme con toda la soltura y belleza que se esperaría lo haga un Premio Nobel de Literatura. Sucede que mi lengua materna no es el inglés, sino el suahili, idioma que hablé toda mi vida con mucha mayor propiedad, desde mi aldea natal en la selva hasta el día de hoy. Si he escrito en la lengua de Shakespeare –con todo el perdón de los clásicos puristas británicos– eso se debe a la herencia que la Reina de los Mares nos legara, a partir de la intromisión que tuvo en nuestro continente. ¿Ustedes se imaginan a la Reina de Inglaterra o al Presidente de la Cámara de los Lores hablando suahili? Yo, realmente, no. ¿Y por qué yo tengo que hablar en inglés? ¿Por qué hoy tengo que llevar este –perdónenme por el epíteto– estúpido traje negro y este –para mi gusto al menos– ridículo moño? ¿Usaría el Primer Ministro británico nuestros trajes típicos para alguna de nuestras ceremonias?
De todos modos, no quiero insistir con esta cuestión de las presentaciones: hablo en inglés, pobremente quizá, y uso un traje que me resulta incómodo. Pero no deseo extenderme en este aspecto sino excusarme, en segundo término, por mi falta de información. No podría, ni remotamente, lucirme con una parafernalia de datos sobre la historia y la situación actual de mi país: Jamhuri ya Muungano wa Tanzania –mi raza, mi continente– como lo hiciera en una ceremonia similar mi –me provoca cierto nerviosismo pronunciar la palabra– «colega», el también galardonado con este premio, el latinoamericano García Márquez. En ocasión de recibir su premio, aquí mismo, hace ya años, asombró a todos con una pieza oratoria tan llena de datos, tan rica en información, que creo le podría valer, ella misma, otro premio. No, yo no dispongo de todo ese saber. Sé que vengo de un lugar pobre, uno de los lugares más pobres del planeta, con más hambre que otra cosa, pero no podría abundar en precisiones al respecto. Ahí están los informes de Naciones Unidas para eso.
Créanme: no soy escritor, no me tengo por tal. Fui en mis años juveniles, igual que otro colega, también ganador del Nobel –Saramago, el vate portugués– cerrajero. Si fuera un lírico, un exquisito maestro de las letras como lo es él, podría decir que ese juvenil oficio me permitió, años después, abrir los cerrojos del espíritu humano. Pero no, los defraudo. Creo que sigo siendo, de alma, más cerrajero –y mecánico de automóviles, y maestro rural, como también lo he sido– que escritor.
Llegué a la literatura casi fortuitamente, nunca me preparé para eso. No estudié formalmente nunca nada ligado a las bellas artes, no asistí a taller literario alguno. Lamento decepcionarlos si esperaban otra cosa. Empecé a escribir casi como una necesidad visceral: no podía quedarme callado ante las calamidades que a diario veía en mi país, la miseria, la injusticia. Era tan horripilante todo eso –y sigue siéndolo, sin dudas– que me pareció necesario dejar constancia ante la historia de tanta monstruosidad. ¿Por qué los negros sufrimos tanto? Como no tenía cámara fotográfica, y mucho menos como no podía plasmarlo en una película, pensé que tenía que escribir sobre esa realidad. De haber tenido habilidades plásticas, se los aseguro, hubiera pintado; de más está decir que no las tengo.
Como ven, entonces, no soy un inspirado por las Musas. ¿Los sigo defraudando? Simplemente me limité a poner en un papel –les aclaro que jamás he usado una computadora para escribir– lo que sentía sobre lo que veía a diario. ¿Ustedes saben lo que es comer cada dos días… con buena suerte, claro? No pretendo en absoluto ser melodramático y contarles las infamias más grandes que se puedan imaginar buscando conmoverlos y hacerles derramar una lágrima. Creo que eso es una inmoral pornografía de la miseria. Si quieren conmoverse, visiten los lugares de donde yo vengo, y que me inspiraron a escribir aquello por lo que hoy me premian.
Insisto: no sé si soy merecedor de esta tan distinguida presea. No soy un escritor bello –no estoy hablando de «mi» belleza; me considero más bien feo, de verdad. No soy un estilista, un sutil y delicado rapsoda, un mago de las palabras. Hay muchísimos que así han entendido la literatura– y yo también, en definitiva, creo que eso es el arte literario. Pero yo no soy de esos. Soy más bien rústico, torpe incluso. No pinto bellezas; hablo, simplemente, de la sufrida vida de mi gente, de mi sufrida vida.
Intuyo que se me confiere ahora este premio con un valor simbólico: un negro –¡un negro!– de uno de los países más pobres que hay. ¿No se trata de una compensación, una forma de resarcimiento? Los que han leído mi obra –que por cierto no son muchos– saben que no soy un elegante maestro del lenguaje. ¿Por qué, entonces, este galardón? Lo agradezco, claro, no dejo de estar contento; creo que es importante aceptarlo, justamente porque soy un negro de un país extremadamente pobre. ¿Pero no es un poco tardío el reconocimiento?
Les aseguro que no soy un resentido contra los blancos. Aunque no les interese saberlo –nadie me lo está preguntando– uno de mis mejores amigos en mi país es un blanco. Ustedes, los aquí presentes, la reina de Suecia, toda esta gente importante y acostumbrada a llevar estos trajes que a mi me parecen camisas de fuerza pero que, para ustedes, son algo de lo más cotidiano, todos ustedes no son los responsables directos de nuestras infinitas penurias, como negros y como pobres. ¿O si?
¿Quién es el culpable, entonces? En lo que hoy día es Tanzania se sabe que apareció el primer ser humano de la historia, hace varios millones de años. ¿Por qué quedamos tan atrasados? ¿Por qué hemos debido sufrir tantas tropelías? ¿Ustedes se imaginan Europa repartida desde un escritorio, o debajo de un árbol, en una reunión de los jefes africanos? La Conferencia de Berlín no fue un chiste, un invento, una quimera. Ahí repartieron mi continente, mi gente, mis recursos, como niños que reparten un pastel. ¿Lo sabían, verdad? El 26 de febrero de 1885, en Berlín, Alemania, 14 varones representantes de otros tantos países –ninguno africano, valga aclarar–, y presididos por el canciller teutón von Bismarck, sentados frente a un mapa del África jugaron a repartirse el continente.
Ustedes, se los digo con todo corazón, ustedes no son los responsables. Ustedes heredaron esa historia. Ustedes son blancos, ricos, que no saben nada de lo que es el hambre, y que hoy –¡qué bueno que así sea!– pueden tener un poco de conciencia, de vergüenza mejor dicho, y pensar en promover un símbolo como lo que en estos momentos se está consumando en esta sala: reconocer la monstruosidad que sus antepasados cometieron premiando, quizá inmerecidamente, a un negro, con un preciado trofeo internacional.
Yo se los agradezco, muy hondamente, con toda mi alma. Pero vuelvo a decirles lo mismo: quizá no soy merecedor a esto en tanto escritor. Quizá, sí, en tanto negro, en tanto pobre. Hasta ahora he sobrevivido muy magramente, con trabajitos informales o con sueldos del Estado. Ya se imaginan entonces cómo puedo haber sobrevivido. Nunca viví como escritor. Quizá ahora, devenido Premio Nobel, mi suerte cambie. No me atrevería a decir: mi próxima «buena suerte»; simplemente una suerte distinta. Quizá, como dijo otro colega –ya le perdí el miedo a esta palabra, ya empezó a gustarme–, el igualmente laureado con el Nobel, sobreviviente a los campos de concentración, y símbolo también, el húngaro Kertész, una vez obtenido ese galardón conoció la tercera dictadura, luego de la nazi y la bolchevique: la dictadura del dinero –la menos incómoda, se apresuró a aclarar. Tal vez eso me suceda: ahora llegarán los laureles, los reflectores de la prensa, los amigos que son como sombras: aquellos que lo siguen a uno solamente porque hay sol. Tal vez –yo diría que casi con seguridad así sucederá– me atosiguen con conferencias y presentaciones públicas. ¡Yo, un modesto cerrajero y maestro de escuela! ¿No es un poco desproporcionado todo esto? ¿Qué podría transmitirles yo?
Probablemente ustedes esperaban un brillante intelectual, un experto en cuestiones literarias, un profundo pensador. Pues no. Déjenme decirles que no soy eso; aunque quisiera, no podría serlo –y sigo decepcionándolos. Por otro lado –aclaración importante– no quiero serlo tampoco. Ahora ocupo un cargo medio en el Ministerio de Educación de Tanzania. No sé si realmente hago bien lo que hago, pero al menos creo mucho en lo que llevo a cabo. En mi país alrededor del 30 por ciento de la población no sabe leer ni escribir –eso se ve mucho más aún en las mujeres. Por eso, les decía, desde el Ministerio tenemos tanto que hacer por delante.
Imagínense: en un país de analfabetos, donde llegar a la escuela secundaria ya es muy difícil, y la Universidad es casi un lujo inaudito, ¿a quién le pueden importar unos cuantos cuentos sobre la miseria diaria? Allí la miseria se vive día a día, hora a hora, no es necesario leerla en un libro.
Por todo eso creo que es algo desmedido estar recibiendo el Premio Nobel hoy aquí. Podría no aceptarlo, como en su momento hizo Sartre. Pero, en realidad, no me parece lo mejor proceder así. Lo acepto, siempre con la idea que no lo merezco, que hay mejores escritores que yo –y lo digo muy sinceramente; yo soy un simple juglar popular que habla de las cosas cotidianas, de la miseria cotidiana. Pero lo acepto justamente por el valor de símbolo que entiendo conlleva. Lo acepto, con una condición: que los aquí presentes tomen todos –yo ya lo tomé– el genuino compromiso de revertir la situación que vive el África.
Sí, así como oyen. ¿Los decepciono? ¿No se esperaban esto? Bueno, perdonen, pero creo que no estoy pidiendo nada fuera de lugar. ¿En nombre de qué derecho mi población, mis hermanos, fueron convertidos en esclavos? ¿Con qué derecho nos han saqueado históricamente como lo han hecho las potencias occidentales? ¿Por qué estamos condenados a ser los vencidos, los olvidados, los marginales, los miserables? ¿Por qué tenemos que vivir de las infames limosnas de la caridad internacional, siempre deficientes, siempre a destiempo? ¿Con qué derecho se nos quiere hacer pagar una inmoral, insoportable y nefasta deuda externa que ningún habitante del África ha contraído directamente? ¿Cómo olvidar los siglos de explotación, de ignominia, de degradación que nos tocó soportar, solo por ser negros? ¿Por qué estamos condenados a soportar una enfermedad como el sida, guerras fratricidas que nos inventan desde fuera de nuestras fronteras, saqueo inmisericorde de nuestros recursos? ¿Y si fuera cierto que pedimos que, a partir de ahora, la monarca del Reino Unido de Gran Bretaña y la Irlanda del Norte –y por qué no también sus súbditos– hablen idioma suahili? ¿Y por qué tenemos que aceptar tomar Coca Cola y comer Mc Donald’s? ¿Acaso no tenemos comidas decentes en nuestros pueblos? ¿Con qué derecho se considera que «la cultura» debe tener por símbolo un partenón griego –como es la representación de la UNESCO– y no, por ejemplo, uno de nuestros bohíos? ¿Quién nos ha hecho creer que los blancos son más «cultos» que los negros? ¿Por qué los negros estamos condenados, si bien nos va, a ser deportistas profesionales? –los gladiadores modernos para el circo contemporáneo. ¿Acaso los negros no podemos ser más que delincuentes cuando habitamos en el mundo de los blancos? ¿Es ese nuestro destino? ¿Inmigrantes ilegales, ladrones, barrios marginales?
Acepto su blanco premio, señoras y señores, sólo a condición que ustedes reconozcan en público, aquí, delante de todas estas cámaras de televisión, que con un Premio Nobel dado a un negrito no se está resarciendo una mierda la infamia histórica, el despojo descomunal y la injusticia infinita que se ha cometido en contra de nuestros pueblos.
Acepto este blanco premio, no diré manchado de sangre, pero sí condicionado por sus asquerosos billetes de bancos occidentales, sólo a condición que quede claro que esto es un inicio –algo payasesco por cierto– de un proceso de reparación que debe llevar años, siglos quizá. ¿Quién nos va a devolver los bosques desaparecidos? ¿Quién, cómo y cuándo va a pedirnos perdón por la esclavitud a que nos forzaron? ¿Creen ustedes, por casualidad, que este premio remedia algo? ¡Ni mierda! Pero lo acepto de todos modos. Muchas gracias.

* * *  O * * *

Carta para ser leída el día después de mi muerte
Yace ante nosotros Mboto Kumbawa. Según él mismo repetía siempre: un hombre más, un común ser humano de a pie, del montón. Uno más de la serie; y justamente ahí, en esa característica, residía su grandeza.
Nunca quiso Mboto sentirse más que nadie; por supuesto, tampoco menos. Su prédica insistente fue siempre cabal, franca, honesta: todos somos iguales. Hizo de ello un lema en toda su vida, una filosofía. Lo creyó, trabajó denodadamente por ello, murió con esa convicción. Su vida podría resumirse muy sintéticamente diciendo que fue una interminable lucha por la igualdad.
Despedimos hoy a un incansable luchador por la justicia. Desde el llano, en forma silenciosa, paso a paso como laboriosa hormiga, fue Mboto un tenaz defensor de los derechos inalienables de su pueblo. Nunca buscó la gloria personal, la figuración, las cámaras de televisión. Muy por el contrario, su vida fue una exaltación de la humildad, del compromiso. Habiendo tenido en reiteradas ocasiones la oportunidad de dejarse arrastrar por el estrellato, por la fama y el proyecto de salvación personal, optó sin embargo por la lucha desde el anonimato. Su ejemplo debe iluminar a generaciones venideras respecto a lo que significa verdaderamente el sacrificio, la opción por la humildad.
Fue Mboto un alma inquieta, curiosa, siempre en búsqueda de novedades. Desde pequeño fue seducido por la pesquisa sin condiciones de la verdad. Actitud, por cierto, que habría de acompañarlo durante toda su vida. Búsqueda –preciso es decirlo– que en más de una oportunidad habría de meterlo en dificultades. Su espíritu investigativo lo llevaba continuamente a escudriñar todo, a no detenerse ante ningún interrogante. De esa cuenta incursionó en los más variados campos, siempre como autodidacta: fue un incansable lector, prolífico escritor, defensor de los derechos sindicales, luchador por causas populares, investigador de las honduras del alma humana, historiador de su país, pensador universal.
Ante nosotros tenemos el fiel ejemplo de lo que significa la dignidad; yace aquí un hombre inquebrantable, incorruptible, que jamás aceptó negociar sus principios. Despedimos hoy a alguien que nos lega una enseñanza inconmensurable: más allá de sus escritos –siempre profundos, pero no por ello menos amenos– Mboto Kumbawa nos deja un espejo donde mirarnos. ¡Si hubiera muchos como él, el mundo sería distinto!
Siempre es difícil dar las palabras finales a un ser que se va; pero en el caso de este noble varón se hace más difícil todavía. ¿Qué decir de un ser tan enorme, tan rico espiritualmente, tan amplio, y al mismo tiempo tan humilde –lo cual refuerza más aún su grandeza– que no se haya dicho con antelación? ¿Cómo despedirnos de una alma tan noble, tan honesta, tan pura?, si sabemos que Mboto, en realidad, no se va. No se va ahora, aunque su cuerpo yazga inmóvil, ni se irá nunca, pues su enseñanza y el camino que nos abrió estarán incólumes por siempre, alumbrándonos, convocándonos a seguirles, a buscar ser cada día mejores.
Mboto: en unos instantes tu cuerpo estará sepultado bajo la tierra que te vio nacer, crecer, volverte viejo y, cerrando el ciclo obligado, también te vio morir. Pero tú no te irás nunca. Tus escritos permanecerán por siempre, no sólo en tu Tanzania natal sino en el planeta todo. Este mundo que, aunque de momento no te rinde todo el homenaje que en realidad tu obra merece, pone en mis palabras el honor de despedirte, y espero que cada vez más te honre como tú verdaderamente te lo mereces.
Mboto: con todo el dolor del alma por saber que ya no vas a estar con nosotros, pero al mismo tiempo reconfortado al saber que los sufrimientos de la horrible enfermedad que te lleva a la tumba han terminado, no puedo ocultar mi emoción en este momento. Por azares del destino he sido yo el elegido para pronunciar estas palabras; no sé si me lo merezca. Sé que nadie podrá nunca decir en un momento como el presente todo lo que la situación significa. Yo solamente quiero decirte que la muerte física nos aleja, pero tu obra no muere. Sé que tu obra crecerá cada día más, que el mundo te debe aún un reconocimiento a la verdadera altura de tu herencia. La historia no te olvidará.
Compañero Mboto Kumbawa: haciendo mías las palabras de otro grande, igualmente luchador incansable, que quiso el destino también hollara suelo africano en su búsqueda de la justicia universal, me permito citarlo y con ello cerrar mi despedida. Como dijera el Comandante Ernesto Guevara, querido Mboto: ¡hasta la victoria siempre!
*Fuente: Encontrarte

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